domingo, 19 de abril de 2015
CHANTAJE: CAPITULO 5
Pedro agarró una de las galletas que Maria había dejado enfriándose en la cocina y analizó la situación. Su abogado no había encontrado manera de desenredar el tinglado que había montado Renato. No había nada que permitiera declararlo mentalmente desequilibrado, aunque siempre lo había sido, y cualquier procedimiento legal para conseguir la custodia de su madre llevaría demasiado tiempo. Pedro no quería arriesgar la salud ni el bienestar de una persona a la que tanto le debía.
Su enfado estaba, pues, justificado, pero cuando abandonó la cocina con el sabor del chocolate en la lengua supo que debía controlarse. Al fin y al cabo no era un crío con una rabieta ni un joven descocado. Era un hombre capaz de manejar operaciones millonarias como marchante de arte.
Seguro que podía manejar a un viejo obstinado y una novia potencial… pero solo si conservaba la mente fría.
No oyó los pasos hasta que fue demasiado tarde. Se disponía a subir la escalera cuando levantó la vista y chocó con alguien que estaba bajando rápidamente. Un cuerpo suave y femenino que emitió un chillido al tambalearse. Los dos se habrían caído si Pedro no se hubiera echado inmediatamente hacia delante para no perder el equilibrio.
Paula intentó echarse hacia atrás, pero el ímpetu la llevó también hacia delante y sus cuerpos quedaron firmemente pegados como uno solo.
Pedro se quedó paralizado, casi sin poder respirar. Al recuperar el aliento olió la fresca fragancia de los cabellos de Paula y no pudo resistirse a apretarla contra él y clavar las manos en su suculento trasero, enfundado en unos vaqueros.
Llevaba demasiado tiempo sin una mujer. Era la única explicación a aquel desconcierto. Su regla estricta de «sin compromisos» lo había llevado a una vida de encuentros pasajeros y aventuras de una sola noche, pero su última amante resultó ser la mujer equivocada. A Eliana Zabinski no le hizo ninguna gracia que se marchara a la mañana siguiente como si nada, y desde entonces Pedro no había vuelto a fiarse de ninguna mujer.
La oscuridad de la escalera aumentaba la sensación de intimidad, y lo único que se oía eran las respiraciones de ambos. Estaban tan cerca que Pedro sintió los temblores que recorrían el cuerpo de Paula y que se transmitían al suyo.
Tardó bastante en reaccionar.
–¿Sigues buscando la manera de invadir mi territorio, Intrusa?
La pregunta tuvo el efecto deseado y Pedro sintió cómo la tensión reemplazaba la deliciosa suavidad del cuerpo de Paula.
Ella se apartó y apoyó una mano en la pared.
–Pedro… –su tono remilgado no ocultaba su dificultad al respirar–. Lo siento, no te he visto.
«Yo no lo siento en absoluto», pensó él.
–Y no estoy invadiendo nada, así que te agradecería que no volvieras a usar conmigo ese estúpido apodo.
Pedro siempre se había resentido de las atenciones que Paula recibía en Alfonso Manor. Tal y como él lo había vivido de niño, Paula había invadido la caótica vida familiar y se había hecho con la poca atención positiva que había en la casa. Y una calurosa tarde de verano él le había escupido una dolorosa acusación de la que siempre se arrepentiría.
–Estoy intentando ayudar, Pedro –dijo ella en voz baja.
Él tuvo que carraspear antes de volver a hablar.
–¿Por qué? No soy nada para ti.
–Ni yo para ti, pero me preocupo por Lily.
–Podrías ser la enfermera de otras muchas personas.
A pesar de la poca luz, Pedro vio la mirada asesina de Paula y se extrañó de no salir ardiendo por aquel fuego.
En vez de eso sintió un soplo de aire cuando ella se movió en los escalones.
–Si te hubieras dejado ver por aquí en los últimos diez años, sabrías que Lily ha sido como una madre para mí. Desde que éramos niños –tragó saliva y bajó un momento la mirada–. Esto es lo que se espera de mí –añadió en un tono desprovisto de toda emoción.
–¿Te venderías por dinero a un desconocido? ¿Con la esperanza de que el viejo te dé un trozo del pastel a cambio de tu trabajo?
–No –declaró ella como una profesional–. No me estoy vendiendo, pero estoy dispuesta a sacrificarme por Lily. Como enfermera y amiga suya, estoy convencida de que es consciente de dónde está. Esta casa ha sido su santuario desde el accidente, y sacarla de aquí afectaría gravemente su estado físico y emocional. Sobre todo si él la mete en… –se estremeció– ese sitio. Haré lo que tenga que hacer para impedirlo. ¿Tú no?
Pedro cambió el peso de una pierna a otra.
–¿Crees que él le haría algo así?
Paula dejó escapar un bufido nada femenino.
–¿Acaso lo dudas? Con los años se ha vuelto aún más obstinado.
–Pues tú pareces manejarlo muy bien –dijo Pedro, recordando cómo le había dado la medicina.
–Solo me hace caso como enfermera porque tiene miedo de morir.
–Él no tiene miedo de nada.
–Todos tenemos miedo de algo, Pedro –su respiración temblorosa así lo sugería–. La muerte es lo único que Renato no puede vencer ni cambiar.
Incomprensiblemente, Pedro sintió una extraña afinidad.
