martes, 2 de junio de 2015

EL HIJO OCULTO: CAPITULO 14






Mientras Benjamin jugaba felizmente con sus coches de carreras en el suelo de la cocina, Paula preparaba la cena con nerviosismo.


Pedro sospechaba algo. No podía ser de otra manera. No podía ser pura coincidencia que él estuviera allí. Martinstead era un lugar apartado y sólo había una carretera para llegar allí. Los visitantes tenían que entrar y salir por la misma carretera. 


¿Y quién podía haberle dicho que ella estaba allí? Julian, no. Ella estaba segura de su discreción.


Tras llevar dos platos de salchichas, guisantes y puré de patata a la mesa, se volvió y le dio un gran abrazo a Benja. Necesitaba abrazarlo para confirmarse que Pedro no era una amenaza para su vida.


—Te he preparado tus salchichas favoritas porque te quiero —dijo ella, y permitió que el pequeño escapara de sus brazos y se sentara. Lo besó en la frente y se sentó en la otra silla.


Hacía años que no sentía tan pocas ganas de comer, pero se esforzó para dar algunos bocados. Tenía que ser un buen ejemplo para Pedro.


¿Y qué clase de ejemplo era un hombre despiadado como Pedro para su hijo?


En ese momento, tomó una decisión. Pedro no tenía ninguna prueba de que Benjamin fuera su hijo y, mientras ella lo negara, podría hacer poco al respecto. Si lo intentaba, le demostraría que no podría intimidarla y lucharía contra todo lo que se interpusiera en su camino...


Paula miró el reloj. Eran las seis y cuarenta y cinco... Pedro llegaba tarde. Retiró los platos de la mesa y los fregó mientras Benjamin la acribillaba a preguntas sobre Pedro y su coche y sobre cuándo iba a regresar. El muy canalla nunca regresó cuando le prometió a ella que lo haría. Entonces, ¿por qué iba a mantener la promesa que le había hecho a su hijo? Benjamin se quedaría un poco disgustado, pero se le pasaría.


—Bueno, Benja —dijo ella, arrodillándose junto a él en el suelo del salón. A las seis y media lo había convencido para que se relajara y viera un rato la televisión—. Es la hora del baño, del cuento y de acostarse.


—¿Y el paseo en coche? Tu amigo me lo prometió.


Su mirada de decepción le llegó al corazón. Era tan pequeño e inocente...


—Debe de haberse retrasado. A lo mejor viene otro día.


—¿Tú crees?


—Estoy segura —dijo ella, y puso una sonrisa al ver que Benja se ponía en pie contento.


—¿Puedo meter el barco en la bañera? —preguntó Benjamin, justo cuando sonaba el timbre.


«Maldita sea», pensó ella. Pero Benja ya estaba corriendo hacia la puerta.


Paula lo siguió y abrió la puerta. Pedro estaba esperando al pequeño con una sonrisa.


—Has venido. Mamá dijo que lo harías.


—Tu madre me conoce bien. Y tengo una sillita en el coche, así que si ella está de acuerdo podemos ir a dar el paseo ahora.


—Llegas tarde —soltó Paula enfadada. Al verlo le había dado un vuelco el corazón porque estaba igual de atractivo que siempre—. Benja se acuesta a las siete y media.


No le sorprendía que Pedro hubiese conseguido una sillita. Lo que le sorprendía era que fuera de último modelo y que estuviera colocada en el asiento delantero. No estaba segura de si era legal que un niño viajara en el asiento delantero, pero cuando trató de decírselo a Pedro él le contó que en la tienda le habían dicho que no pasaba nada.


—Será mejor que sea un paseo corto —dijo al fin.


Quince minutos más tarde, estaba sentada en el asiento trasero del coche, arrepintiéndose en silencio. Nada más subirse, Pedro les había demostrado cómo se quitaba la capota. Suponía que debería estarle agradecida por haberla vuelto a cerrar, pero lo único que sentía era miedo. Benjamin estaba encantado con su nuevo amigo y ella se preguntaba qué trampa le estaría guardando el destino.


Pedro le explicaba a Benjamin cómo se debía conducir. Ella deseaba decirle que el niño sólo tenía cuatro años y, ya de paso, que fuera más despacio. Pero sabía que no serviría de nada. Se había olvidado de que a Pedro le gustaba conducir a toda marcha.


Al mirar por la ventanilla se percató de que estaban en Bowesmartin. Normalmente, tardaba treinta minutos en llegar allí, pero Pedro había recorrido el mismo trayecto en la mitad de tiempo.


Minutos más tarde, Pedro detuvo el coche en un semáforo frente al hospital Bowesmartin Cottage y ella oyó que Benja le contaba a Pedro:
—Aquí estuve cuando me rompí el brazo y el médico me dijo que había sido muy valiente. Mi madre me tuvo aquí, y yo soy un bebé milagro porque tenía un mellizo, pero murió antes de que yo naciera.


Paula cerró los ojos y empalideció.


