domingo, 5 de julio de 2015

MI ERROR: CAPITULO FINAL





Durante las Navidades acudieron a una iglesia para darle las gracias a quien fuera por acordarse de ellos. Y después, mientras Miranda y Daniela viajaban por países exóticos explorando las posibilidades del documental, Pedro y Paula pasaron un fabuloso mes solos.


Lo pasaron en grande haciendo planes para su nueva casa, relajados el uno en la compañía del otro, descubriendo los sencillos placeres del matrimonio por primera vez. 


Cocinando juntos, durmiendo juntos, paseando del brazo…


Fue muy duro separarse mientras filmaban el documental, pero emocionante también. La nueva confianza de Paula le daba una madurez que había despertado interés por el documental incluso antes de que se estrenase.


Cuando Miranda y ella estaban ayudando a Daniela en el parto, y dándole la bienvenida al mundo a su nuevo sobrino, ya habían conseguido media docena de nominaciones.


Pero la noche que ganaron el primer premio, Paula estaba en el hospital con contracciones.Pedro a su lado, ayudándola, completamente sereno hasta que el médico le puso a su hija en los brazos.


Entonces, mudo de emoción, sólo pudo mirar a Paula con lágrimas en los ojos.


—Es tan pequeña, tan indefensa… como un cachorro —murmuró cuando por fin pudo hablar.


—Deberíamos llamarla Olivia —sugirió Paula.


—Olivia… bonito nombre. Pero Miranda y Daniela están esperando noticias…


—¿Te importaría llamar también a Clara y Simone? Dijeron que podíamos llamarlas a cualquier hora del día o de la noche.


—Ahora mismo. Quiero contarle a todo el mundo que soy padre —sonrió Pedro, poniendo a la niña en sus brazos—. ¿Te he dicho que te quiero, Paula? —susurró, besando su frente.


—Con cada palabra de ánimo, mi amor —ella tomó su mano y besó la palma, donde le había clavado las uñas—. Y, sobre todo, cuando lloraste.


Pedro miró a su mujer que, agotada, empezaba a cerrar los ojos.


—Te prometo que no hay un solo hombre en la tierra que se sienta más amado, más bendecido que yo en este momento —le dijo, bajito, para no molestarla.



Fin







MI ERROR: CAPITULO 24





Cuando sonó el timbre, Paula apagó el secador.


—Seguro que son los de la mudanza pidiendo una taza de café. ¿Puedes abrir, Daniela?


—Sí, claro.


Paula se pellizcó las mejillas para darles un poco de color y se puso unos pendientes. Y entonces se dio cuenta de que todo estaba en silencio.


—¿Daniela?


—Tu hermana se ha ido con Miranda a comer.


Paula se dio la vuelta, sobresaltada. Pedro estaba en la puerta de la habitación, mirándola.


—En el mensaje decías que querías verme para hablar del futuro.


—Pero si lo envié hace dos segundos…


—Estaba abajo.


—Pero el piso está vacío. Lleva semanas vacío…


—No, ya no. Acabo de tomar posesión de mi última adquisición. ¿Para qué querías verme, Paula?


—¿Has comprado el piso de abajo?


—En realidad, he comprado toda la casa —contestó él, impaciente—. Toda menos este piso. ¿Te molesta?


—Depende de la razón. ¿Piensas venirte a vivir aquí?


—Sí… no… —Pedro sacudió la cabeza—. Mira, si quieres que hablemos del divorcio…


—¿Qué? No, no —Paula tomó una bolsa de seda de la cómoda—. Toma, es para ti.


—¿Qué es?


—Ábrelo y lo verás.


Encogiéndose de hombros, Pedro se aflojó la corbata y colocó la bolsa sobre la cama. En cada compartimento de la bolsa había una barrita de plástico. Cada una, ligeramente diferente a la anterior. Él nunca había visto una de cerca, pero no había que ser un genio para adivinar lo que eran. Lo que no entendía era qué hacía Paula con ellas. Hasta que vio la última. Donde decía una sola palabra.


Embarazada.


Pensaba que sabía lo que era el dolor, que sabía de cuántas maneras podía partirse un corazón. Pero en aquel momento supo que no era así.


