lunes, 16 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 2





—Eh, no recuerdo que este sea el día de «Lleva a tu mascota al trabajo» —bromeó Alfredo Delgado, uno de los chefs empleados en la empresa de catering de Teresa Manetti, cuando Paula entró sujetando una correa provisional, hecha de cuerda. El labrador negro estaba al otro extremo, dispuesto a investigar cada centímetro del local en cuanto lo soltara.


Teresa salió de su pequeño despacho y miró al animal con expresión inescrutable.


—Siento llegar tarde —le dijo Paula a la mujer que pagaba su sueldo—. He tenido una complicación.


—Desde aquí, se diría que la complicación te ha seguido —comentó Teresa.


Miró expectante a la joven que había acogido bajo su ala hacía poco más de un año. Había contratado a Paula como chef de repostería tras descubrir que creaba exquisiteces capaces de arrancar lágrimas de deleite a aquellos que las probaban. Pero, sobre todo, Teresa la había contratado porque Paula se había quedado sola en el mundo tras el fallecimiento de su madre. Teresa, al igual que sus amigas, Maria y Cecilia, era una mujer muy compasiva.


Las mejillas de Paula se tiñeron de rosa.


—Lo siento, estaba en el umbral cuando abrí la puerta. No podía dejarlo suelto en la calle. Si al volver a casa me lo hubiera encontrado atropellado por un coche, jamás podría perdonármelo.


—¿Por qué no lo has dejado en tu casa? —preguntó Alfredo, curioso—. Es lo que habría hecho yo —se agachó y rascó al perrito detrás de las orejas.


—Yo también lo habría hecho —contestó Paula—, pero hay un problema: por lo visto cree que el mundo es un enorme juguete que mordisquear.


—Así que lo has traído aquí —concluyó Teresa. No sonó a pregunta ni a acusación, sino a declaración de hecho. Sus labios se curvaron divertidos mientras miraba al animal—. Asegúrate de que no entre en la cocina.


—Aquí todo es de metal —Paula señaló a su alrededor, con la esperanza de que Teresa entendiera su punto de vista. Solo era una solución temporal—. Sus dientecitos no pueden causar ningún daño —miró a su jefa—. ¿Puede quedarse hoy?


Teresa simuló pensárselo, como si no hubiera tenido nada que ver con la mágica aparición del perrito en la puerta de su repostera. Cuando Maria había comentado que el hijo de su difunta amiga iba a abrir una clínica veterinaria a dos puertas de su agencia, para luego ofrecerlo como nuevo candidato de sus servicios «especiales», Teresa había sugerido emparejar a Pedro con Paula. Hacía tiempo que pensaba que la joven necesitaba que ocurriera algo positivo en su vida.


La estrategia para provocar un acercamiento había surgido espontáneamente cuando Cecilia les preguntó si conocían a alguien que quisiera adoptar a un cachorro. Su perra, Princesa, había tenido una camada de ocho hacía seis semanas y necesitaba colocarlos «antes de que se comieran su casa». Fue como un rayo que dio luz a su plan.


Teresa, que sabía a qué hora solía salir Paula de casa, informó a Cecilia. Esta procedió a dejar al cachorro, el más pequeño de la camada, en su puerta. Para que se quedara allí, había insertado una golosina masticable en la trama del felpudo de bienvenida. Después había corrido de vuelta al coche a esperar hasta que Paula abriera la puerta.



*****


Una vez aceptada su presencia en el local de catering, el perrito procedió a olisquear e investigar cada rincón.


Paula lo vigilaba como un halcón, temiendo que hiciera algo terrible. Teresa era una persona maravillosa, pero todo el mundo tenía su límite y no quería que fuera el cachorro quien superara el de su jefa.


—Perdón, Teresa… —empezó Paula, apartando al cachorro de un rincón en el que había varias cajas de cartón—, ¿cuántos años tienen tus nietos?