Paula tal vez pareciera delicada, pero estaba demostrando ser una chica muy lista. Y además tenían un vínculo en común: Lily. Él se sentía obligado a hacerlo por su madre, pero la devoción de Paula iba más allá de la amistad y el celo profesional. ¿Se debía a lo buena que había sido Lily con ella o había algo más? Pedro estaba dispuesto a averiguarlo.
El silencio debió de resultarle insoportable a Paula, porque hizo ademán de seguir bajando. Lo correcto habría sido echarse a un lado, pero el deseo por volver a sentir su cuerpo mantuvo a Pedro perversamente quieto.
–¿Pedro?
–¿De verdad estás dispuesta a hacerlo? –le preguntó con la respiración contenida. ¿Podría vivir junto a aquella mujer sin tocarla?
–No lo sé. No creo que pueda compartir una cama contigo.
Su voz revelaba su incomodidad, y él se imaginó haciéndola sentirse muy cómoda en una cama para dos.
–Tranquila. Ya se me ocurrirá una solución.
–¿Tenías otras candidatas para casarte? –le preguntó ella–. No te di tiempo a elegir.
Pedro había conocido a bastantes mujeres en los últimos diez años, a cada cual más atractiva, pero a ninguna le interesaba algo tan aburrido como el matrimonio. Siempre se había mantenido apartado de las mujeres sencillas y hogareñas.
–No –admitió, y se apartó para dejarla pasar–. No creo que pudiera pagarle lo bastante a mi secretaria para que se trasladara a este rincón del mundo y me aguantara las veinticuatro horas del día.
–Bueno… Tal vez no sea Nueva York, pero tenemos un cine, buenos restaurantes y un local de música country –evitó deliberadamente su mirada mientras él la seguía a la cocina–. No es que a mí me interese mucho, pero sobre gustos…
–¿Qué piensan tus padres de todo esto?
–¿Quién sabe? –«¿a quién le importa?», parecía insinuar.
Extraño. Todo lo que Pedro había visto desde su regreso le hacía pensar que Paula era el tipo de mujer que valoraba a la familia por encima de todo. Su delicado aspecto, su inquebrantable lealtad y su profesión eran sinónimos de matrimonio, hijos y un bonito hogar familiar. Razón de más para mantenerse alejado de ella.
Solo quedaba por resolver la cuestión de la cama.
CHANTAJE: CAPITULO 4
–¿Cuándo vas a regresar? Esa Zabinski me está volviendo loca.
Pedro no quería pensar en Eliana Zabinski. Ya tenía bastantes problemas de los que ocuparse. Después de pensarlo durante veinticuatro horas, sabía lo que debía hacer. No quería hacerlo, pero no le quedaba otra opción
–No voy a regresar.
El silencio sepulcral que se hizo al otro lado de la línea le habría resultado divertido si su situación no fuera tan desesperada. Trisha, su ayudante, jamás se callaba. Pedro esperó a que se recuperara mientras miraba por la ventana de su habitación. Comparó la exuberante y plácida vista del jardín con el continuo ajetreo de la ciudad.
La mera imagen le provocaba sopor. ¿Cómo iba a renunciar a su vida, aunque solo fuera por unos meses?
Tenía mil razones para oponerse a aquella locura. Pero entonces vio a Paula cruzando el césped para hablar con el jardinero y se quedó sin aliento al ver su radiante sonrisa, su elegancia natural y sus esbeltas caderas.
Debería estar pensando en su madre, no en su enfermera.
Pero la boca se le hacía agua al contemplar aquellas formas.
–¿Qué ocurre? –la voz de Trisha lo sacó de sus fantasías.
–Digamos que voy a pasarme una temporada arreglando asuntos de familia.
–Tu abuelo ha hecho el testamento, ¿no? ¿Por qué quiere que estés ahí?
–Sí, lo ha hecho, pero no sirve de mucho si aún está vivo.
Otro silencio de Trisha. Dos veces en una conversación.
Milagro.
–No me estarás insinuando que me traslade a Carolina del Sur, ¿verdad?
–No, estaba pensando más bien en un ascenso y una ayudante para ti.
Tercer silencio, más corto que los anteriores.
–Déjate de bromas, Pedro.
–No estoy bromeando. Has trabajado muy duro y has mejorado tus habilidades de venta. Gran parte del trabajo la haremos mediante videoconferencia, pero los primeros contactos y las ventas dependerán de ti… Solo es algo temporal –le aseguró a su secretaria y a sí mismo–. Hasta que consiga la custodia de mi madre –esperó hasta que Paula desapareció de su vista y le resumió las demandas de su abuelo.
–Y yo que creía que los abuelos italoamericanos eran los más exigentes… Lo que me cuentas es un disparate. ¿Por qué quieres hacerlo?
–Al menos una esposa me servirá contra Eliana –dijo él, estremeciéndose al pensar en la loca que, después de compartir una simple noche de placer, había decidido que no era suficiente y que Pedro tenía que ser suyo a toda costa–. ¿Cuántas veces ha llamado a la oficina? –Pedro la había bloqueado en su móvil.
–Llama todas las tardes, y no me cree cuando le digo que no estás. Espero que no se presente en persona y me obligue a usar el aerosol de pimienta.
–Cuidado, no vayas a acabar en la cárcel.
–Descuida, mientras ella sepa comportarse…
Algo del todo improbable, pero Trisha sabía manejar con mucho tacto las situaciones difíciles.
–Haz lo que debas. Quizá sea buena idea pasar unos cuantos meses fuera de la ciudad. Mientras tanto, desvía las llamadas de los clientes a mi móvil.
