sábado, 18 de abril de 2015

CHANTAJE: CAPITULO 1




Pedro Alfonso reprimió un escalofrío que nada tenía que ver con la tormenta que se desataba a su alrededor. Por un instante permaneció inmóvil, mirando las elaboradas volutas talladas en la puerta de roble. Una puerta que se había jurado que nunca volvería a cruzar, al menos mientras su abuelo estuviera vivo.


Se había jurado que nunca más volvería a verse encerrado entre los muros de Alfonso Manor. Había creído tener todo el tiempo del mundo para compensar a su madre por su ausencia. En su ignorancia no se había percatado de todo a lo que tendría que renunciar para cumplir su juramento. 


Mucho tiempo después un nuevo juramento lo llevaba de vuelta… En esa ocasión por el bien de su madre.


La idea le provocó náuseas en el estómago. Agarró la aldaba con forma de cabeza de oso. Bajo aquella feroz tormenta no iba a recorrer a pie los quince kilómetros hasta Black Hills. Las náuseas se le aliviaron al recordar que no estaría allí mucho tiempo, solo lo necesario. Volvió a llamar y esperó. Si fuera su hogar no tendría que esperar a que le abrieran. Se había marchado como un joven atolondrado y ambicioso y volvía como un adulto después de haberse labrado su propio éxito. Pero por desgracia no tendría la satisfacción de restregarle sus logros a su abuelo, porque Renato Alfonso estaba muerto.


El pomo se movió y la puerta se abrió hacia dentro con un chirrido. Un hombre alto y erguido a pesar del pelo gris y escaso parpadeó un par de veces como si no confiara en la visión de sus viejos ojos. Pedro se había marchado de casa con dieciocho años, pero recordaba perfectamente a Nolen, el mayordomo de la familia.


–Ah, señorito Pedro, lo estábamos esperando –dijo el anciano.


–Gracias –respondió Pedro con sinceridad, y se acercó para clavar la mirada en los azules ojos del mayordomo. Otro relámpago iluminó el cielo, seguido casi inmediatamente por un trueno que hizo retumbar las paredes. La tormenta reflejaba la agitación interna de Pedro.


El mayordomo abrió la puerta del todo y la cerró después de que Pedro entrara.


–Ha pasado mucho tiempo, señorito Pedro.


El recién llegado buscó algún matiz de reproche en la voz del viejo, pero no encontró ninguno.


–Deje aquí su equipaje, por favor. Yo lo subiré en cuanto Maria haya preparado su habitación.


De modo que también seguía la misma ama de llaves que les había hecho galletas a él y a sus hermanos mientras lloraban la pérdida de su padre. Al parecer tenían razón los que afirmaban que en los pueblos pequeños las cosas no cambiaban nunca.


Pedro le echó un rápido vistazo al vestíbulo. Todo seguía exactamente igual a como lo recordaba, salvo la ausencia de una foto tomada mucho tiempo atrás, un año antes de la muerte de su padre, en la que aparecían sus padres, él con quince años y sus hermanos gemelos.


Dejó la bolsa de viaje y el ordenador portátil y, tras sacudirse las gotas de lluvia, siguió los silenciosos pasos de Nolen hacia la parte central de la casa. Su madre siempre había llamado «la galería» al corredor que rodeaba la escalera y que brindaba a las visitas una vista despejada de las barandillas y rellanos de los dos pisos superiores. Antes de que se instalara el aire acondicionado, la brisa que soplaba por aquel espacio hacía soportables las sofocantes tardes de Carolina del Sur. Aquel día las pisadas resonaban en las paredes como si el lugar estuviera vacío y abandonado.


Pero su madre estaba allí, en alguna parte. Seguramente en sus viejos aposentos. Pedro no quería pensar en ella ni en su lamentable estado. Habían pasado dos años desde la última vez que la oyó por teléfono, justo antes de sufrir un derrame cerebral. Después de que un accidente de coche la hubiera imposibilitado para viajar, llamaba a Pedro una vez a la semana… siempre cuando Renato salía de casa. La última vez que Pedro vio el número de Alfonso Manor en el identificador de llamada era su hermano para decirle que su madre había sufrido un derrame cerebral, provocado por las complicaciones de su parálisis. Desde entonces, no hubo más llamadas.