—Eso es muy interesante, Benjamin —oyó que le decía Pedro.


Ella abrió los ojos y vio que él la miraba a través del espejo retrovisor.


—¿Cosas de críos, Paula? —se mofó él y la expresión de triunfo que había en su mirada la dejó de piedra.


—No soy un crío. Tengo casi cinco años y soy un niño mayor —dijo Benja. Por fortuna, Pedro volvió a centrarse en el pequeño.


Paula miró por la ventanilla mientras Pedro continuaba conduciendo.


Ella había vivido con su tía Irma durante dos meses después de contarle su desastrosa aventura amorosa y el aborto que había sufrido. Durante ese tiempo había ido a visitar al médico de cabecera para decirle que a pesar de haber sufrido un aborto siete semanas antes, seguía sintiendo náuseas. No recordaba el nombre del hospital de Londres, sólo el nombre del doctor Norman. Y no consideraba necesario mencionar a Pedro ni al doctor Marcus, aunque sí que había estado preocupada por haberse marchado de Londres sin haberse hecho el legrado.


Paula todavía recordaba la sorpresa que se había llevado después de que el médico le hiciera algunas preguntas y le hiciera un reconocimiento médico y una ecografía. Él le dijo que estaba embarazada de dieciséis semanas y que el bebé estaba bien. No tenía de qué preocuparse. Era algo que no solía ocurrir con frecuencia. Se había quedado embarazada de mellizos y había perdido sólo uno.






EL HIJO OCULTO: CAPITULO 13




Pedro agarró el volante con fuerza y condujo a gran velocidad por la estrecha carretera que llevaba a Weymouth. 


No esperaba encontrarse con Paula. Simplemente había parado en la oficina de correos para preguntar cómo se llegaba a Peartree Cottage y acababa de subirse al coche cuando vio a Paula caminando por la acera de enfrente.


Ella llevaba una chaqueta de lana de color rojo, una falda negra corta, mallas negras y unas botas. Con el cabello claro recogido en lo alto de la cabeza y con el rostro sin maquillar, estaba despampanante y sexy. Después, él se fijó en el niño que llevaba de la mano y, aunque más o menos lo esperaba, se quedó helado. El niño se parecía mucho a las fotos de sí mismo cuando tenía esa edad...


Benjamin era hijo suyo. Apostaría su vida por ello. Pero no tenía sentido...


La semana anterior lo había sospechado al mirar la fotografía. Lo primero que había hecho al llegar a Londres fue contactar con Marcus y quedar con él al día siguiente para cenar. Durante la cena, Pedro le preguntó sobre el aborto sin mencionar que Paula tenía otro hijo. ¡No quería parecer un paranoide! Marcus le confirmó que no había duda alguna acerca de que Paula hubiera perdido el bebé. Él había hablado con el doctor Norman y había leído los informes médicos. El sexo del bebé no estaba determinado. 


Después, tras haber bebido más de la cuenta, Marcus regañó a Pedro por haber dejado escapar a una mujer encantadora y comentó que ella había cancelado la cita que tenía en su clínica, algo que no era de extrañar dadas las circunstancias.


Pedro no había hecho ningún comentario al respecto. No había ningún motivo para que Marcus se enterara de que las cosas habían salido de otro modo. Su ego ya había sufrido bastante en lo que a Paula se refería. Pedro llevó a su amigo a casa y al día siguiente trató de hablar con el doctor Norman, quien desgraciadamente había fallecido hacía algún tiempo.


¿Era posible que los médicos se hubieran equivocado?


¡Así debía de haber sido! De algún modo, Paula había mentido y había conseguido convencerlos de que había abortado. La expresión de pánico y miedo que tenía en la mirada cuando se encontró con él era la misma que él había visto en el baile de la embajada, donde empezó a sospechar que ella ocultaba algo.


Estaba ocultándole a su hijo... Si él estaba en lo cierto, ella tenía motivos para tener miedo, y prometía que la haría sufrir por cada día que no había permitido que estuviera presente en la vida de Benjamin.






EL HIJO OCULTO: CAPITULO 12




—¿Se ha portado bien? —le preguntó Paula a su amiga Kathy, sujetando a Benja mientras él tiraba de ella calle abajo.


—Estupendamente. Ha jugado con Emma sin problema.


Paula vivía a las afueras de Martinstead y enseñaba en el colegio de chicas del pueblo de al lado. Kathy, su amiga y compañera de casa en sus días de estudiante, la había ido a visitar cuando nació Benjamin y terminó casándose con el veterinario de la zona. Su hija era dieciocho meses más pequeña que Benja, y Kathy lo recogía del colegio y se quedaba con él hasta que Paula regresaba del trabajo una hora más tarde.


—Gracias. No sabes cómo te agradezco que cuides de él. La semana que viene hay vacaciones, menos mal. Ya sólo quedarán seis semanas para que mi tía Irma regrese de su viaje, ¿te parece bien?


—Deja de preocuparte, Paula. No hay problema. Ahora vete. Hace frío aquí fuera.