—Oh, amor mío… —Pedro cayó de rodillas, abrazado a su cintura—. ¿Qué has hecho?


—¿Yo?


—¿Ha sido un donante? ¿Estabas tan desesperada?


—No… no lo entiendes, Pedro. Esto es un milagro. Tú pediste uno, ¿te acuerdas? Para mí —Paula se puso de rodillas para mirarlo a los ojos—. Es tu hijo, Pedro. Nuestro hijo.


—¿Nuestro hijo? —repitió él, confuso—. Pero yo no…


—Pensé que el médico te había dicho que la vasectomía era irreversible. Que no se podía hacer nada.


—No. Él hizo lo que pudo, pero me advirtió que no podía garantizarme nada.


—Habríamos tenido alguna oportunidad si yo no hubiera estado tomando la píldora durante los últimos tres años, ¿no te parece? —sonrió Paula.


—Pero… tú querías un hijo. ¿Por qué tomabas la píldora?


—Vi tu cara, Pedro. No tenías que decirme que no querías hijos. Pasé veinticuatro horas sola en una isla acostumbrándome a la idea. Y, al final, decidí quedarme contigo. No por dinero ni por seguridad, sino porque te quería.


—Yo no sabía…


Paula lo interrumpió con un beso.


—Ya lo sé.


—¿Dejaste de tomar la píldora cuando te fuiste de casa?


—Ya no la necesitaba —sonrió ella—. No pensaba acostarme con nadie más.


—Y espero que siga siendo así —dijo Pedro, apartándose luego para mirarla a los ojos—. ¿Nuestro hijo?


Pedro, los niños necesitan padres que los quieran. Sé que esto no era lo que tú deseabas y quiero que sepas que puedo hacerlo sola…


—No tendrás que volver a hacer nada sola, Paula. Tienes razón, esto es un milagro. Pero el mayor milagro no es que me quisieras lo suficiente como para quedarte, sino que encontrases valor para dejarme. Para obligarme a reconocer la verdad. Te quiero, Paula Chaves y quiero a nuestro hijo. ¿O vas a decirme que yo no soy el primero, que tu hermana sigue siendo lo más importante?


—Fue Daniela quien me pidió que te llamara.


—¿En serio?


—Y te advierto que está planeando unas Navidades de película.


—Si estoy contigo me da igual pasar las Navidades en una tienda de campaña en el desierto. Pero mi plan es restaurar la casa poco a poco. Hacerla tan acogedora que te enamores de ella.


—¿Y la casa de Belgravia?


—¿Volverías allí?


—Prefiero una tienda de campaña.


—Entonces, es historia.


—¿Estás seguro?


—No he estado más seguro de nada en toda mi vida. Ojalá pudiera borrar los últimos tres años para empezar de nuevo…


—¿Lo dices de verdad?


—Con todo mi corazón.


Seguían de rodillas en el suelo, cara a cara, y Paula tomó la suya entre las manos.


—Yo, Paula Chaves, te acepto, Pedro Alfonso, como esposo, para amarte y honrarte. En la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe…


Sus ojos se llenaron de lágrimas cuando Pedro repitió la promesa que había hecho tres años antes:
—A partir de este momento —musitó, buscando sus labios— y hasta el fin de nuestros días.







MI ERROR: CAPITULO 23




Paula, sentada en el borde de la bañera, miraba el artilugio que tenía en la mano. Aquella palabra.


Embarazada.


A su alrededor, el mundo seguía adelante. Los ruidos en el piso de abajo, un motorista pasando a toda velocidad por la calle, un niño llorando en alguna parte…


—¿Paula? —la llamó Daniela, nerviosa—. ¿Puedo entrar? —sin esperar respuesta, entró en el cuarto de baño y dejó escapar un suspiro—. Odio decir esto, pero…


—No puede ser.


—Oh, Paula… —Daniela la abrazó—. No pasa nada, de verdad.


—No, no, es imposible.


Ella quería que fuese cierto, anhelaba que lo fuera con toda su alma. Pero no podía ser.


—Tendría que ser un milagro.


Pedro había suplicado uno. Por ella, pensó. Pero nada había cambiado para él.


—Podría ser un error —dijo Daniela, como si estuviera hablando con una niña—. ¿Por qué no compramos otro? De otra clase, de los antiguos.