Discutieron un par de detalles más y Pedro prometió mantener el contacto a diario. Llevar dos negocios en dos estados distintos no sería un paseo por el parque, pero estaba decidido a permanecer en Nueva York todo el tiempo posible.
Su abuelo tal vez le arrebatara su libertad, pero Pedro no permitiría que destruyera el fruto de su esfuerzo.
CHANTAJE: CAPITULO 3
–Una cosa más… –eran las últimas palabras que Paula quería oír en boca de Renato.
Miró con anhelo la puerta. Unos pocos pasos y sería libre…
Por el momento.
–Una relación platónica entre vosotros es del todo inaceptable. Mi propósito es que se perpetúe mi linaje, y eso no se puede conseguir durmiendo en habitaciones separadas.
A Paula se le congeló la sangre en las venas.
–Abuelo… –dijo Pedro–, puedes llevar un caballo al río, pero no obligarlo a beber.
–Querido muchacho, lleva un caballo al río unas cuantas veces y seguro que acabará teniendo sed.
Lo peor de todo era que Renato tenía razón. Paula solo había pasado media hora en compañía de Pedro, pero si innegable atractivo masculino no le resultaba indiferente.
Claro que de ahí a acostarse con él, un completo desconocido…
Advirtió la tensión de los hombros de Pedro bajo su camisa empapada. El tiempo parecía haberse detenido, esperando a que alguien diera el siguiente paso. No sería ella, desde luego.
Pedro se giró hacia ella como si le hubiera leído el pensamiento y se acercó, mirando a su abuelo.
–Me niego a tomar una decisión semejante sin haberlo pensado antes a fondo. Volveré esta noche.
A Paula la intrigó aquella osada muestra de control mientras abandonaban la habitación. ¿Qué se escondía realmente bajo su desafiante fachada?
Consiguió mantener la pose hasta que la puerta se cerró tras ellos y se agarró a la barandilla del rellano para no desplomarse. La cabeza le daba vueltas. Acababa de ofrecerse para ser la mujer de Pedro Alfonso. Pero ¿cómo iba a cumplir la ulterior exigencia de Renato?
Oyó pisadas tras ella y se aferró con fuerza a la barandilla.
Tenía que mantener la compostura y pasar el resto de la tarde sin derrumbarse. Se dio la vuelta y vio a Nolen y a Canton acercándose. El mayordomo parecía más inquieto que de costumbre, pero no dijo nada. Seguramente sabía todo lo que había acontecido en la habitación de Renato Alfonso. Él y Maria siempre se enteraban de todo.
–Todavía es temprano –oyó decir a Canton tras ella–. Si vamos ahora al tribunal testamentario a empezar el papeleo, podríais casaros dentro de una semana.
La mirada ceñuda de Nolen al abogado hizo que Paula se sintiera apoyada y protegida. Era extraño, porque normalmente era ella la que ofrecía protección.
–Necesito tiempo para pensarlo –les dijo a los dos hombres–. Y tengo que ver cómo está Lily.
–Está muy bien con Nicole –la informó Nolen, ofreciéndole su brazo a la vieja usanza. Paula se relajó y le sonrió, y Nolen le devolvió la sonrisa–. Pero nos pasaremos a verla si así estás más tranquila.
Paula aceptó el brazo y atravesaron el rellano hacia la otra ala de la segunda planta. Apenas había dado unos pasos cuando respiró hondo y se detuvo para mirar por
encima del hombro.
–Pedro, ¿vienes a ver a Lily?
Él la observó sin moverse, ocultando todo atisbo de emoción.
–Más tarde –dijo secamente. Imposible saber si no iba a ver a su madre porque no se sentía capaz o simplemente porque no le importaba–. No voy a ninguna parte hasta que haya visto los documentos y haya hablado con mi abogado –le comunicó a Canton.
Canton asintió y empezó a bajar por la escalera. Pedro lo siguió, con una postura tan rígida que impedía cualquier acercamiento.
Nolen carraspeó con reproche, pero a Paula le parecía que Pedro se estaba protegiendo en su arisca soledad.
Fuera como fuera, el mayordomo la hizo pasar a la habitación de Lily y Paula se olvidó momentáneamente de Pedro.
Una sensación de paz y sosiego la invadió nada más cruzar el umbral. La luz del sol iluminaba tenuemente el empapelado florido color lavanda y una alfombra ligeramente más oscura, ejerciendo el efecto contrario de la opresiva majestuosidad que reinaba en la otra habitación.
Atravesaron el salón, donde el televisor estaba encendido con el volumen bajo, y entraron en el dormitorio.
Nicole, la nieta del ama de llaves, estaba sentada junto a la cama regulable que Renato había encargado expresamente.
Al oírlos levantó la vista del grueso libro de enfermería que tenía en el regazo.
–¿Cómo está? –le preguntó Paula.
–Bueno… la tormenta no nos ha sentado bien a ninguna de las dos, pero después de hacer sus ejercicios se ha calmado –sonrió–. Sus constantes vitales son normales, aunque me he asustado al ver su reacción.
–Te sorprenderían las historias que cuentan las enfermeras de pacientes en coma. Es un tema de estudio muy interesante –Paula lo sabía muy bien, pues había estudiado todos los casos, libros y relatos que había encontrado al respecto. El derrame cerebral se había superado, pero sus secuelas no.