—Está bien —Paula se rió y se despidió de ella.


Su tía se había ido de vacaciones a Australia y cuatro días después, Paula ya se había percatado de lo mucho que había dependido de su tía para que la ayudara con Benja durante los últimos años. Había estado junto a Paula cuando dio a luz, y después cuidó de Benjamin mientras su sobrina se formaba como profesora.


Cuando Benjamin comenzó el colegio en el mes de septiembre. Paula animó a su tía para que se marchara durante dos meses a visitar a su vieja amiga en Australia. Su tía Irma se merecía un descanso. Quería mucho a Paula y siempre la había apoyado en todo.


Paula miró a su hijo. Eran afortunados.


Ser profesora era una ventaja para una madre soltera. Tenía las mismas vacaciones que su hijo y la siguiente semana podría relajarse con Benja.


Iban a redecorar su habitación y Benjamin no estaba seguro de si prefería un papel con coches de carreras o dinosaurios.


—¡Mamá! ¡Mamá! —exclamó deteniéndose en la calle.


—¿Qué pasa, cariño? —preguntó ella.


—¿Puedo poner un coche como ése en mi pared? —estaba señalando a un coche que estaba aparcado en la acera de enfrente.


Ella se rió. Era un coche de suelo bajo con aspecto letal, ruedas grandes, color negro e ilegalmente aparcado frente a la oficina de correos


—Mamá, mamá... ¿podemos ir a ver qué coche es?


Pero Paula apenas oyó las palabras de Benja al ver que un hombre salía del coche.


Era alto y delgado y llevaba pantalones vaqueros y un jersey negro de cuello alto. Su aspecto era tan peligroso como el del coche...


Pedro Alfonso...


Paula lo observó paralizada mientras él cruzaba la calle y se paraba delante de ella.


—Paula, vaya sorpresa. Me pareció que eras tú, pero el niño me despistó al oír que te llamaba mamá.


Ella notó que se le aceleraba el corazón y trató de mantener la calma.


—Hola, Pedro —dijo con educación.


—No sabía que tenías un hijo. Nadie me lo dijo —Pedro la fulminó con la mirada y después se dirigió al pequeño—. Hola, jovencito. He oído que le decías a tu madre que te gustaba mi coche —sonrió a Benjamin—. Es el Bentley descapotable, último modelo.


—¡Vaya! ¿Eso significa que el techo se quita? —preguntó Benja con los ojos como platos.


—Sí, apretando un botón. ¿Te gustaría verlo por dentro? O, tengo una idea mejor, vamos a dar un paseo.


—No —soltó Paula, estrechando a Benjamin contra su cuerpo—. Sabe que no debe subirse al coche de un desconocido.


Pedro volvió la cabeza y la miró. La expresión de sus ojos hizo que se le helara la sangre.


—Admirable. Pero tú y yo no somos desconocidos, Paula. No hay nada de malo en que me presentes a tu hijo, ¿no crees?


«Lo sabe...», pensó ella. Después trató de que prevaleciera el sentido común. Quizá Pedro tuviera sospechas al respecto, pero no podía saberlo con seguridad... Y ella no pensaba decírselo.


Permaneció muy quieta y se humedeció los labios mientras pensaba las opciones que tenía.


—Benjamin —dijo mirando a su hijo—, éste es Pedro —tragó saliva—. Nos conocimos hace tiempo —no iba a mentir y a decir que era un amigo—. Di «hola».


Benjamin la miró asombrado y después miró a Pedro muy serio.


—Hola, Pedro. Soy Benjamin Chaves. Vivo en Peartree Cottage, Manor house lane en Martinstead.


Paula deseaba gritar. El año anterior había pasado semanas enseñando a Benjamin a decir su nombre y su dirección por si se perdía, y justo se lo estaba diciendo al único hombre que no quería que lo supiera.


—¿Ahora ya podemos ir a dar un paseo en el coche de este hombre, mamá? —preguntó su hijo con una sonrisa.


Ella negó con la cabeza, pero antes de que pudiera contestar intervino Pedro.


—Por supuesto que puedes, Benjamin. Os llevaré a casa.


—No, no lo harás. Es ilegal que un niño viaje en coche sin sillita, y dudo que tengas una o que ese modelo de coche permita ponerla —miró con disgusto hacia el monstruo negro—. Iremos caminando.


—Pero, mamá...


—Lo siento, hijo. Tu madre tiene razón.


Pedro la miró y ella vio cinismo en sus labios. Paula sintió que le daba un vuelco el corazón al oír que empleaba la palabra «hijo» de modo casual. Sospechaba que no era para nada casual...


Él lo sabía. Pero ella no tenía ni idea de cómo lo había descubierto. Y teniendo en cuenta que Pedro le había dicho que no quería tener un hijo, no comprendía por qué se estaba implicando en aquello.


—Sí, pero en el coche de mamá hay un asiento que puedes utilizar si vienes a casa con nosotros. ¿Puede usarlo, mamá?