Una hora después estaban rodeadas de cajitas vacías y todas las pruebas daban el mismo resultado: puntitos rosas, rayitas rosas.


Embarazada. Embarazada. Embarazada.


—Queda uno —dijo Daniela.


—No creo que consiga una gota más.


—¿Y entonces qué? ¿Estás dispuesta a aceptar que es verdad? No es tan horrible, mujer. Y nuestros hijos serán casi gemelos.


—Tú no lo entiendes…


—Yo creo que sí. Rechazaste a Pedro por mi culpa, ¿verdad? Aunque estás loca por él.


—No.


—Entonces, ¿por qué no ha venido a verte?


—Porque está ocupado.


—Si ni siquiera te llama por teléfono…


Paula, incapaz hablar, negó con la cabeza.


—Me marcho a Sudamérica después de Navidad, pero no creo que pueda irme y dejarte sola ahora.


—No seas boba. Yo sé cuidar de mí misma.


—No estoy tan segura. No, vamos a hacer un trato: llama a Pedro o Miranda tendrá que encontrar a otra que le haga los recados.


—Daniela… —Paula tomó su mano—. Tú sabes que yo nunca te dejaría, ¿verdad? Que siempre estaré aquí.


—Sí, Paula, lo sé. Bueno, ¿a qué estamos esperando? Llama a Pedro picapiedra y dile que, le hayan dado un cortecito o no, va a ser papá.



***


Pedro había usado el trabajo desde la época del colegio para olvidar el vacío de su vida. Y, por primera vez, no estaba funcionando.


Había dejado de ir a la oficina, encargando de todo a sus jefes de sección con la excusa de que tenía que reformar la casa de Camden.


Cuando vio el piso en venta le había parecido una señal. 


Qué iba a hacer con él, aún no lo tenía decidido. Pero entonces Daniela apareció y todo le pareció tan simple… Lo convertiría en un apartamento para Daniela y él sería un amigo, un padre…


Estúpido.


Con las llaves en la mano, las habitaciones vacías riéndose de él, no era capaz de hacer que nada le importase.


Entonces sonó su móvil para advertirle de que tenía un mensaje de texto. Su primera reacción fue ignorarlo, pero había gente que dependía de él, de quien era responsable. 


De modo que lo sacó del bolsillo y leyó el mensaje. No se le había ocurrido que aquel día pudiese acabar peor, pero así era.






sábado, 4 de julio de 2015

MI ERROR: CAPITULO 22




Paula empezó, de forma irracional, a odiar el timbre. No por quien pudiera ser, gente de la cadena, su representante, que no parecía entender la palabra «no», sino por quien no era.


¿Se podía ser más tonta?


Primero dejaba a Pedro porque era un marido frío y luego, cuando él le desnudaba su alma y admitía que estaba dispuesto a olvidar sus miedos para darle lo que quería, volvía a rechazarlo, poniendo a su hermana por delante. Le había dejado bien claro que él era el segundo y ningún hombre soportaría eso. Especialmente un hombre como Pedro Alfonso.


Paula levantó el telefonillo.


—¿Quién es?


—Soy Miranda. ¿Puedo subir?


Paula pulsó el botón. Nunca podría sustituir a Pedro, pero su hermana respiraba el mismo aire, hablaba con él, podría decirle cómo estaba…


—Bonito sofá —sonrió Miranda, entrando en el salón con uno de sus espectaculares conjuntos—. Muy llamativo. Pedro me dijo que tu apartamento tenía cierto encanto…


—¿Ah, sí? ¿Y qué más te dijo?


—Pensé que ese comentario estaba influido por la pasión, pero es verdad. Claro que lo que deberías hacer es reformar la casa de Belgravia, convertirla en un hogar. El piso de arriba podría ser un apartamento para Daniela. Allí hay mucho más sitio para una cuna…


Ah, claro, estaba siendo irónica.


—¿Se puede saber qué quieres, Miranda? —la interrumpió Paula, irritada.


—Nada, es con tu hermana con quien quiero hablar —contestó ella, volviéndose hacia Daniela—. Te vi en televisión el mes pasado. Tienes la misma sonrisa que tu hermana y, casi con toda seguridad, el resto de ti empezará a parecerse a ella dentro de poco. La maternidad puede hacer maravillas, tengo entendido. Soy Miranda Alfonso, la hermana de Pedro.