—¿Por qué? —Teresa le dedicó una mirada intencionadamente disuasoria.


—¿No les encantaría tener un perrito? —ofreció Paula con una sonrisa animosa—. Podrías sorprenderlos con Jonathan.


—¿Jonathan? —Theresa enarcó una ceja, interrogante.


—El cachorrito —Paula señaló al labrador—. Tenía que llamarlo de alguna manera —explicó.


—Le has puesto nombre. Eso significa que ya te has encariñado —apuntó Alfredo, riéndose como si eso diera el asunto por concluido.


Paula esbozó una expresión de pánico. No quería encariñarse con nada. Aún estaba intentando superar la pérdida de su madre y reorganizar su vida. Asumir algo nuevo, aunque fuera una mascota, era inviable.


—No, claro que no —protestó—. Simplemente no podía seguir llamándolo «él».


—Claro que podías —la contradijo Alfredo con certidumbre—. Que no quisieras hacerlo significa que ya has creado un vínculo con esa inquieta bola de pelo.


—No, nada de vínculos —negó Paula con firmeza—. Ni siquiera sé cómo relacionarme con un animal. La única mascota que he tenido en mi vida fue un pececito de colores, Seymour, y solo vivió dos días —no dijo que eso la había convencido de que no estaba capacitada para ocuparse de mascota alguna.


—Entonces, ya es hora de que vuelvas a intentarlo, Paula —aseveró Alfredo que, obviamente, no veía las cosas de la misma manera—. No puedes aceptar la derrota con tanta facilidad.


—Teresa… —Paula apeló a la compasión de su jefa.


—Estoy de acuerdo con Alfredo —Teresa le puso una mano en el hombro—. Además, todavía no puedes darle el perro a nadie.


—¿Por qué? —peguntó Paula.


—Porque su dueño podría estar buscándolo en este mismo momento —explicó Teresa con un cuidado aire de inocencia.


Paula resopló. No había pensado en eso.


—Tienes razón —admitió, avergonzada—. Haré carteles y los pegaré por el barrio.


—Entretanto —continuó Teresa, mirando pensativamente a la bola de pelo negro—, te sugiero que compruebes que el animalito está sano.


—¿Y cómo voy a hacer eso? —inquirió Paula, que no tenía la más mínima noción de cómo cuidar a un ser no humano. Ni siquiera se le daban bien las plantas. Como todas se marchitaban y morían cuando caían en sus manos, había renunciado a intentarlo. La idea de ocuparse de un perro le provocaba escalofríos.


—Bueno, para empezar, si yo fuera tú, lo llevaría a un veterinario —sugirió Teresa.


—¿Un veterinario? —miró al perrito, que parecía embelesado con Alfredo. En ese momento, el chef lo deleitaba rascándole las orejas y el morro—. No parece enfermo. ¿Es necesario?


—Sin duda —contestó Teresa sin el menor titubeo—. Piénsalo, si alguien lo está buscando, ¿qué impresión darías si devolvieras al perro enfermo? Hasta podrían denunciarte por negligencia.


Paula se sintió acorralada. Lo último que deseaba era involucrarse en el cuidado de un ser vivo. Miró a Jonathan con inquietud.


—Ojalá no hubiera abierto la puerta esta mañana —se lamentó.


—Oh, ¿cómo puedes decir eso? Mira esta adorable carita —urgió Teresa, alzando la barbilla del perrito y volviendo su morro hacia Paula.


—Intento no hacerlo —contestó Paula con sinceridad. Pero Teresa tenía razón. No quería arriesgarse a que le pasara algo mientras estuviera temporalmente a su cargo. Temporalmente, sin duda—. En fin, ¿cómo busco a un veterinario que sea bueno pero no caro? No sé por dónde empezar —admitió mirando a Teresa, que había sido quien había sacado el tema a colación.