–Algún día serás una enfermera estupenda, Nicole –le aseguró Nolen con una cariñosa sonrisa.
–Yo también lo creo –corroboró Paula. Había animado a Nicole a estudiar en cuanto la chica empezó a hacerle preguntas sobre sus funciones. La joven acabó matriculándose en la universidad, muy cerca de la casa, y ayudaba a Paula con Lily por las noches y los fines de semana.
Paula se acercó a tomarle el pulso a Lily mientras Nicole y Nolen hablaban en voz baja de un problema que ella había tenido con el coche.
Le tocó la frente para comprobar la temperatura y observó los monitores. Realizada la rutina profesional, se inclinó para susurrarle al oído.
–Está en casa, Lily –suspiró–. No le gusta, pero de momento está aquí. Lo traeré a verte en cuanto pueda.
No hubo respuesta por parte de Lily, nada que hiciera pensar que la había oído. Sus pálidos rasgos permanecían siempre inmóviles y sus ojos jamás se abrían, pero Paula quería creer que se alegraba de saber que su hijo había regresado a Alfonso Manor, si bien no se alegraría en absoluto si se enterara de las maquiavélicas maquinaciones de su padre.
La llegada del ama de llaves la sacó de sus pensamientos.
–¿Qué es eso que he oído de una boda? –preguntó Maria, ataviada con un delantal en el que se leía: «Nadie como yo para calentar la cocina». La sexagenaria lo llevaba
siempre que no hubiera peligro de que la viera Renato.
Paula ahogó un gemido. Las noticias volaban en aquella casa.
–Es más un acuerdo de negocios que una boda –explicó Paula–. Si es que finalmente hay boda… –no estaba del todo segura de que Pedro aceptara el trato.
¿Y ella, podría compartir una cama con él?
–Es una aberración, eso es lo que es –intervino Nolen–. Dos desconocidos contrayendo algo tan sagrado como el matrimonio…
–Y eso lo dice un soltero de toda la vida –bromeó Maria–. Además, no son desconocidos. Se conocen desde que eran niños.
A Paula le dio un vuelco el corazón al recordar la última vez que se encontró cara a cara con Pedro, cuando él tenía siete años. Siempre lo miraba desde lejos cuando ella iba de visita a Alfonso Manor, a veces con un anhelo mayor del que sentía por las atenciones de Lily, pero cuando se acercaba a él recibía el mismo desprecio que veía en sus padres. Pedro siempre la llamaba intrusa, y después de su último y cruel rechazo, Lily no volvió a acercarse a él.
–Os digo que es una aberración –insistió Nolen–. Renato los está manipulando. Solo quiere que Pedro se case por llevar a cabo sus malditos propósitos.
–¿Qué propósitos son esos? –preguntó Maria.
–Instaurar un legado, como si no hubiera hecho ya bastante daño en el mundo. Amenazó a su propia hija si no cumplían sus órdenes.
–Oh, seguro que no es para tanto –dijo Maria, pero miró con inquietud a Paula–. ¿Es cierto? ¿Te ha obligado a hacer algo en contra de tu voluntad?
–No. Me he ofrecido voluntaria. Y todavía no se ha decidido nada –pero ella sí que estaba decidida a cuidar de Lily. Y de todos los demás.
–Puede que nuestra Paula sea justo lo que Pedro necesita –comentó Maria, dándole a Paula un abrazo con olor a azúcar–. Estas cosas suceden por una razón, y nunca se sabe lo que puede suceder en un año.
Las palabras de Maria siguieron resonándole en la cabeza a Paula. Un año era poco o mucho tiempo, según se mirase.
¿Acabaría ella de una sola pieza o con el corazón destrozado?
Lo importante era que Lily estuviese bien cuidada, y ahí sí que podía confiar en Maria y los demás. Aquellas personas eran lo más parecido que había tenido a una familia desde que sus padres se divorciaron cuando ella tenía ocho años.
O quizá desde siempre, porque ella nunca había tenido una verdadera familia.
De niña, su única función era servir a su madre para que esta le sacara todo el dinero posible a su padre. Fue así como aprendió el significado de la hipocresía: su madre le prodigaba toda clase de atenciones cuando su padre estaba delante y luego la abandonaba cuando ya no le era útil. Una dura lección que Paula había aprendido muy bien. Al cumplir dieciocho años se juró que nunca más volvería a vivir una situación semejante. Nunca más dejaría que se aprovecharan de ella.
¿De verdad estaba dispuesta a convertirse en un peón de Renato Alfonso?
sábado, 18 de abril de 2015
CHANTAJE: CAPITULO 2
Paula escuchaba horrorizada la discusión de los hombres.
Pedro seguía con la mirada los movimientos del abogado, pero ella no dejaba de mirarlo a él. Una impenetrable máscara de orgullo y rebeldía ocultaba cualquier atisbo de emoción, y sus anchos hombros y fuertes brazos le recordaban a Paula su arrebatadora virilidad.
¿Podría un hombre tan varonil enfrentarse a las artimañas de Renato y salir victorioso?
–¿Podrías resumírmelo? –le preguntó Pedro al abogado en un tono cortante y autoritario. Paula sintió un escalofrío en la espalda.
Esa vez Canton no miró a Renato en busca de permiso, sino que carraspeó y siguió hablando.
–Tu abuelo lo ha dispuesto todo para cederte los derechos sobre la fábrica y Alfonso Manor.
–Ya te he dicho que no la quiero –espetó Pedro–. Véndela.