Pedro Picapiedra y Cruella de Ville —replicó Daniela—. Bonita pareja.


Miranda soltó una carcajada.


—Una Paula con mal genio. Me encanta, vamos a llevarnos bien.


Daniela y Miranda, por increíble que pudiese parecer, empezaron a charlar animadamente mientras Paula hacía un café. Pero cuando volvió al salón con la bandeja y abrió las ventanas su hermana protestó:
—¿Quieres matarnos de frío, Paula?


—¿No tenéis calor?


—¡No!


—Ah, pues no sé… a lo mejor he pillado un virus o algo.


—Sí, tienes los mismos síntomas que Pedro —dijo Miranda.


—¿No se encuentra bien?


—Nada que una noche de sueño no pudiese curar. ¿Por qué no te echas un rato?


—Estoy bien… —empezó a decir Paula. Pero el olor de la leche caliente la hizo ir corriendo al baño. Y se negó a dejar que Miranda o su hermana la atendieran—. Estoy bien, en serio. Debe de ser algún virus de ésos que andan por ahí. Voy a tumbarme un rato.


Miranda seguía allí cuando salió de la habitación una hora después, ligeramente mareada de la siesta y muerta de hambre.


—¿Y esa pizza?


—La hemos pedido por teléfono.


—Ah, espero que tenga anchoas.


—¿Qué pasa con vosotros dos y las anchoas? —suspiró Miranda.


—¿Anchoas? Pero si tú las odias —dijo Daniela, sorprendida.


—Es que me apetece algo salado —respondió Paula, engullendo un trozo de pizza—. ¿Qué? ¿Por qué me miráis así?


Daniela y Miranda sacudieron la cabeza al unísono.


—Me he involucrado en un proyecto para niños del Tercer Mundo —dijo Miranda entonces—. Por lo visto, después de tu excursión al Himalaya la gente ha protestado y a los políticos no les gustan las críticas. Hay que hacer algo, la cuestión es qué.


—¿Quieres ideas?


—Yo había pensado en algo más que eso, si quieres que te sea sincera. Lo que necesito es alguien que le enseñe al mundo cómo están las cosas. Un embajador de los niños de la calle, por así decir. Y, con tus credenciales, tú pareces la elección más acertada.


—Miranda quiere que vaya con ella —dijo Daniela entonces—. Como su ayudante.


—Pero estás embarazada.


—¿Y qué? Estamos en el siglo XXI, las mujeres embarazadas trabajan. Vamos a ir a Sudamérica, a Oriente…


—¿Qué?


—Yo cuidaré de ella, Paula —dijo Miranda.


—¿Ha sido idea tuya?


—¿Crees que Pedro está detrás de esto? Te lo aseguro, me ha prohibido expresamente pedirte ayuda.


—Ah —Paula se sentía como un neumático sin aire. Era como lo del timbre. Sabía que no podía ser él y, aun así, seguía esperando.


—Por favor, di que sí —le suplicó su hermana.


Paula lo pensó un momento. Daniela deprimida e irritable tumbada en el sofá todo el día o con un trabajo nuevo, un futuro por delante…


Y no solo Daniela. También era una oportunidad de hacer algo importante para ella.


—En fin, supongo que lo mejor será que vayas a solicitar un visado.



****

—¿La has visto? ¿Cómo está?


—Un poco cansada, la verdad —Miranda se tumbó en el sofá de la biblioteca—. Algún virus, seguro. ¿Sabes que el piso de abajo está en venta?


—Ya no.


—¿Lo has comprado tú?


—Sí.


—¿Y ella lo sabe?


—Aún no. Y también he comprado los otros dos —dijo Pedro entonces.


—¿Estaban en venta?


—Todo está en venta cuando uno ofrece la cantidad adecuada.


—¿Y tu plan es…?


—No tengo ni idea, si quieres que te diga la verdad.


—Cuando me haya llevado a Daniela a Sudamérica no habrá moros en la costa —sonrió Miranda—. Puedes mudarte al piso de abajo y perseguir a la señorita… invitarla a pizza. Pero que tenga anchoas.


