sábado, 4 de julio de 2015

MI ERROR: CAPITULO 22




Paula empezó, de forma irracional, a odiar el timbre. No por quien pudiera ser, gente de la cadena, su representante, que no parecía entender la palabra «no», sino por quien no era.


¿Se podía ser más tonta?


Primero dejaba a Pedro porque era un marido frío y luego, cuando él le desnudaba su alma y admitía que estaba dispuesto a olvidar sus miedos para darle lo que quería, volvía a rechazarlo, poniendo a su hermana por delante. Le había dejado bien claro que él era el segundo y ningún hombre soportaría eso. Especialmente un hombre como Pedro Alfonso.


Paula levantó el telefonillo.


—¿Quién es?


—Soy Miranda. ¿Puedo subir?


Paula pulsó el botón. Nunca podría sustituir a Pedro, pero su hermana respiraba el mismo aire, hablaba con él, podría decirle cómo estaba…


—Bonito sofá —sonrió Miranda, entrando en el salón con uno de sus espectaculares conjuntos—. Muy llamativo. Pedro me dijo que tu apartamento tenía cierto encanto…


—¿Ah, sí? ¿Y qué más te dijo?


—Pensé que ese comentario estaba influido por la pasión, pero es verdad. Claro que lo que deberías hacer es reformar la casa de Belgravia, convertirla en un hogar. El piso de arriba podría ser un apartamento para Daniela. Allí hay mucho más sitio para una cuna…


Ah, claro, estaba siendo irónica.


—¿Se puede saber qué quieres, Miranda? —la interrumpió Paula, irritada.


—Nada, es con tu hermana con quien quiero hablar —contestó ella, volviéndose hacia Daniela—. Te vi en televisión el mes pasado. Tienes la misma sonrisa que tu hermana y, casi con toda seguridad, el resto de ti empezará a parecerse a ella dentro de poco. La maternidad puede hacer maravillas, tengo entendido. Soy Miranda Alfonso, la hermana de Pedro.


Pedro Picapiedra y Cruella de Ville —replicó Daniela—. Bonita pareja.


Miranda soltó una carcajada.


—Una Paula con mal genio. Me encanta, vamos a llevarnos bien.


Daniela y Miranda, por increíble que pudiese parecer, empezaron a charlar animadamente mientras Paula hacía un café. Pero cuando volvió al salón con la bandeja y abrió las ventanas su hermana protestó:
—¿Quieres matarnos de frío, Paula?


—¿No tenéis calor?


—¡No!


—Ah, pues no sé… a lo mejor he pillado un virus o algo.


—Sí, tienes los mismos síntomas que Pedro —dijo Miranda.


—¿No se encuentra bien?


—Nada que una noche de sueño no pudiese curar. ¿Por qué no te echas un rato?


—Estoy bien… —empezó a decir Paula. Pero el olor de la leche caliente la hizo ir corriendo al baño. Y se negó a dejar que Miranda o su hermana la atendieran—. Estoy bien, en serio. Debe de ser algún virus de ésos que andan por ahí. Voy a tumbarme un rato.


Miranda seguía allí cuando salió de la habitación una hora después, ligeramente mareada de la siesta y muerta de hambre.


—¿Y esa pizza?


—La hemos pedido por teléfono.


—Ah, espero que tenga anchoas.


—¿Qué pasa con vosotros dos y las anchoas? —suspiró Miranda.


—¿Anchoas? Pero si tú las odias —dijo Daniela, sorprendida.


—Es que me apetece algo salado —respondió Paula, engullendo un trozo de pizza—. ¿Qué? ¿Por qué me miráis así?


Daniela y Miranda sacudieron la cabeza al unísono.


—Me he involucrado en un proyecto para niños del Tercer Mundo —dijo Miranda entonces—. Por lo visto, después de tu excursión al Himalaya la gente ha protestado y a los políticos no les gustan las críticas. Hay que hacer algo, la cuestión es qué.


—¿Quieres ideas?


—Yo había pensado en algo más que eso, si quieres que te sea sincera. Lo que necesito es alguien que le enseñe al mundo cómo están las cosas. Un embajador de los niños de la calle, por así decir. Y, con tus credenciales, tú pareces la elección más acertada.


—Miranda quiere que vaya con ella —dijo Daniela entonces—. Como su ayudante.


—Pero estás embarazada.


—¿Y qué? Estamos en el siglo XXI, las mujeres embarazadas trabajan. Vamos a ir a Sudamérica, a Oriente…


—¿Qué?