—Pues has tenido suerte —Teresa esbozó una sonrisa casi beatífica—. Sé de uno que acaba de abrir una clínica a dos puertas del negocio de una de mis mejores amigas. Le llevó a su perro Lazarus y asegura que hizo milagros con él.


Que Maria no tuviera perro era un detalle sin importancia en el conjunto del plan. Por norma, Teresa no mentía, pero en ciertos casos había que flexibilizar las normas, o saltárselas por completo.


—¿Quieres que la llame para pedirle su número de teléfono? —sugirió.


—Claro, ¿por qué no? —Paula, resignada, se encogió de hombros. Parecía tan buen plan como cualquier otro—. ¿Qué puedo perder? Solo es cuestión de dinero, ¿no?


Teresa sabía que la joven no andaba sobrada de dinero, así que decidió proponer lo que consideraba una inversión en la felicidad futura de Paula.


—Mira, hemos tenido un mes muy bueno. Yo pagaré la visita al veterinario —ofreció, acariciando la cabeza del inquieto perrito. Este se detuvo un segundo para disfrutar de la caricia y luego volvió concentrarse en olisquear todo lo que había a su alrededor—. Considéralo un regalo de mi parte.


—¿Y yo qué? —dijo Alfredo, simulando sentirse maltratado—. ¿Tienes algún regalo para mí, jefa?


—También pagaré tu visita al veterinario, si decides que necesitas ir —le devolvió Teresa, ya girando para entrar en su despacho.


Cerró la puerta y fue hacia el escritorio. No le gustaban los teléfonos móviles; en su opinión la conexión siempre era más clara en una línea fija. Alzó el auricular y marcó un número.


—Connor. Inmobiliaria —contestó Maria.


—Houston, tenemos un despegue —susurró Teresa con tono teatral.


—¿Teresa? ¿Eres tú?


—Claro que soy yo. ¿Quién si no iba a llamarte y decir algo así?


—No tengo ni idea. Teresa, no te ofendas, pero es obvio que ves demasiadas películas. ¿Qué se supone que quieres decir?


—Que Paula va a llevarle el cachorro al hijo de Francisca —replicó Teresa con voz impaciente.


—¿Y por qué no has dicho eso?


—Porque eso suena muy normal.


—A veces, Teresa, lo normal está muy bien. ¿Va a llevárselo hoy?


—Eso es lo que le he sugerido.


—Perfecto —dijo Maria con entusiasmo—. No hay nada como estar a dos puertas de un amor a punto de alzar el vuelo.


—No veo que eso sea diferente de «Houston tenemos un despegue» —protestó Teresa.


—Puede que no, Teresa —concedió Maria, sobre todo porque sabía que a su amiga le gustaba tener la razón—. Puede que no lo sea.






DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 1





Cómo se ha hecho tan tarde?


La exasperada, aunque retórica, pregunta resonaba en su cerebro mientras Paula Chaves recorría la casa comprobando que no había dejado las ventanas abiertas y que había echado el cerrojo de la puerta de atrás. No había habido muchos robos en su vecindario, pero vivía sola y eso la llevaba a ser cuidadosa.


Tenía la sensación de que los minutos volaban.


En otro tiempo siempre había sido más que puntual, ya se tratara de citas formales o de asuntos cotidianos. Pero eso había sido antes de que su madre falleciera, antes de quedarse sola y ser la única a cargo de los detalles de su vida.


A su modo de ver, había sido mucho más organizada y puntual cuando, además de cuidar de su madre, había tenido dos empleos para poder pagar las facturas médicas. 


Desde que solo era responsable de sí misma, parecía haber perdido la capacidad de organizarse. Si quería estar lista a las ocho, tenía que conminar a su mente para estarlo a las siete y media, y ni siquiera eso servía para lograr su objetivo.


Esa mañana se había dicho que saldría por la puerta a las siete. Eran las ocho y diez cuando se puso los zapatos de tacón.