—Paula odia las anchoas.


—¿Ah, sí? Pues quién lo diría. En fin, piénsatelo, ¿quieres?



****


—¿Se puede saber qué está pasando abajo? —preguntó Paula.


El ruido la estaba volviendo loca. No, todo la estaba volviendo loca. Incluyendo que su apartamento, que ella quería minimalista, hubiera sido invadido por un duende de la Navidad en forma de Daniela. Y que todo aquello sobre lo que se pudiera poner un adorno tenía un adorno, una bombilla, una guirnalda…


Que el congelador estuviera lleno de comida que la ponía enferma sólo con mirarla.


Que lo único que quisiera hacer fuera tumbarse en una habitación con las cortinas echadas…


—Los inquilinos del piso de abajo se mudan hoy —le informó Daniela.


—¿Qué es eso? —preguntó Paula al ver que su hermana llevaba un paquete en las manos.


—Un regalo de Navidad por adelantado. Algo que podría resultarte útil.


Paula se incorporó en la cama, pensando que no debía ser tan gruñona. Al fin y al cabo, Daniela merecía tener una Navidad feliz.


—Qué detalle, muchas gracias —besó a su hermana antes de rasgar el papel de regalo, pero arrugó el ceño al ver la cajita que había dentro—. ¿Qué es esto?


—Una prueba de embarazo. De última generación; ni siquiera tienes que buscar un puntito rosa. Directamente dice: Embarazada o No embarazada. ¿A que mola?


Paula tragó saliva. No molaba nada.


—Yo no estoy embarazada.


—Te encuentras mal todo el tiempo, no tienes apetito, estás agotada, tienes sueño… y en el armario de la cocina hay suficientes latas de anchoas como para que te duren toda la vida. Y ayer te pillé metiendo los dedos en el frasco de los pepinillos —sonrió Daniela—. Por no hablar de que te pones verde cuando hueles la leche. Hace dos meses, ésa era yo. Salvo por los pepinillos.


—A mí me gustan los pepinillos.


—¿Te duelen los pechos? He notado que últimamente no te pones sujetador.


—Sí, bueno, pero…


—Pero nada. Deja de poner excusas, Paula. Tienes que dejar de esconderte y admitir la verdad: estás preñada. O sea, en cristiano, que te han metido un gol.


—No, cariño —Paula apartó un mechón de pelo de su frente—. Tú no lo entiendes. No puedo estar embarazada.


—Pues lo disimulas muy bien.


—Es un virus. Algo que debí de pillar cuando estuve de viaje.


—No, Paula…


Pedro no puede tener hijos. Se hizo una vasectomía hace años.


—Ah, entonces alguien ha ido por ahí haciendo cosas malas.


—¡Oye!


—Era una broma —Daniela señaló la cajita—. El cuarto de baño es por ahí. ¿Quieres que te lea las instrucciones?


—Esto es una bobada…


—¿Ah, sí? Pues demuéstramelo.






MI ERROR: CAPITULO 21





—Deberías acostarte temprano —dijo Paula.


Daniela estaba tumbada en el sofá que ella misma había elegido, de terciopelo fucsia, no tan práctico pero más alegre que el de seda marrón que había elegido Paula, viendo la televisión.


—¿Acostarme temprano? ¿Por qué? No soy una niña pequeña.


«Entonces deja de actuar como si lo fueras», pensó Paula. 


«Crece de una vez. Yo he tenido que hacerlo, Pedro ha tenido que hacerlo».


Pero se contuvo. Aquello era culpa suya. Si hubiera estado allí, si hubiera luchado con los asistentes sociales para exigir derechos de visita quizá todo hubiera sido diferente.


Y si no hubiera pensado sólo en sí misma aquel día, poco a poco podría haber construido una nueva relación con Pedro


En lugar de eso, Daniela, egoísta, necesitada, desesperada, la había obligado a elegir entre Pedro y ella. No sabía que ya la había elegido cuando dejó a su marido.


Pedro se lo había puesto fácil, mucho más de lo que pensaba, dejando claro que no volvería a llamarla durante algún tiempo, poniendo como excusa su trabajo…


—No he dicho que seas una niña, pero mañana es mi último día en el programa. Y me gustaría que fueras conmigo.