–El comprador interesado es un importante rival –explicó Canton–, quien la cerraría y vendería pieza por pieza, incluyendo el terreno donde se levanta la urbanización de Mill Row. Las cincuenta familias que viven allí tendrían que abandonar sus hogares y todo sería derribado.
–El dinero de la venta servirá para construir una espléndida biblioteca de derecho en la universidad –añadió Renato– No es el legado que tenía pensado, pero algo es algo. Sigue, Canton.
El abogado vaciló un momento.
–Si no aceptas el encargo, el señor Alfonso empleará su poder notarial para meter inmediatamente a su hija en el hospital público del condado.
A Paula se le escapó un grito ahogado. Se había ocupado de Lily durante cinco años, desde que obtuvo su título de enfermera, pero Lily había sido como una segunda madre para ella desde mucho antes. No podía tolerar que recibiera una atención deficiente.
–¿Qué le pasaría a mi madre allí? –preguntó Pedro.
Renato sonrió cruelmente.
–Paula, creo que tú trabajaste en el hospital público cuando estudiabas, ¿verdad? Cuéntale a Pedro cómo es.
Paula torció el gesto al imaginarse lo que debía de estar pensando Pedro. Solo alguien tan manipulador y egocéntrico como Renato pensaría que renegar de una hija inválida era la mejor manera de conservar su pequeño reino.
–En todos los años que yo llevo como enfermera ese centro ha obtenido una calificación muy inferior a la media y ha recibido numerosas quejas por negligencia, pero no se ha hecho nada al respecto porque es el único centro que acoge gratuitamente a ancianos y minusválidos.
–¿Quién te dice que no tengo suficiente dinero para desechar esa posibilidad? –preguntó Pedro en tono arrogante.
–Puedes intentarlo –dijo Canton–, pero tu abuelo tiene la última palabra ante la ley.
–Iremos a juicio y haremos que uno de mis hermanos tenga la custodia.
–Adelante, hazlo –lo animó Renato–. Pero ¿cuánto tiempo crees que se alargará el caso? ¿Meses? ¿Un año? ¿Sobrevivirá tu madre tanto tiempo en esas condiciones?
–¿Serías capaz de hacerle eso a tu hija?
Paula conocía a Renato desde que era niña y sabía de lo que era capaz. Su falta de compasión y remordimiento lo convertían en un ser extremadamente peligroso.
Lily estaba en coma, pero Paula estaba convencida de que a veces era consciente de su entorno.
–Desde luego que sería capaz –exclamó sin poder evitarlo.
El fuego que ardía en los ojos de Pedro le provocaba escalofríos, aunque seguía sin mirarla.
–Maldito hijo de perra… –masculló él, lanzándole a Renato una mirada asesina–. ¿Cómo puedes usar a tu propia hija en tu diabólico juego?
Renato golpeó la cama con un puño exangüe.
–Esto no es un juego. Mi legado, la fábrica y este pueblo deben seguir adelante o todo habrá sido en vano. Es mejor que paguen dos que todo el pueblo.
–¿Dos? –preguntó Pedro con el ceño fruncido.
Canton levantó una mano para llamar la atención.
–Hay una cláusula adicional… O lo aceptas todo o nada –carraspeó–. Tienes que casarte y residir en Alfonso Manor un año. Solo entonces tu abuelo te eximirá de tus responsabilidades o podrás disponer de tu herencia, si ya ha fallecido.
Pedro tomó aire lentamente, pero al mirar a su abuelo pareció perder el control.
–No –espetó–. De ninguna manera. No puedes hacer eso…
–Puedo hacer lo que quiera, muchacho. El hecho de que no hayas visitado a tu madre en diez años no jugará a tu favor si decides ir a juicio para conseguir la custodia –la respiración se le hizo más pesada–. Te convendría controlar tu temperamento. Recuerda las consecuencias de tu último desplante.
Paula puso una mueca. Lily le había contado que la rebeldía de Pedro había impedido que tuviera contacto con su madre, lo que acabó teniendo graves repercusiones en la salud de Lily.
–¿Por qué yo? –preguntó Pedro–. ¿Por qué no uno de los gemelos?
Renato torció el gesto en una malvada sonrisa.
–Porque quiero que seas tú. Llevas en los genes la obstinación necesaria para llevar donde yo quiero a una nueva generación de la familia.
Paula se encogió. Nolen, Maria y Lily, los otros residentes de la mansión, no eran parientes suyos, pero sí lo más parecido a una familia que había tenido en su vida. No iba a permitir que la obsesión de Renato por controlarlo todo los echara a la calle. Estaba en deuda con ellos, y sobre todo con Lily. Si para saldar esa deuda y proteger a sus seres queridos tenía que ser una marioneta en manos de Renato, lo haría sin dudarlo. Su familia biológica le había enseñado al menos una valiosa lección en sus veintiséis años de vida: cómo ser útil.
–Todo está en regla –intervino el abogado–. O se casa y hace que la fábrica siga siendo rentable, o la señora Alfonso tendrá que marcharse inmediatamente.
–Lo tomas o lo dejas –lo presionó Renato.
Paula vio cómo Pedro se encorvaba ligeramente bajo el peso de la derrota.
–¿Y dónde se supone que voy a encontrar a alguien dispuesta a sacrificarse por la causa?
–Creía que se te daba bien buscar tesoros –dijo Paula, refiriéndose a la carrera de Pedro como marchante de arte.