—Por fin —murmuró, agarrando su bolso y lanzándose hacia la puerta mientras buscaba las llaves que, últimamente, tenían tendencia a perderse en algún rincón del enorme bolso.


Preocupada y absorta en la frenética búsqueda que estaba retrasándola aún más, Paula estuvo a punto de pisarlo.


En su defensa, no había esperado que hubiera nada en el umbral, y menos aún una bola de pelo negro en movimiento, que aulló patéticamente cuando pisó una de sus patas.


Paula saltó hacia atrás y se llevó la mano al pecho, para contener un corazón que parecía a punto de desbocarse. Al mismo tiempo, dejó caer el bolso que, tan lleno como una maleta, golpeó el suelo con fuerza, asustando aún más a la negra y peluda bola: un cachorro de labrador.


En vez de salir corriendo, como habría sido de esperar, el perro empezó a lamer una de sus sandalias y, en consecuencia, los dedos de sus pies. La lengüecita rosa le hizo cosquillas.


Sorprendida, al tiempo que encantada, Paula se agachó para ponerse a la altura del perrito, olvidando por el momento su apretada agenda.


—¿Te has perdido? —le preguntó.


Dado que estaba a su nivel, el labrador negro abandonó sus zapatos y empezó a lamerle la cara. Si hubiera habido un atisbo de dureza en el corazón de Paula, se habría convertido en papilla mientras se rendía por completo al inesperado invasor.


Cuando se puso en pie de nuevo, Paula miró a ambos lados de la calle residencial para comprobar si había alguien buscando con frenesí a su mascota perdida.


Solo vio al señor Baker, al otro lado de la calle, subiendo a su Corvette azul cielo, en el que conducía al trabajo a diario.


No prestó atención al sedán beis que había unos metros más adelante, ni vio a la mujer mayor que, encorvada en el asiento delantero, intentaba pasar desapercibida.


El perrito parecía estar solo.


Volvió a mirar al cachorro, que volvía a lamerle las sandalias. 


Echó un pie hacia atrás y luego el otro, pero solo consiguió que el labrador, concentrado en sus zapatos, entrara en la casa.


—Parece que tu familia aún no se ha dado cuenta de tu desaparición —le dijo.


El perrito la miró con la cabeza ladeada, como si estuviera escuchando cada palabra. Paula no pudo evitar preguntarse si el animal la entendía. Aunque cierta gente decía que los perros solo entendían las órdenes que les habían repetido una y otra vez, ella lo dudaba. El que tenía delante la miraba a los ojos y estaba segura de que entendía cada palabra.


—Tengo que ir a trabajar —le dijo al peludo e inesperado huésped.


El labrador siguió mirándola como si fuera la única persona en el mundo. Paula sabía reconocer cuándo había perdido la batalla. Con un suspiro, retrocedió y permitió al perrito acceso a la casa.


—De acuerdo, puedes entrar y quedarte hasta que vuelva —le dijo, rindiéndose a los cálidos ojos marrones que la miraban con atención.


Comprendió que, si dejaba al animal allí, tenía que proporcionarle comida y bebida. Giró sobre los talones y fue a la cocina a buscar algo.


Llenó un cuenco de agua y sacó unas lonchas de la carne asada que había comprado la noche anterior, cuando volvía a casa del trabajo.


Puso las lonchas sobre una servilleta y la dejó en el suelo, junto con el cuenco.


—Esto te bastará hasta que vuelva —le dijo al perrito que, en vez de ir hacia la comida, como había esperado, se entretenía mordisqueando una pata de la silla de la cocina.


—¡Eh! —gritó—. ¡Deja eso!


El cachorro siguió mordiendo hasta que lo apartó de la silla. 


Entonces la miró, confuso.


Solo llevaba cinco minutos dentro de la casa y ya se había convertido en un problema.