—¿Qué? —miró a Benjamin y por una vez deseó que no fuera tan listo. Tenía una respuesta para todo y normalmente llevaba razón. «Igual que su padre», pensó ella, y entonces oyó que Pedro se reía.


—Buena idea, Benja, si es que tu madre está de acuerdo. 


Dos pares de ojos idénticos se posaron en ella a la espera de una respuesta.


Lo último que quería era que Pedro supiera que todavía tenía el coche que él le había comprado y deseaba decir que no. Sin embargo, mintió.


—No creo que sea buena idea. Es bastante difícil quitar y poner la sillita de mi coche. Además, se está haciendo tarde y tienes que cenar, Benjamin. Recuerda que tienes que acostarte a las siete y media —enumeró todas las excusas posibles—. Estoy segura de que el señor Alfonso es un hombre muy ocupado. Quizá en otro momento.


—No tan ocupado. Pero comprendo lo que dices sobre la sillita —dijo con sorna—. Tengo una idea —miró el reloj y sonrió a Benjamin—. Mientras vosotros os vais a casa para cenar, yo haré unas cuantas llamadas que tengo pendientes.
Volveré a las seis con una sillita y entonces podremos irnos a dar una vuelta. ¿Qué te parece?


—«Terrible», pensó Paula con amargura. Pero al ver la enorme sonrisa del rostro de su hijo no tuvo valor para decepcionarlo otra vez.


—Sí el señor Alfonso está seguro de ello, a mí me parece bien —mintió.


—Estoy seguro.


Él la miró con frialdad y ella tuvo la sensación de que no sólo se refería a lo del coche. Con un poco de suerte, no le resultaría tan sencillo encontrar una sillita en Dorset a las cuatro y media de la tarde de un viernes. Weymouth era el lugar más cercano donde vendían ese tipo de cosas y quizá Pedro abandonara la idea, o se perdiera...


Lo último sería lo mejor.


—Volveré, Paula. Cuenta con ello.


Su tono era grave y amenazante y ella deseó agarrar a su hijo y salir corriendo. Sin embargo, lo miró a los ojos y puso una sonrisa.


—Si tú lo dices...


Pedro le había dicho las mismas palabras cuando se marchó a Grecia al cumpleaños de su padre y, entonces, había mentido. Al recordar el pasado, ella decidió enfrentarse a él. 


Cinco años atrás, Pedro no había querido un hijo y, desde luego, no iba a tener al suyo...


—Créelo —dijo él, y alborotó el cabello de Benjamin con la mano—. Te veré a las seis, Benja —regresó a su coche y se marchó.





lunes, 1 de junio de 2015

EL HIJO OCULTO: CAPITULO 11




Pedro estaba sentado en una butaca de cuero negro en la central de Alfonso Corporation en Atenas. Sobre la mesa tenía una carpeta con documentación que le había entregado quince minutos antes Leo Kakis, su amigo y jefe de la empresa de seguridad que utilizaba a menudo.


¿De veras quería abrirla? Tenía un día muy ocupado y varias cosas importantes que hacer. Pero desde que había asistido al baile de la embajada en Londres, dos semanas antes, el ritmo de su vida se veía alterado. Y todo por Paula Chaves.


Pedro no podía concentrarse en su trabajo.


Y no le había propuesto matrimonio a Sophia. Más bien al contrario. Le había dicho que la relación no funcionaría y había regresado a Grecia al día siguiente. Uno de los motivos había sido que, desde que la vio en la fiesta, no había podido dejar de pensar en Paula. Era probable que Sophia y su padre no volvieran a dirigirle la palabra.


Cuanto más pensaba en la manera en que había reaccionado Paula aquella noche, más convencido estaba que se le escapaba algo. Tenía la sensación de que Paula trataba de engañarlo...


Su frialdad, la manera en que había continuado fingiendo que no se conocían, su manera de reaccionar cuando él la abrazó, y la mirada de pánico que percibió en sus ojos cuando paró la música y salieron de la pista de baile...


Ella había evitado volver a mirarlo durante el resto de la noche. Él lo sabía porque no había dejado de mirarla, y desde entonces no paraba de preguntarse por qué.


Ésa era su excusa para contratar a la agencia de seguridad de Leo...


Pero en realidad, ver a Paula le había provocado recuerdos que él creía que hacía mucho tiempo había olvidado. El más destacado, la sensación de estar dentro de su cuerpo caliente y húmedo y con sus fabulosas piernas alrededor del cuerpo.


Pedro hizo una mueca. Había sufrido un estado de casi continua excitación desde entonces, excepto cuando, desafortunadamente, después del baile acompañó a Sophia a su dormitorio, la tomó entre sus brazos ¡y su cuerpo no reaccionó!