—¿Qué? —Daniela se mostró emocionada durante un segundo, pero enseguida arrugó el ceño—. No, no… mira qué pelos tengo.


—Las chicas de peluquería se encargarán de arreglártelo.


—¿Y qué me pongo? ¿Me prestas uno de tus…? No, déjalo. Tú no quieres que vaya.


—Claro que sí. Quiero que todo el mundo sepa que tengo una hermana.


—¿Para demostrar lo caritativa que eres? No, gracias.


Paula, irritada, la obligó a levantarse del sofá. Sabía por qué lo estaba haciendo. Sabía que se sentía culpable por haber destrozado su vestido y ésa era su manera de esconderse.


—Ven conmigo.


—¿Dónde?


No había vuelto a entrar en el vestidor y el conjunto de Balenciaga, hecho trizas, seguía en el suelo. Allí estaban todos sus vestidos, colgados ordenadamente en perchas de madera. Había regalado muchos durante los últimos días, pero había conservado los que representaban algo especial para ella.


Paula pasó la mano por las perchas y tomó uno negro de lentejuelas, sin mangas. Nunca volvería a ponérselo. Lo había guardado porque tenía buenos recuerdos.


—Me lo puse para la entrega de premios el primer año. Entonces no me habían nominado, sólo era una famosilla más, invitada para hacer bulto.


Tomando las tijeras, empezó a cortarlo; las piezas de tela cayeron al suelo junto con los jirones de seda del vestido de Balenciaga. Sin hacer caso del gemido de Daniela, hizo lo mismo con otro vestido y otro, y otro… contándole cuándo se los había puesto, en fiestas, galas, aniversarios… Cuando llegó al último, su hermana tenía los ojos llenos de lágrimas.


Una sencilla túnica de seda gris era el primer vestido de diseño que había comprado en su vida: un Chanel clásico. 


Era el que llevaba el día que conoció a Pedro. Destrozar aquél iba a ser más difícil, pero sería un símbolo, una promesa a su hermana, aunque ella no pudiese entenderla, de que nada se interpondría entre la dos otra vez.


—No, por favor —dijo Daniela entonces—. No lo hagas —cayendo al suelo de rodillas, tomó los jirones de seda como si pudiera reunirlos de nuevo—. Lo siento mucho, Paula. Lo siento mucho, de verdad…


—Sólo es un vestido —suspiró ella, soltando las tijeras—. Lo que quería que entendieras es que tú eres más importante. ¿Me crees?


—Parecías una princesa esa noche —Daniela estaba secándose las lágrimas con el dorso de la mano—. Yo estaba fuera, en la puerta del hotel, esperando cuando llegaste. No pensaba meterme en tu vida, pero quería verte y cuando saliste del coche…


—Estaba muy nerviosa.


—Qué va, estabas muy guapa. Y luego me miraste y tiraste un beso. Pero no sabías que yo estuviera allí…


—Estaba pensando en ti.


—¿De verdad?


Y en Pedro.


No, no debía pensar en él. Nunca se perdonaría a sí misma por lo que le había hecho, pero Pedro era fuerte. Le dolería, pero sobreviviría sin ella.


Daniela no.


—Pensé que podrías estar viendo el programa. Y esperaba que pensaras que el beso era para ti.


—Debería haber confiado en ti, pero pensé…


—Sé lo que pensaste —la interrumpió—. Te defraudé una vez, no estuve a tu lado cuando me necesitabas, pero eso no volverá a ocurrir. Pase lo que pase, hagas lo que hagas, te querré y estaré a tu lado. Y mañana encargaremos una lápida para tu padre, ¿te parece?


Daniela le echó los brazos al cuello y estuvieron así un rato, sin decir nada, abrazándose la una a la otra entre las ruinas de sus vidas. Y Paula supo que aquella crisis había pasado. 


No la última, pero quizá sí la más grave.