—Oh, cielos, te están saliendo los dientes, ¿verdad? Si te dejo aquí, para cuando vuelva todo estará devastado como si hubiera llegado una plaga de langostas, ¿verdad? —Paula suspiró. Tenían razón quienes decían que toda buena acción tenía su castigo—. Bueno, pues entonces no puedes quedarte —Paula miró la cocina y la salita que había tras ella. 


Casi todos los muebles, excepto el televisor, tenían más años que ella—. No tengo dinero para comprar muebles nuevos.


Como si entendiera que estaban a punto de echarlo, el perrito la miró y empezó a gemir.


Paula, de corazón blando, supo que no podía ganarle la partida a la triste bola peluda de cuatro patas. Cerrarle la puerta sería como abandonarlo en mitad de una ventisca.


—Vale, vale, puedes venir conmigo —gimió, rindiéndose—. Puede que alguien del trabajo tenga alguna idea sobre qué puedo hacer contigo.


Estudió al cachorro con inquietud, preguntándose si la mordería en el caso de que intentara agarrarlo. Su experiencia con los perros se limitaba a lo que había visto en televisión. Había comprendido que no podía dejarlo solo en casa, pero tenía la sensación de que el labrador no había sido adiestrado para obedecer.


Estuviera adiestrado o no, al menos tenía que intentar que siguiera sus instrucciones. Así que volvió hacia la puerta de entrada. El perrito la observaba con atención, pero clavado en el sitio. Paula se dio tres palmadas en el muslo. El animal ladeó la cabeza como si dijera «¿Ahora qué?


—Vamos, chico, ven aquí —lo llamó Paula, volviendo a palmearse la pierna, esta vez más rápido. El perrito se acercó con una expresión que parecía gritar: «Vale, aquí estoy. ¿Ahora qué?».


Paula no tenía respuesta a la pregunta, pero esperaba obtenerla en menos de una hora.




DELICIAS DE AMOR: PROLOGO







No me recuerdas, ¿verdad?


Maria Connors, abuela juvenil, exitosa agente inmobiliaria y casamentera por excelencia, miró al joven alto, guapo y rubio que había en el umbral de la puerta de su agencia. 


Hizo un rápido repaso mental de los muchos rostros con los que había interactuado en los últimos años, tanto profesional como personalmente. Pero no consiguió recordar al joven. 


Su sonrisa le resultaba familiar, pero el resto de su persona no.


Siempre honesta, Maria no intentó disimular su falta de memoria. Negó con la cabeza.


—Me temo que no —admitió.


—Era mucho más joven entonces, y supongo que parecía un palitroque rubio —le dijo él.


Ella no recordaba la cara, pero la sonrisa y la voz reverberaron en su memoria. La voz del joven era más grave, pero su cadencia le resultaba familiar. La había oído antes.


—Tu voz me suena y sé que he visto esa sonrisa antes, pero… —la voz de Maria se apagó mientras estudiaba su rostro—. Sé que no te he vendido una casa —afirmó. Eso no lo habría olvidado.


Recordaba a todos sus clientes y a todas las parejas que Teresa, Cecilia y ella habían unido en los últimos años. 


Desde su punto de vista, ella y sus mejores amigas habían encontrado su vocación unos años antes, cuando, desesperadas porque sus hijos se casaran y crearan sus propias familias, habían utilizado sus contactos en los tres negocios que dirigían para encontrarles parejas adecuadas.


Dado su gran éxito, habían descubierto que no podían dejarlo tras casar a todos sus retoños. Así que habían seguido con amigos y clientes.


Trabajaban en secreto, sin permitir que los dos sujetos involucrados supieran que estaban siendo emparejados. No lo hacían por afán de lucro, sino por la intensa satisfacción de saber que habían unido con éxito a dos almas gemelas.


El joven que tenía ante sí no era un cliente profesional ni privado, pero le era familiar.