—Yo cuidaré de ella, Paula —dijo Miranda.


—¿Ha sido idea tuya?


—¿Crees que Pedro está detrás de esto? Te lo aseguro, me ha prohibido expresamente pedirte ayuda.


—Ah —Paula se sentía como un neumático sin aire. Era como lo del timbre. Sabía que no podía ser él y, aun así, seguía esperando.


—Por favor, di que sí —le suplicó su hermana.


Paula lo pensó un momento. Daniela deprimida e irritable tumbada en el sofá todo el día o con un trabajo nuevo, un futuro por delante…


Y no solo Daniela. También era una oportunidad de hacer algo importante para ella.


—En fin, supongo que lo mejor será que vayas a solicitar un visado.



****

—¿La has visto? ¿Cómo está?


—Un poco cansada, la verdad —Miranda se tumbó en el sofá de la biblioteca—. Algún virus, seguro. ¿Sabes que el piso de abajo está en venta?


—Ya no.


—¿Lo has comprado tú?


—Sí.


—¿Y ella lo sabe?


—Aún no. Y también he comprado los otros dos —dijo Pedro entonces.


—¿Estaban en venta?


—Todo está en venta cuando uno ofrece la cantidad adecuada.


—¿Y tu plan es…?


—No tengo ni idea, si quieres que te diga la verdad.


—Cuando me haya llevado a Daniela a Sudamérica no habrá moros en la costa —sonrió Miranda—. Puedes mudarte al piso de abajo y perseguir a la señorita… invitarla a pizza. Pero que tenga anchoas.


—Paula odia las anchoas.


—¿Ah, sí? Pues quién lo diría. En fin, piénsatelo, ¿quieres?



****


—¿Se puede saber qué está pasando abajo? —preguntó Paula.


El ruido la estaba volviendo loca. No, todo la estaba volviendo loca. Incluyendo que su apartamento, que ella quería minimalista, hubiera sido invadido por un duende de la Navidad en forma de Daniela. Y que todo aquello sobre lo que se pudiera poner un adorno tenía un adorno, una bombilla, una guirnalda…


Que el congelador estuviera lleno de comida que la ponía enferma sólo con mirarla.


Que lo único que quisiera hacer fuera tumbarse en una habitación con las cortinas echadas…


—Los inquilinos del piso de abajo se mudan hoy —le informó Daniela.


—¿Qué es eso? —preguntó Paula al ver que su hermana llevaba un paquete en las manos.


—Un regalo de Navidad por adelantado. Algo que podría resultarte útil.


Paula se incorporó en la cama, pensando que no debía ser tan gruñona. Al fin y al cabo, Daniela merecía tener una Navidad feliz.


—Qué detalle, muchas gracias —besó a su hermana antes de rasgar el papel de regalo, pero arrugó el ceño al ver la cajita que había dentro—. ¿Qué es esto?


—Una prueba de embarazo. De última generación; ni siquiera tienes que buscar un puntito rosa. Directamente dice: Embarazada o No embarazada. ¿A que mola?


Paula tragó saliva. No molaba nada.


—Yo no estoy embarazada.


—Te encuentras mal todo el tiempo, no tienes apetito, estás agotada, tienes sueño… y en el armario de la cocina hay suficientes latas de anchoas como para que te duren toda la vida. Y ayer te pillé metiendo los dedos en el frasco de los pepinillos —sonrió Daniela—. Por no hablar de que te pones verde cuando hueles la leche. Hace dos meses, ésa era yo. Salvo por los pepinillos.


—A mí me gustan los pepinillos.


—¿Te duelen los pechos? He notado que últimamente no te pones sujetador.


—Sí, bueno, pero…


—Pero nada. Deja de poner excusas, Paula. Tienes que dejar de esconderte y admitir la verdad: estás preñada. O sea, en cristiano, que te han metido un gol.


—No, cariño —Paula apartó un mechón de pelo de su frente—. Tú no lo entiendes. No puedo estar embarazada.


—Pues lo disimulas muy bien.


—Es un virus. Algo que debí de pillar cuando estuve de viaje.


—No, Paula…


Pedro no puede tener hijos. Se hizo una vasectomía hace años.


—Ah, entonces alguien ha ido por ahí haciendo cosas malas.


—¡Oye!


—Era una broma —Daniela señaló la cajita—. El cuarto de baño es por ahí. ¿Quieres que te lea las instrucciones?


—Esto es una bobada…


—¿Ah, sí? Pues demuéstramelo.






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