–Nunca me ha interesado buscar esposa, y dudo de que alguna quiera seguirte el juego, abuelo.
Paula respiró hondo, sofocó las náuseas que le subían por la garganta y se apartó de la pared.
–Yo lo haré.
CHANTAJE: CAPITULO 1
Pedro Alfonso reprimió un escalofrío que nada tenía que ver con la tormenta que se desataba a su alrededor. Por un instante permaneció inmóvil, mirando las elaboradas volutas talladas en la puerta de roble. Una puerta que se había jurado que nunca volvería a cruzar, al menos mientras su abuelo estuviera vivo.
Se había jurado que nunca más volvería a verse encerrado entre los muros de Alfonso Manor. Había creído tener todo el tiempo del mundo para compensar a su madre por su ausencia. En su ignorancia no se había percatado de todo a lo que tendría que renunciar para cumplir su juramento.
Mucho tiempo después un nuevo juramento lo llevaba de vuelta… En esa ocasión por el bien de su madre.
La idea le provocó náuseas en el estómago. Agarró la aldaba con forma de cabeza de oso. Bajo aquella feroz tormenta no iba a recorrer a pie los quince kilómetros hasta Black Hills. Las náuseas se le aliviaron al recordar que no estaría allí mucho tiempo, solo lo necesario. Volvió a llamar y esperó. Si fuera su hogar no tendría que esperar a que le abrieran. Se había marchado como un joven atolondrado y ambicioso y volvía como un adulto después de haberse labrado su propio éxito. Pero por desgracia no tendría la satisfacción de restregarle sus logros a su abuelo, porque Renato Alfonso estaba muerto.
El pomo se movió y la puerta se abrió hacia dentro con un chirrido. Un hombre alto y erguido a pesar del pelo gris y escaso parpadeó un par de veces como si no confiara en la visión de sus viejos ojos. Pedro se había marchado de casa con dieciocho años, pero recordaba perfectamente a Nolen, el mayordomo de la familia.
–Ah, señorito Pedro, lo estábamos esperando –dijo el anciano.
–Gracias –respondió Pedro con sinceridad, y se acercó para clavar la mirada en los azules ojos del mayordomo. Otro relámpago iluminó el cielo, seguido casi inmediatamente por un trueno que hizo retumbar las paredes. La tormenta reflejaba la agitación interna de Pedro.
El mayordomo abrió la puerta del todo y la cerró después de que Pedro entrara.
–Ha pasado mucho tiempo, señorito Pedro.
El recién llegado buscó algún matiz de reproche en la voz del viejo, pero no encontró ninguno.
–Deje aquí su equipaje, por favor. Yo lo subiré en cuanto Maria haya preparado su habitación.
De modo que también seguía la misma ama de llaves que les había hecho galletas a él y a sus hermanos mientras lloraban la pérdida de su padre. Al parecer tenían razón los que afirmaban que en los pueblos pequeños las cosas no cambiaban nunca.
Pedro le echó un rápido vistazo al vestíbulo. Todo seguía exactamente igual a como lo recordaba, salvo la ausencia de una foto tomada mucho tiempo atrás, un año antes de la muerte de su padre, en la que aparecían sus padres, él con quince años y sus hermanos gemelos.
Dejó la bolsa de viaje y el ordenador portátil y, tras sacudirse las gotas de lluvia, siguió los silenciosos pasos de Nolen hacia la parte central de la casa. Su madre siempre había llamado «la galería» al corredor que rodeaba la escalera y que brindaba a las visitas una vista despejada de las barandillas y rellanos de los dos pisos superiores. Antes de que se instalara el aire acondicionado, la brisa que soplaba por aquel espacio hacía soportables las sofocantes tardes de Carolina del Sur. Aquel día las pisadas resonaban en las paredes como si el lugar estuviera vacío y abandonado.
Pero su madre estaba allí, en alguna parte. Seguramente en sus viejos aposentos. Pedro no quería pensar en ella ni en su lamentable estado. Habían pasado dos años desde la última vez que la oyó por teléfono, justo antes de sufrir un derrame cerebral. Después de que un accidente de coche la hubiera imposibilitado para viajar, llamaba a Pedro una vez a la semana… siempre cuando Renato salía de casa. La última vez que Pedro vio el número de Alfonso Manor en el identificador de llamada era su hermano para decirle que su madre había sufrido un derrame cerebral, provocado por las complicaciones de su parálisis. Desde entonces, no hubo más llamadas.
Se sorprendió al ver que Nolen se dirigía directamente a la escalera, con sus pasamanos de roble reluciendo en la penumbra como si estuvieran recién abrillantados. Las reuniones formales solían celebrarse en el estudio de su abuelo, donde Pedro había supuesto que se encontraría con el abogado para ocuparse inmediatamente de los negocios.
–¿No está el abogado? –preguntó, intrigado.
–Me han dicho que lo lleve arriba –respondió Nolen sin mirar atrás. ¿Acaso veía con recelo al hijo pródigo, como una amenaza desconocida que fuera a cambiar la vida que Nolen había llevado durante cuarenta años?
Pues sí, eso iba a hacer. Tenía intención de usar el dinero de su abuelo para proporcionarle a su madre los mejores cuidados posibles y que viviera más cerca de sus hijos. Lo vendería todo y después regresaría a Nueva York, donde solo lo esperaba la carrera que se había labrado a base de duro esfuerzo. No quería tener nada que ver con Alfonso Manor ni con los recuerdos que moraban entre aquellas paredes.