—Me temo que tendrás que apiadarte de mí y decirme por qué reconozco tu sonrisa y tu voz pero no lo demás —dijo Maria, encogiéndose de hombros. De repente, tuvo una intuición—. Eres el hijo de alguien, ¿verdad?


Se preguntó de quién. No llevaba suficiente tiempo como agente inmobiliaria ni como casamentera para que ese joven pudiera ser un fruto de su trabajo.


—Lo era —clavó en ella sus ojos azules.


«Era». En cuanto oyó eso, lo supo.


—Eres el hijo de Francisca Alfonso, ¿verdad?


—Mamá siempre decía que eras muy aguda —sonrió—. Sí, soy el hijo de Francisca.


De inmediato, Maria conjuró la imagen de una mujer de risueños ojos azules y sonrisa fácil, que mantenía incluso ante cualquier adversidad.


La misma sonrisa que tenía ante sí.


—¿Pedro? —titubeó—. ¡Pedro Alfonso! —lo envolvió en un cálido abrazo—. ¿Cómo estás? —preguntó entusiasmada.


—Muy bien, gracias —respondió él—. Y parece que vamos a ser vecinos.


—¿Vecinos? —repitió Maria, confusa.


No había ninguna vivienda en venta en su manzana. Estaba al tanto de todas las casas que salían a la venta en el vecindario y en el resto de la ciudad, así que Maria supuso que el hijo de su amiga estaba equivocado.


—Sí, acabo de alquilar el local que hay a dos puertas de este —explicó él, refiriéndose al centro comercial en el que se encontraba la agencia inmobiliaria.


—¿Alquilado? —repitió ella. Esperaba que le dijera a qué se dedicaba sin tener que preguntarlo.


—Sí, me pareció que era un lugar ideal para mi consulta —respondió Pedro.


—¿Eres médico? —aventuró, dado que su propia hija era pediatra.


—De criaturas peludas, grandes y pequeñas —esbozó una sonrisa deslumbrante.


—Eres veterinario —concluyó Maria. Dio un paso atrás para mirarlo—. Pedro Alfonso —repitió—. Te pareces mucho a tu madre.


—Me tomaré eso como un cumplido —dijo él con calidez—. Siempre agradecí que tú y tus amigas ayudarais a mamá cuando estaba en tratamiento. No me dijo que estaba enferma hasta que se acercó el final —explicó. Eso le había dolido, pero, dadas las circunstancias, no había podido sino perdonar a su madre—. Ya sabes cómo era. Muy orgullosa.


—Muy orgullosa de ti —puntualizó Maria—. Recuerdo que me dijo que no quería interferir con tus estudios. Sabía que los dejarías si pensabas que ella te necesitaba.


—Lo habría hecho —aseveró él sin dudarlo.


Ella captó la nota de tristeza en su voz y cambió de tema. 


Francisca no habría querido que su hijo se recriminara por una decisión que ella había tomado por él.


—Así que veterinario, ¿eh? ¿Qué más ha cambiado en tu vida desde la última vez que te vi?


—No mucho —los anchos hombros subieron y bajaron con un gesto de despreocupación.


Llevada por el hábito, Maria miró su mano izquierda. No llevaba alianza, pero eso no implicaba necesariamente que fuera soltero.


—¿No hay una Señora Veterinaria?


Pedro, riendo, negó con la cabeza.


—No he tenido tiempo de encontrar a la mujer adecuada —confesó. No era cierto, pero no quería revisitar un tema doloroso—. Sé que mamá habría odiado esa excusa, pero así son las cosas. En fin, al ver tu nombre en la puerta, decidí venir a saludarte. Si algún día tienes un rato, pasa por mi consulta y hablaremos de mamá —ofreció.


—Lo haré —contestó Maria.


«Y más cosas», pensó, mientras Pedro salía. «A las chicas les va a encantar esto»







DELICIAS DE AMOR: SINOPSIS






¿Se atrevería aquella bella y tímida joven a arriesgarse por el hombre de sus sueños? 