Durante un instante pensó en insistir, en fantasear con Paula... Pero en ese momento, la incómoda verdad se hizo presente. Llevaba años mintiéndose a sí mismo. Nunca había disfrutado del sexo como lo había hecho con Paula, de hecho, durante los dos años siguientes a que ella se marchara, ¡no había tenido relaciones sexuales! Y respecto a las dos mujeres con las que había salido desde entonces, no podía estar seguro de si lo que había compartido con Paula tenía algo que ver con la mala calidad de las relaciones y su corta duración.


Fue entonces cuando decidió que el matrimonio con Sophia no funcionaría bien. Sophia era una amiga y no se merecía un marido que no sintiera pasión por ella. De ahí que rompiera con ella.


Pedro agarró la carpeta. Dentro estaban los detalles de la vida de Paula Chaves a partir de la semana que se marchó del apartamento de Londres. Él le había dado a Leo esa fecha en concreto, puesto que sabía muy bien lo que había sucedido antes...


Despacio, abrió la carpeta y comenzó a leer.


Cinco minutos más tarde, Pedro miró un instante la foto de la madre y el hijo que aparecía en la parte trasera del informe y dejó la carpeta en la mesa. Después, girándose en la butaca, miró por la ventana de su despacho y frunció el ceño al sentir el sol de octubre.


Un mes después de graduarse en la universidad, Paula Chaves había regresado a casa para vivir con su tía en un pequeño pueblo de Dorset. Había pasado casi un año formándose como profesora y estaba trabajando en un
colegio de chicas de allí. Se había comprado la casita de al lado de la de su tía y allí vivía una vida tranquila con su familia. Era un miembro respetado de la comunidad y a todos aquéllos que la conocían les caía bien.


Pero lo que provocó en Pedro una oleada de rabia inesperada fue la noticia de que Paula era madre soltera de un niño de cuatro años. Enseguida se percató de que el niño había nacido sólo siete meses y una semana después del aborto de su hijo, y en la partida de nacimiento no figuraba registrado el nombre del padre.


No podía creerlo. Y en el fondo, no quería hacerlo, pero no le quedaba más remedio. El bebé había nacido en el hospital Bowesmartin Cottage, en el condado de Dorset. Sin duda, el bebé debía de haber Sido prematuro.


La dulce e inocente Paula que Pedro había conocido ya no era nada para él. Pertenecía al pasado y debería quedarse así.


Durante años él se había sentido un poco culpable por lo que había sucedido entre ellos, pero ya no...


Paula no había tardado más de una semana en acostarse con otro hombre y quedarse embarazada de nuevo. ¿Quizá era el tipo de mujer que deseaba más tener un hijo que una pareja? Pero ésas solían ser mujeres maduras presionadas por su reloj biológico, algo que no podía aplicarse a Paula.


¿Y qué más le daba? La relación había terminado hacía mucho tiempo. Lo que Paula Chaves hiciera con su vida no era asunto suyo...


Volviéndose hacia el escritorio dispuesto a apartarla de su pensamiento y a ponerse a trabajar de una vez, agarró la carpeta para guardarla y dudó un instante.


Había algo que no le cuadraba con lo de Paula y su hijo...


Agarró la foto y la miró de cerca. Había sido tomada desde la distancia y al fondo salían otras personas. Los rasgos de la madre y del niño que aparecían en primer plano eran bastante claros, aunque el color de los ojos era indescifrable. 


Paula estaba junto a la verja del colegio sonriendo al niño de cabello oscuro que estaba agarrado de su mano.


Cuanto más miraba la foto, más reconocía a quienes aparecían en ella.


Se puso en pie. Si sus sospechas eran ciertas, Paula Chaves debía de ser una gran actriz y la mujer más malvada que había conocido nunca.


Con una expresión muy tensa, salió al despacho de su secretaria y le pidió que cancelara todas las citas que tuviera en Atenas. Se marcharía a la oficina de Londres. Ella tenía que llamar a la empresa de transporte aéreo para que lo llevaran a Inglaterra lo antes posible. No necesitaba acudir a la agencia de Leo para hacer lo que tenía en mente. Llevaría a cabo su investigación personal, y si era verdad lo que sospechaba, haría que Paula pagara por su despreciable mentira durante el resto de sus días.







EL HIJO OCULTO: CAPITULO 10




Pedro no contestó, pero la miró fijamente. Entonces, entrelazó los dedos con los de ella y le apretó la mano contra su pecho.


Paula supo que estaba metida en un buen lío.


Notó que Pedro deslizaba la otra mano sobre su espalda hasta encontrar la piel desnuda bajo la melena. Una oleada de sensaciones olvidadas la invadió por dentro.


Ella no quería sentirse así. No quería sentir nada por aquel hombre. Se puso tensa y trató de mantener el control.


Lo único que tenía que hacer era terminar aquel baile, esperar a que acabara la noche y después no volvería a ver a Pedro.


—Ya basta de hablar de otras personas, Paula —dijo Pedro, inclinando la cabeza para susurrarle al oído—. Disfruta del baile. En el pasado te encantaba bailar conmigo y eso no ha cambiado. Relájate... Sabes que eso es lo que quieres.