Entonces advirtió la dirección que tomaba Nolen y sintió que se le revolvía el estómago. Las habitaciones de sus hermanos y la suya ocupaban el tercer piso, mientras que en el segundo piso solo estaban los dormitorios de su madre y de su abuelo, a ninguno de los cuales estaba preparado para ver. A su madre solo la vería cuando se sintiera preparado. A su abuelo, jamás.
El abogado, Canton, le había dicho que Renato había muerto la noche anterior. Desde entonces Pedro solo se había preocupado por hacer el equipaje y llegar hasta allí. Solo después de hablar con Canton afrontaría lo que le deparase el futuro.
–¿Qué ocurre, Nolen? –le preguntó al mayordomo al acercarse al dormitorio de su abuelo.
El mayordomo no respondió, recorrió los últimos pasos hasta la puerta y giró el pomo antes de echarse hacia atrás.
–El señor Canton está dentro, señorito Pedro.
El título de su infancia le resonó dolorosamente en los oídos. Pedro apretó la mandíbula y respiró profundamente.
Era peor que lo llamaran señor Alfonso. Ni siquiera deberían tener aquel apellido, pero su madre había cedido a las exigencias del viejo Renato. El apellido Alfonso tenía que sobrevivir a toda costa, y a falta de herederos varones había exigido que su única hija le pusiera Alfonso a sus hijos, rechazando el legado que el padre de Pedro hubiese querido.
Pedro sacudió la cabeza y entró en la habitación. Hacía calor, a pesar de la tormenta. Dirigió la mirada a la inmensa cama de columnas con dosel morado y el corazón le dio un vuelco. Observándolo desde la cama estaba su abuelo. Su abuelo muerto.
Se quedó inmóvil mirando al hombre incorporado en la cama que lo examinaba con ojos penetrantes. Estaba mucho más delgado y frágil, pero seguía irradiando la misma autoridad.
Lo observó fijamente unos segundos. Con Renato no había mejor defensa que un buen ataque.
–Sabía que eras un hueso duro de roer, Renato, pero no que pudieras volver de entre los muertos.
Su abuelo esbozó una media sonrisa.
–De tal palo, tal astilla.
Pedro se abstuvo de responder al tópico y añadió un nuevo dato de información a su arsenal: Renato tal vez no estuviera muerto, pero su voz áspera y temblorosa, junto a la palidez lechosa de su otrora bronceada piel, evidenciaba su delicado estado de salud. Se preguntó por qué no estaba en el hospital, aunque tampoco hubiera ido a verlo de haber sabido que estaba enfermo. Se había jurado que no volvería a poner un pie en Alfonso Manor hasta que su abuelo estuviese muerto.
Algo que el viejo sabía muy bien… La furia le cegó, pero se obligó a calmarse. Respiró profundamente y vio a la mujer que se acercaba a la cama con un vaso de agua. Renato la miró con el ceño fruncido, molesto por la interrupción.
–Tienes que tomarte esto –le dijo ella en tono amable pero firme. Tenía el pelo largo y ondulado, de color castaño oscuro, y un rostro de facciones elegantes. Un uniforme sanitario azul definía un cuerpo esbelto con las curvas adecuadas, algo en lo que Pedro no debería estar fijándose en aquellos momentos.
Intentó apartar la mirada, sin éxito. La mujer miró a Renato con dos píldoras blancas en la mano. Y entonces Pedro la reconoció.
–¿Intrusa? –preguntó, sin darse cuenta de que hablaba en voz alta.
La mujer se quedó inmóvil y James dijo:
–Veo que te acuerdas de Paula…
Desde luego que la recordaba. Y por su rígida postura intuía que ella recordaba su apodo. Paula lo miró con la misma expresión testaruda de cuando eran niños y él la apartaba de su lado como si fuera una mosca, una mocosa que siempre buscaba la atención. Hasta la última vez, cuando Pedro se burló cruelmente de ella por entrometerse en una familia que no era la suya, y sus lágrimas se le habían quedado a Pedro permanentemente grabadas en la conciencia.
–Pedro… –lo saludó con un simple asentimiento, antes de volverse hacia Renato–. Tómate esto, por favor –parecía elegante y serena, pero se percibía su fortaleza bajo la ropa.
¿Sería también sexy sin aquel atuendo?
No, no podía pensar en esas cosas. Su política de aventuras de una sola noche descartaba cualquier tipo de lazo, y aquella mujer llevaba «compromiso» escrito en la cara. Él no se quedaría allí el tiempo suficiente para averiguar nada de nadie.
Renato aceptó las píldoras con un gruñido y se las tragó con el agua.
–¿Ya estás contenta?
–Sí, gracias –respondió ella sin inmutarse.
Pedro la siguió con la mirada mientras se dirigía hacia la ventana, antes de volver a fijarse en la cama que dominaba la habitación.
–¿Qué quieres?
Su abuelo esbozó una media sonrisa.
–Directo al grano. Siempre me gustó ese rasgo de ti, chico –hablaba con voz lenta y pausada–. Tienes razón. Será mejor empezar cuanto antes –se irguió un poco en la cama–.
He sufrido un grave ataque al corazón, y aunque aún no estoy muerto, este pequeño episodio…
–¡Pequeño! –exclamó Paula, pero Renato la ignoró.