Se sorprendió al ver que Nolen se dirigía directamente a la escalera, con sus pasamanos de roble reluciendo en la penumbra como si estuvieran recién abrillantados. Las reuniones formales solían celebrarse en el estudio de su abuelo, donde Pedro había supuesto que se encontraría con el abogado para ocuparse inmediatamente de los negocios.


–¿No está el abogado? –preguntó, intrigado.


–Me han dicho que lo lleve arriba –respondió Nolen sin mirar atrás. ¿Acaso veía con recelo al hijo pródigo, como una amenaza desconocida que fuera a cambiar la vida que Nolen había llevado durante cuarenta años?


Pues sí, eso iba a hacer. Tenía intención de usar el dinero de su abuelo para proporcionarle a su madre los mejores cuidados posibles y que viviera más cerca de sus hijos. Lo vendería todo y después regresaría a Nueva York, donde solo lo esperaba la carrera que se había labrado a base de duro esfuerzo. No quería tener nada que ver con Alfonso Manor ni con los recuerdos que moraban entre aquellas paredes.


Entonces advirtió la dirección que tomaba Nolen y sintió que se le revolvía el estómago. Las habitaciones de sus hermanos y la suya ocupaban el tercer piso, mientras que en el segundo piso solo estaban los dormitorios de su madre y de su abuelo, a ninguno de los cuales estaba preparado para ver. A su madre solo la vería cuando se sintiera preparado. A su abuelo, jamás.


El abogado, Canton, le había dicho que Renato había muerto la noche anterior. Desde entonces Pedro solo se había preocupado por hacer el equipaje y llegar hasta allí. Solo después de hablar con Canton afrontaría lo que le deparase el futuro.


–¿Qué ocurre, Nolen? –le preguntó al mayordomo al acercarse al dormitorio de su abuelo.


El mayordomo no respondió, recorrió los últimos pasos hasta la puerta y giró el pomo antes de echarse hacia atrás.


–El señor Canton está dentro, señorito Pedro.


El título de su infancia le resonó dolorosamente en los oídos. Pedro apretó la mandíbula y respiró profundamente.


Era peor que lo llamaran señor Alfonso. Ni siquiera deberían tener aquel apellido, pero su madre había cedido a las exigencias del viejo Renato. El apellido Alfonso tenía que sobrevivir a toda costa, y a falta de herederos varones había exigido que su única hija le pusiera Alfonso a sus hijos, rechazando el legado que el padre de Pedro hubiese querido.


Pedro sacudió la cabeza y entró en la habitación. Hacía calor, a pesar de la tormenta. Dirigió la mirada a la inmensa cama de columnas con dosel morado y el corazón le dio un vuelco. Observándolo desde la cama estaba su abuelo. Su abuelo muerto.


Se quedó inmóvil mirando al hombre incorporado en la cama que lo examinaba con ojos penetrantes. Estaba mucho más delgado y frágil, pero seguía irradiando la misma autoridad.


Lo observó fijamente unos segundos. Con Renato no había mejor defensa que un buen ataque.


–Sabía que eras un hueso duro de roer, Renato, pero no que pudieras volver de entre los muertos.


Su abuelo esbozó una media sonrisa.


–De tal palo, tal astilla.


Pedro se abstuvo de responder al tópico y añadió un nuevo dato de información a su arsenal: Renato tal vez no estuviera muerto, pero su voz áspera y temblorosa, junto a la palidez lechosa de su otrora bronceada piel, evidenciaba su delicado estado de salud. Se preguntó por qué no estaba en el hospital, aunque tampoco hubiera ido a verlo de haber sabido que estaba enfermo. Se había jurado que no volvería a poner un pie en Alfonso Manor hasta que su abuelo estuviese muerto.