Estaba tan cerca de ella que podía oler su aroma masculino mezclado con el de la colonia que ella reconocía. Pedro le acarició la espalda y la estrechó contra su cuerpo.


Paula levantó la vista y percibió el brillo de su mirada. De pronto, notó la presión de su miembro erecto contra su muslo y se estremeció con un nudo en el estómago.


—La química que había entre nosotros sigue viva, Paula. Siento que estás temblando —le dijo.


La chica que él conocía se habría sonrojado y derretido contra su cuerpo. Pero Paula ya no era esa persona. Tenía más coraje y se respetaba más a sí misma como para sucumbir ante un hombre como Pedro, y lo más importante era que tenía que proteger algo más aparte de sí misma...


—Recuerda dónde estás y resérvate para tu novia. En cuanto a lo de temblar. Era un temblor de rechazo. No me gustas, Pedro.


Pedro Alfonso era una amenaza para la vida tranquila que ella se había procurado, y quería asegurarse de que él no quisiera volver a verla o a hablar con ella.


Él se detuvo y la miró. Dejó caer las manos a ambos lados de su cuerpo y apretó los labios. Ella esperaba que explotara en cualquier momento. Pero no fue así.


—Estás exagerando, Paula, pero te comprendo. Ya han dejado de tocar, ¿nos reunimos con los demás? —la agarró del brazo y puso una irónica sonrisa—. Por cierto, me alegra ver que todavía llevas el prendedor que te regalé. Te queda mucho mejor ahora que tienes el cabello más largo.


Paula se había olvidado de que llevaba el maldito prendedor en la cabeza. Era la única joya que había guardado y en ese momento se arrepentía de haberlo hecho. Se sonrojó...


—Así que todavía te sonrojas, Paula —dijo él, y sujetándola por la barbilla la miró a los ojos—. Me alegro de que guardes algo que yo te regalé, Paula, aunque ambos sabemos que no era lo que querías en realidad, y lo siento de veras —dijo con sinceridad.


La manera de reaccionar de Paula lo sorprendió. Ella giró la cabeza con brusquedad, pero no antes de que él pudiera ver el pánico en su mirada. Intentó agarrarla del brazo, pero ella lo evitó y se dirigió hacia Julian sin decir palabra.


El comportamiento de Paula lo intrigaba. A su manera él había tratado de ser amable al referirse a su pasado en común y al desafortunado aborto, no había pretendido provocarle pánico, y por eso se preguntaba qué había pasado.


Sentada con Julian en la parte trasera del coche que conducía un chófer, Paula le preguntó cuánto quedaba para llegar a su apartamento.


—No vamos a ir a mi apartamento, Paula, tranquila. Le he pedido a Max que nos lleve de vuelta a Dorset. Por mucho que me gustes, no quiero ser un sustituto de otro hombre. El viaje durará una hora o así. Hay tiempo de sobra para que me cuentes todo acerca de Pedro Alfonso. Lo conocías, ¿verdad?


—Sí, lo conocí cuando estaba en la universidad —contestó, y le contó todo a Julian.


En cierto modo, la ayudó a ver desde otra perspectiva su manera de reaccionar ante Pedro.


—Ese hombre no me pareció tan superficial, pero él se lo pierde —dijo Julian, y la rodeó con el brazo— olvídate de esa rata.


Y ella estuvo a punto de hacerlo...


Sobre todo cuando al llegar a casa, Julian le advirtió con una sonrisa:


—No voy a abandonar del todo, Paula. Estaré fuera un par de semanas o así y te llamaré cuando regrese.


La besó en los labios con delicadeza y se marchó.









EL HIJO OCULTO: CAPITULO 9






Paula se fijó en el brillo de diversión de su mirada el muy cretino estaba disfrutando de aquello.


—Entonces, ¿quizá eres una modelo y te he visto en las revistas? —sugirió él, y ella supo que le estaba tomando el pelo.


—No, me temo que no. 


La novia de Pedro lo agarró del brazo y comentó:
—Los hombres no tenéis ni idea de modelos, Pedro —bromeó Sophia—. Paula es demasiado grande para ser modelo. Todas son extremadamente delgadas, tipo perchero.


Paula dejó de sentir lástima por el hecho de que Sophia tuviera un novio tan arrogante como Pedro. Decidió que hacían buena pareja. Detrás de aquella falsa sonrisa y aquellos grandes ojos marrones había una zorra con un gran trasero.


Paula había engordado un poco en los últimos cinco años, pero no se podía decir que estuviera gorda. Era profesora de educación física e historia y estaba en buena forma, aunque quizá un poco voluminosa en el pecho. Pero había un buen motivo para ello y no estaba dispuesta a que aquella pareja lo descubriera.


—Tu novia tiene razón —le dijo a Pedro, pero mirando a Sophia—. De hecho, soy profesora de historia en un colegio de chicas que está cerca de casa —los informó. Después agarró el zumo y bebió un trago, deseando que Julian no la hubiera convencido para ir al baile.