* * *


Pedro se quedó en casa para ver el programa de Paula esa mañana. Las noticias, los periódicos, la entrevista a un taxista que había escrito un libro y a una mujer con cáncer que estaba haciendo campaña para que buscasen un nuevo tratamiento, el informe del tiempo…


Los ingredientes usuales de su programa; Paula, el pegamento que lo unía todo con su encanto, su carisma y una fuerza que a él le había pasado desapercibida hasta entonces. O quizá fuera nueva. Algo que había encontrado en las cordilleras del Himalaya. Algo que le hacía amarla aún más. Sólo esperaba que su hermana entendiese lo afortunada que era.


Aquél era su último día en el programa y el editor había hecho un montaje de los mejores momentos: el primer día, cuando hizo aquel torpe informe del tiempo que la convirtió en una cara conocida, su entrevista al secretario general de Naciones Unidas, Paula sobre un autobús de dos pisos, Paula con la gota de sangre cayendo por su rostro en el Himalaya…


Pedro pensó que pondrían los títulos de crédito sobre esa imagen, pero la cámara volvió a enfocarla a ella en el plató.


Paula Chaves tenía algo especial delante de una cámara, pero aquel día era algo nuevo, algo más. Una madurez que no tenía nada que ver con su nueva imagen. Había aprendido por fin a creer en sí misma e Pedro se encontró sonriendo.


—He sido parte de este programa de una forma o de otra durante nueve años —empezó a decir—. Y, a pesar de todo lo que han visto, lo único que he aprendido es que esto no es sobre mí sino sobre ustedes, la gente que ve el programa cada día. Es sobre ustedes, sobre sus vidas —la cámara se acercó un poco más—. Hoy, como saben, es mi último día en este plató y quiero usar los últimos minutos para hablar de mí. Bueno, en realidad no sólo de mí. Voy a contarles la historia de dos niñas…


Pedro se levantó del sillón mientras Paula le contaba al mundo la historia de su vida. Mientras hablaba de los horrores que había vivido, pero también del amor.


Cuando terminó, se volvió para sonreír a alguien y la cámara enfocó a Daniela sentada a su lado.


El público y los técnicos se quedaron en silencio un momento y luego todo el equipo entró en el plató, aplaudiendo, para abrazar a Paula y a su hermana.


Pedro no podía apartar los ojos de ella, incluso cuando la puerta se abrió y Miranda entró en la biblioteca.


—Yo también estaba viendo el programa. Es asombrosa tu Paula, ¿no?


—No es mía.


Sólo durante unos momentos inolvidables el día anterior, cuando la verdad los había hecho libres. Cuando pronunciaron palabras que habían estado guardadas bajo llave durante tres años.


Hasta el día de su muerte recordaría su voz cuando le dijo «Te quiero».


—Pero sí, es asombrosa —consiguió decir, con un nudo en la garganta.


—Yo estaba tan segura de que te haría daño… Pensé… pensé que sólo quería tu dinero, pero no es así. No la dejes escapar, Pedro.


—Su hermana la necesita más que yo.


—Pero Paula te necesita a ti —insistió Miranda—. Todos necesitamos a alguien, una roca a la que agarrarnos cuando las cosas van mal. Su hermana se recuperará, Pedro.


—Algún día.


Daba igual. La semana siguiente, el año siguiente, él estaría allí si Paula lo necesitaba. Siempre estaría allí.


—¿Qué va a hacer la hermana ahora?


—Le dije a Paula que tú podrías conseguirle un trabajo.


—Ah, gracias. En serio, por creer en mí. Por cuidarme, por salvarme —de repente, su antipática y severa hermana pequeña se quedó sin palabras—. Hablaré con ella. Le preguntaré qué le gustaría hacer.


—Es frágil —le advirtió Pedro.


—No la romperé. De hecho, puede que le resulte más fácil hablar conmigo que con su hermana —Miranda miró la pantalla, donde Paula sonreía con un ramo de flores en la mano—. ¿Qué va a hacer ella ahora?


—No tengo ni idea. Me habló sobre un documental sobre adopciones y yo sugerí que formase su propia productora.


—No la veo dirigiendo una productora, pero ¿quién sabe? Esperaré un par de semanas antes de hablar con Daniela, les daré tiempo para que se aburran de jugar a las familias felices. Pero tú no metas la pata enviándole flores o correos de ánimo, ¿eh?


—Si eso es psicología inversa, has elegido al hombre equivocado.


Nada de flores, nada de correos.


Sólo el silencio.