Algo que el viejo sabía muy bien… La furia le cegó, pero se obligó a calmarse. Respiró profundamente y vio a la mujer que se acercaba a la cama con un vaso de agua. Renato la miró con el ceño fruncido, molesto por la interrupción.


–Tienes que tomarte esto –le dijo ella en tono amable pero firme. Tenía el pelo largo y ondulado, de color castaño oscuro, y un rostro de facciones elegantes. Un uniforme sanitario azul definía un cuerpo esbelto con las curvas adecuadas, algo en lo que Pedro no debería estar fijándose en aquellos momentos.


Intentó apartar la mirada, sin éxito. La mujer miró a Renato con dos píldoras blancas en la mano. Y entonces Pedro la reconoció.


–¿Intrusa? –preguntó, sin darse cuenta de que hablaba en voz alta.


La mujer se quedó inmóvil y James dijo:
–Veo que te acuerdas de Paula…


Desde luego que la recordaba. Y por su rígida postura intuía que ella recordaba su apodo. Paula lo miró con la misma expresión testaruda de cuando eran niños y él la apartaba de su lado como si fuera una mosca, una mocosa que siempre buscaba la atención. Hasta la última vez, cuando Pedro se burló cruelmente de ella por entrometerse en una familia que no era la suya, y sus lágrimas se le habían quedado a Pedro permanentemente grabadas en la conciencia.


Pedro… –lo saludó con un simple asentimiento, antes de volverse hacia Renato–. Tómate esto, por favor –parecía elegante y serena, pero se percibía su fortaleza bajo la ropa. 


¿Sería también sexy sin aquel atuendo?


No, no podía pensar en esas cosas. Su política de aventuras de una sola noche descartaba cualquier tipo de lazo, y aquella mujer llevaba «compromiso» escrito en la cara. Él no se quedaría allí el tiempo suficiente para averiguar nada de nadie.


Renato aceptó las píldoras con un gruñido y se las tragó con el agua.


–¿Ya estás contenta?


–Sí, gracias –respondió ella sin inmutarse.


Pedro la siguió con la mirada mientras se dirigía hacia la ventana, antes de volver a fijarse en la cama que dominaba la habitación.


–¿Qué quieres?


Su abuelo esbozó una media sonrisa.


–Directo al grano. Siempre me gustó ese rasgo de ti, chico –hablaba con voz lenta y pausada–. Tienes razón. Será mejor empezar cuanto antes –se irguió un poco en la cama–.
He sufrido un grave ataque al corazón, y aunque aún no estoy muerto, este pequeño episodio…


–¡Pequeño! –exclamó Paula, pero Renato la ignoró.


–… me ha advertido de que es hora de poner mis asuntos en orden y asegurar el futuro de la familia –señaló con la cabeza a un hombre trajeado–. John Canton, mi abogado.


Pedro lo miró de arriba abajo. El hombre que lo había llamado…


–Debe de pagarte muy bien para mentir acerca de la vida y la muerte.


–Solo me estaba complaciendo, dadas las circunstancias –respondió Renato por él, sin mostrarse arrepentido en absoluto–. Tienes que estar en casa, Pedro. Tu responsabilidad es cuidar de la familia cuando yo muera. Canton…


Pedro frunció el ceño mientras su abuelo volvía a recostarse, como si no tuviera fuerzas para mantener su papel de implacable tirano.


–Como ya te ha dicho tu abuelo, soy su abogado –Canton le tendió la mano y Pedro la estrechó. Su apretón era fuerte, quizá compensando su delgada constitución–. Durante más de cinco años he estado manejando los asuntos de tu abuelo.


–Mis más profundas condolencias.


El abogado pestañeó con asombro tras sus gafas y Renato levantó la cabeza con irritación.


–Hay cosas que necesitan atención inmediata,Pedro.


–¿Quieres decir que vas a arreglarlo todo para que las cosas sigan siendo como tú quieres?


Renato consiguió incorporarse ligeramente.


–He sido el cabeza de familia durante cincuenta años y sé lo que es mejor para ella, a diferencia de un holgazán que se larga a las primeras de cambio. Tu madre… –se echó hacia atrás con un gemido ahogado y empezó a temblar.