—¿Historia? Una asignatura interesante. ¿Qué prefieres enseñar? ¿Historia antigua o contemporánea? —preguntó Pedro, arqueando una ceja.


—Ambas —contestó ella, fulminándolo con la mirada.


—Está muy bien. La historia puede enseñarnos mucho sobre la gente. 


¿Era ella la única que percibía el cinismo en su tono de voz?


—Estoy segura de que no hay nadie que pudiera enseñarte muchas cosas —soltó Paula. ¿Por qué no podía haberse quedado calladita? Todos la miraban como si se hubiera vuelto loca. A lo mejor era cierto. Pedro Alfonso siempre había tenido ese efecto sobre ella.


Julian soltó una carcajada y dijo:
—Huy, Paula, retiro lo que te dije acerca de que trabajaras conmigo en asuntos exteriores —la rodeó con un brazo por los hombros—. Nunca podrías ser diplomática. Decir lo que uno piensa es un gran fallo para un miembro del cuerpo diplomático —Julian inclinó la cabeza y la besó en los labios—. Pero en todo lo demás eres perfecta, Paula —añadió.


Durante un instante, Pedro Alfonso se sorprendió al sentir que la rabia se apoderaba de él al ver que Julian Gladstone besaba a Paula. Habían pasado cinco años desde la última vez que la había visto, desde que regresó a casa y descubrió que ella lo había dejado llevándose todo lo que él le había regalado y el gato...


En aquel momento no le gustó lo sucedido, pero después de lo que había pasado entre ellos no le sorprendió. Él había continuado con su vida convencido de que Paula había hecho lo mismo. «Paula no significa nada para mí», se dijo. 


Pero no pudo evitar provocarla preguntándose cuánto tiempo podría aguantar la mentira de que no se conocían.


Sin embargo, ver que otro hombre besaba a Paula había provocado en él un instinto de posesión que creía ya extinguido. Y ella llevaba los diamantes que él le había regalado, algo que lo ofendía aún más. Aunque ella se los había ganado. Nunca había tenido una compañera de cama tan buena como ella, y al pensar en ello notó que perdía el control.


—Ya recuerdo dónde te he visto, Paula —dijo Pedro—. Trabajabas como recepcionista en un hotel en el que me alojé una vez. Creo que en aquella época eras estudiante.


—Es posible —contestó ella—. Una vez trabajé a media jornada en un hotel, pero por la recepción pasa tanta gente que no puedo acordarme de toda.


La mujer elegante que Pedro tenía delante era todo lo contrario a la chica inocente y desvergonzada que recordaba. El vestido de seda gris que llevaba se ceñía a cada curva de su cuerpo, y los tacones la hacían parecer más alta. Ella lo miró fríamente con sus ojos azules, consciente de que se había ofendido y él no pudo hacer más que admirar su actitud desafiante. No recordaba que Paula hubiera sido tan provocadora en el pasado.


—Vamos, Pedro —Sophia lo agarró del brazo—. Están tocando nuestra canción. Vamos a bailar.


—Por supuesto —dijo él, mirando a Sophia después de haber recuperado el control. Se percató del pequeño detalle de que mientras que Paula lo hacía enfurecer, él no reaccionaba ante la mujer a la que pensaba pedirle matrimonio.


Condujo a Sophia hasta la pista de baile y la estrechó contra su cuerpo. La música era lenta y ella apoyó la cabeza contra su pecho. Él se alegró de que fuera así. No hacía falta hablar y así tenía tiempo para pensar.


No solía acudir a ese tipo de eventos, pero puesto que Sophia se lo había pedido y ella era la hija del embajador había aceptado. Pasarían la noche en la embajada y él había decidido que sería una buena oportunidad para pedir la mano de Sophia.


Sophia era una mujer atractiva y muy conocida por su trabajo como voluntaria en obras Benéficas en Atenas. 


También era griega y una amiga de la familia, así que él sabía lo que se esperaba de una esposa griega y, si era ancha de caderas, Pedro podía sobrevivir con ello. Tenía el cuerpo adecuado para albergar a un hijo, o eso había pensado él media hora antes...


Sophia y su padre habían abierto el baile y Pedro los había observado desde lo alto de la escalera con una copa de champán en la mano. Tras beber un trago y mirar alrededor de la sala, se había fijado en una pareja que estaba en medio de la pista.


La copa de champán tembló entre sus dedos. El hombre era alto y rubio y la mujer que estaba entre sus brazos era Paula... No tenía ninguna duda al respecto. Tenía su imagen grabada en la mente. Paula Chaves...


Tenía el cabello recogido de forma que se le veían los rasgos del rostro, con la cabeza echada ligeramente hacia atrás, sonreía a su compañero. Pedro recorrió su cuerpo con la mirada y se fijó en el escote del vestido que llevaba. Se metió las manos en los bolsillos, sorprendiéndose por la excitación que había sentido al verla. Pero ella siempre había tenido ese efecto sobre él y, al parecer, nada había cambiado...