–… me ha advertido de que es hora de poner mis asuntos en orden y asegurar el futuro de la familia –señaló con la cabeza a un hombre trajeado–. John Canton, mi abogado.
Pedro lo miró de arriba abajo. El hombre que lo había llamado…
–Debe de pagarte muy bien para mentir acerca de la vida y la muerte.
–Solo me estaba complaciendo, dadas las circunstancias –respondió Renato por él, sin mostrarse arrepentido en absoluto–. Tienes que estar en casa, Pedro. Tu responsabilidad es cuidar de la familia cuando yo muera. Canton…
Pedro frunció el ceño mientras su abuelo volvía a recostarse, como si no tuviera fuerzas para mantener su papel de implacable tirano.
–Como ya te ha dicho tu abuelo, soy su abogado –Canton le tendió la mano y Pedro la estrechó. Su apretón era fuerte, quizá compensando su delgada constitución–. Durante más de cinco años he estado manejando los asuntos de tu abuelo.
–Mis más profundas condolencias.
El abogado pestañeó con asombro tras sus gafas y Renato levantó la cabeza con irritación.
–Hay cosas que necesitan atención inmediata,Pedro.
–¿Quieres decir que vas a arreglarlo todo para que las cosas sigan siendo como tú quieres?
Renato consiguió incorporarse ligeramente.
–He sido el cabeza de familia durante cincuenta años y sé lo que es mejor para ella, a diferencia de un holgazán que se larga a las primeras de cambio. Tu madre… –se echó hacia atrás con un gemido ahogado y empezó a temblar.
–Paula –la llamó Canton.
Ella corrió hacia la cama y le tomó el pulso a Renato. Pedro se fijó en el temblor de sus dedos y supo que el viejo no le era indiferente, sobre todo cuando le sostuvo la cabeza para que bebiera agua.
–Deberías estar en el hospital –dijo él. El corazón se le había acelerado a pesar del esfuerzo por permanecer impasible.
–Se negó a recibir tratamiento y dijo que si iba a morir sería en Alfonso Manor –explicó Canton–. Paula ya vivía aquí y pudo seguir las instrucciones de los médicos.
Renato recuperó la respiración y permaneció recostado y con los ojos cerrados. Pero era Paula quien inquietaba a Pedro. ¿Solo estaba allí como enfermera o había otra razón?
Paula volvió a alejarse de la cama, pero no demasiado.
Pedro apenas pudo distinguir su figura, apoyada en la pared con los brazos cruzados. Su presencia lo desconcertaba y distraía, pero tenía que concentrarse en la inminente batalla que iba a desatarse.
–Tu abuelo está preocupado por la fábrica… –empezó Canton.
–Me importa un bledo la fábrica. Por mí como si la demuelen o la queman.
Su abuelo endureció el rostro, pero Pedro no iba a defender el negocio por el que Renato se había desvivido en detrimento de las necesidades emocionales de su familia.
–¿Y el pueblo? –preguntó Canton–. ¿No te importa la gente que trabaja en Alfonso Mills? Estamos hablando de varias generaciones. Amigos de tu madre, chicos con los que fuiste al colegio, sobrinos de Maria…
Pedro apretó la mandíbula. La fábrica había funcionado desde hacía siglos, comenzando como una simple desmotadora de algodón. Actualmente era un referente en el mercado algodonero, especializado en ropa de cama de primera calidad. Renato podía ser un tirano, pero había hecho que el negocio prosperara incluso en tiempos de crisis.
–No quiero hacerme cargo. Nunca he querido –se acercó a la ventana para mirar a lo lejos entre la lluvia. La tensión le agarrotaba el cuello.
Pero era la presencia de Paula lo que poco a poco iba adueñándose de su atención, a pesar de no estar hablando con ella. ¿Qué hacía allí? ¿Cuánto tiempo llevaba en la mansión? ¿Alguna vez en su vida había encontrado su lugar? Una creciente emoción le incrementó la tensión de los músculos y le provocó dolor de cabeza.
–Sabías que esto acabaría pasando –le dijo a su abuelo–. Tendrías que haber vendido la fábrica o haberla dejado en manos de otra persona. En uno de mis hermanos.
–No es responsabilidad suya –insistió Renato–. Tú eres el primogénito y te corresponde a ti… Y ya va siendo hora de que aprendas cuál es tu lugar.
–El señor Alfonso quiere que la fábrica siga siendo una institución familiar que ofrezca empleo al pueblo –intervino Canton, como si pudiera intuir la furia que ardía en el interior de Pedro–. Los únicos compradores potenciales quieren derribarla y vender el terreno.
–Ah, el eterno nombre de los Alfonso –se burló Pedro–. ¿Habéis pensado ya en un monumento?
–Haré lo que tenga que hacer –dijo una voz cansada pero firme desde la cama–. Y tú también.
–¿Cómo piensas obligarme? Ya me fui de aquí una vez, y estaré encantado de volver a hacerlo.
–¿En serio? ¿Crees que sería lo mejor para tu madre? –preguntó Renato, pero no le dio tiempo a responder–. Me he pasado toda la vida trabajando para continuar el legado de mi padre. No voy a permitir que todo se eche a perder por tu culpa. Vas a cumplir con tu deber, te guste o no.
–De eso nada. Por lo que a mí respecta, el nombre de los Alfonso puede desaparecer para siempre.
–Sabía que reaccionarías así –dijo su abuelo con un suspiro–. Por eso tengo una oferta que no podrás rechazar.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)