–Paula –la llamó Canton.


Ella corrió hacia la cama y le tomó el pulso a Renato. Pedro se fijó en el temblor de sus dedos y supo que el viejo no le era indiferente, sobre todo cuando le sostuvo la cabeza para que bebiera agua.


–Deberías estar en el hospital –dijo él. El corazón se le había acelerado a pesar del esfuerzo por permanecer impasible.


–Se negó a recibir tratamiento y dijo que si iba a morir sería en Alfonso Manor –explicó Canton–. Paula ya vivía aquí y pudo seguir las instrucciones de los médicos.


Renato recuperó la respiración y permaneció recostado y con los ojos cerrados. Pero era Paula quien inquietaba a Pedro. ¿Solo estaba allí como enfermera o había otra razón?


Paula volvió a alejarse de la cama, pero no demasiado. 


Pedro apenas pudo distinguir su figura, apoyada en la pared con los brazos cruzados. Su presencia lo desconcertaba y distraía, pero tenía que concentrarse en la inminente batalla que iba a desatarse.


–Tu abuelo está preocupado por la fábrica… –empezó Canton.


–Me importa un bledo la fábrica. Por mí como si la demuelen o la queman.


Su abuelo endureció el rostro, pero Pedro no iba a defender el negocio por el que Renato se había desvivido en detrimento de las necesidades emocionales de su familia.


–¿Y el pueblo? –preguntó Canton–. ¿No te importa la gente que trabaja en Alfonso Mills? Estamos hablando de varias generaciones. Amigos de tu madre, chicos con los que fuiste al colegio, sobrinos de Maria…


Pedro apretó la mandíbula. La fábrica había funcionado desde hacía siglos, comenzando como una simple desmotadora de algodón. Actualmente era un referente en el mercado algodonero, especializado en ropa de cama de primera calidad. Renato podía ser un tirano, pero había hecho que el negocio prosperara incluso en tiempos de crisis.


–No quiero hacerme cargo. Nunca he querido –se acercó a la ventana para mirar a lo lejos entre la lluvia. La tensión le agarrotaba el cuello.


Pero era la presencia de Paula lo que poco a poco iba adueñándose de su atención, a pesar de no estar hablando con ella. ¿Qué hacía allí? ¿Cuánto tiempo llevaba en la mansión? ¿Alguna vez en su vida había encontrado su lugar? Una creciente emoción le incrementó la tensión de los músculos y le provocó dolor de cabeza.


–Sabías que esto acabaría pasando –le dijo a su abuelo–. Tendrías que haber vendido la fábrica o haberla dejado en manos de otra persona. En uno de mis hermanos.


–No es responsabilidad suya –insistió Renato–. Tú eres el primogénito y te corresponde a ti… Y ya va siendo hora de que aprendas cuál es tu lugar.


–El señor Alfonso quiere que la fábrica siga siendo una institución familiar que ofrezca empleo al pueblo –intervino Canton, como si pudiera intuir la furia que ardía en el interior de Pedro–. Los únicos compradores potenciales quieren derribarla y vender el terreno.


–Ah, el eterno nombre de los Alfonso –se burló Pedro–. ¿Habéis pensado ya en un monumento?


–Haré lo que tenga que hacer –dijo una voz cansada pero firme desde la cama–. Y tú también.


–¿Cómo piensas obligarme? Ya me fui de aquí una vez, y estaré encantado de volver a hacerlo.


–¿En serio? ¿Crees que sería lo mejor para tu madre? –preguntó Renato, pero no le dio tiempo a responder–. Me he pasado toda la vida trabajando para continuar el legado de mi padre. No voy a permitir que todo se eche a perder por tu culpa. Vas a cumplir con tu deber, te guste o no.


–De eso nada. Por lo que a mí respecta, el nombre de los Alfonso puede desaparecer para siempre.


–Sabía que reaccionarías así –dijo su abuelo con un suspiro–. Por eso tengo una oferta que no podrás rechazar.





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