Pedro no fue capaz de apartar la vista de ella. El compañero de Paula la giró y él se fijó en que tenía el cabello mucho más largo. Entonces, reconoció una cosa.


El prendedor de diamantes con forma de mariposa que llevaba para sujetar su cabello era un regalo que él le había hecho. Era la primera joya que él le había comprado, y ella se la había llevado con todas las demás cosas cuando se marchó del apartamento.


En su momento, él consideraba que no eran más que regalos, entonces, ¿por qué le molestaba ver que llevaba su regalo mientras estaba con otro hombre? Por su manera de relacionarse se deducía que eran amantes, o quizá incluso marido y mujer.


Por algún motivo, prefirió no preguntarse demasiado por qué quería saberlo. Entonces vio que su prometida y su padre se acercaban y forzó una sonrisa. Fingiendo cierto interés por el hombre rubio le hizo algunas preguntas al embajador y descubrió mucho acerca de él.


Al parecer, Julian Gladstone era un adinerado terrateniente y una figura importante en la oficina de asuntos exteriores, conocido por su brillante dominio de los idiomas. El embajador no sabía mucho acerca de Paula, pero se ofreció a presentarle a Gladstone, diciéndole a Pedro que le caería bien, ya que a todo el mundo le parecía agradable.


No había sido así. Pero Pedro comprendía por qué a Paula o a cualquier otra mujer podía gustarle.


Pedro, la banda ha dejado de tocar —Sophia se restregó de manera sensual contra su cuerpo y él no sintió nada—. Estás en otro mundo.


—Perdido entre tus brazos —dijo él, y la guió hacia el grupo de gente que había en la barra.


Sophia no se dejó engañar y se acercó a Julian pestañeando y le sugirió que bailaran.


Pedro frunció los labios. No le importaba si Sophia era coqueta por naturaleza o si intentaba ponerlo celoso. Gladstone era un caballero y no podía rechazar la oferta, y así Pedro tuvo oportunidad de hablar con Paula.


—Nos hemos quedado tú y yo, Paula —percibió rechazo en la mirada de sus ojos azules—. Baila conmigo —le pidió, y la sujetó por la cintura antes de que ella pudiera negarse.


Paula estaba dispuesta a decirle que no, pero al sentir la palma de la mano de Pedro contra su piel se quedó sin respiración y él aprovechó para rodearla por la cintura y guiarla hasta la pista de baile.


Sonaba música lenta.


Ella apoyó la mano sobre su hombro para intentar mantener cierta distancia entre ambos.


Sólo tenía que bailar con él. No era necesario hablar. Volvió la cabeza un poco y miró por encima de su hombro, pero notaba la mirada de sus ojos oscuros sobre ella.


—Aunque no me mires, no conseguirás que me vaya, Paula —se rió Pedro—. Así que deja de mirar al infinito y cuéntame cómo has estado. Bien, a juzgar por tu aspecto. Si acaso, estás más guapa que nunca.


Entonces, ella lo miró.


—Gracias, estoy bien —dijo ella, decidida a ser fría y cortés. Pero era difícil hacerlo mientras Pedro la rodeaba con los brazos y la miraba fijamente a los ojos.


—Entonces dime por qué, teniendo en cuenta nuestra relación pasada, tengo la sensación de que desearías no haberme visto otra vez. Incluso negaste que nos conociéramos —dijo con una sonrisa.


—¿Yo? —Paula arqueó las cejas ligeramente—. Tuviste la oportunidad de reconocer que nos conocíamos cuando te dije: «un placer, otra vez, Pedro». No la aprovechaste, y comprendo por qué. Es evidente que no quieres disgustar a Sophia. Pero lo que no comprendo es por qué empezaste con juegos estúpidos. Deberías alegrarte de que no contara la verdad —le dijo mirándolo fijamente—. Tu prometida no tiene por qué saber lo canalla que eres —sus palabras provocaron que él dejara de sonreír y se pusiera tenso.


—Sophia no es mi prometida.


—Díselo al embajador, porque creo que él espera que lo sea pronto.


—Puede que Sophia le haya dado esa impresión —dijo él—, pero no es cierta.


—Bueno, pues yo creo que hacéis una pareja perfecta.


De pronto se le ocurrió a Paula que si Pedro estuviera casado y viviendo en Grecia con una familia, ella se sentiría mucho mejor y su secreto estaría a salvo.


—¿Y por qué me animarías a que me casara? ¿Quizá porque tú tienes planes respecto a Julian Gladstone y no quieres que le cuente nada acerca de nuestra relación y de cómo acabó? —preguntó—. ¿Es eso, Paula? ¿Quieres guardar nuestro dramático secreto?


Ella empalideció.


—No seas ridículo. Julian y yo somos amigos desde hace años y lo sabe todo acerca de mí. Sólo pensaba que Sophia y tú hacéis buena pareja.


—¿Y desde cuándo sois amantes?


—Eso no es asunto tuyo.