La repostera Paula Chaves no quería comprometerse con nada que no fuera más allá de sus deliciosas pastas. Así que cuando un perrito apareció en su puerta, se sintió abrumada por la responsabilidad que eso conllevaba, y por la rapidez con la que se encariñó de la adorable criatura. Pero Paula no contaba con las consecuencias de llevar al lindo cachorro a visitar al atractivo veterinario local, Pedro Alfonso. El buen doctor le enseñó a llevar las riendas, o la correa, de la relación con su mascota… entre otras cosas, consiguiendo que Paula cuestionara su miedo al amor.





domingo, 15 de marzo de 2015

SOCIOS: CAPITULO FINAL





Agustina reaccionó con escepticismo cuando Paula la llamó para darle la noticia; pero, tras volver al piso y pasar una hora con ellos, se tranquilizó.


–Espero que cuides a Paula y la trates como se merece –le dijo a Pedro.


–Por supuesto. De hecho, mañana mismo le compraré un anillo de compromiso en París. ¿Qué os parece si vamos los tres a cenar?


–Mi mejor amiga se va mañana a Francia y no sé cuándo la volveré a ver, así que acepto –dijo Agustina.


Pedro sonrió.


–Puedes venir a vernos cuando quieras.


Después de la cena, llevaron a Agustina su casa y, a continuación, volvieron al piso de Paula.


–No sabes cuánto te amo, Pau. Jamás pensé que se pudiera querer tanto a nadie…


–A mí me pasa lo mismo –Paula le acarició la mejilla–. Y sabía que ibas a ganar esa medalla… Tu padre estaría muy orgulloso de ti.


–Y Arnaldo de ti. Te has ganado el afecto y el respeto de todas las personas que trabajan en los viñedos –afirmó–. Pero estaba pensando que quizás quieras que esperemos un poco para casarnos… Hasta que esté terminada la casa nueva.


–No es necesario. Podemos vivir en la casa de Arnaldo.


–Como prefieras. Si por mi fuera, me casaría contigo mañana mismo.


A la mañana siguiente, Pedro le llevó el desayuno a la cama y, acto seguido, reservó los billetes de avión y una suite en un hotel de París.


–¿Nos vamos a quedar a pasar la noche? –preguntó ella.


–Sí. Ya sabes que, hace diez años, tenía intención de pedirte el matrimonio en París. Me temo que mi propuesta llega un poco tarde, pero…


Ella sonrió.


–Olvídalo; eso es agua pasada. Los dos hemos aprendido de nuestros errores.


Él le dio un beso.


Horas después, llegaron a la capital francesa. La suite era un lugar increíblemente lujoso; tenía una cama enorme con dosel, una bañera circular de mármol, un salón que daba al Sena y una terraza con vistas de toda la ciudad.


–Es precioso…


–Como tú –dijo él–. Pero ahora tenemos que ir de compras.


Pedro la llevó a los Campos Elíseos y luego a una de las mejores joyerías de París.


Paula se probó varios anillos impresionantes y, al final, eligió el más sencillo de todos, uno de platino con un diamante en el centro.


El resto de la tarde, se dedicaron a pasear. En determinado momento, Pedro propuso que volvieran al hotel para cambiarse de ropa y ella se preguntó qué lugar habría elegido para entregarle el anillo oficialmente. ¿La torre Eiffel? ¿Montmartre? ¿El Arco del Triunfo?


–Antes que nada, quiero compartir algo contigo.


Pedro llenó la enorme bañera circular de la suite, le quitó la ropa lentamente y, cuando ella ya se había metido en el agua, se desnudó y se sentó a su lado.


Las vistas eran increíbles. Al fondo, la basílica de Sacre Coeur se recortaba contra el cielo nocturno.


Pedro, esto es tan…


–Esto es tú y yo, solos –dijo él.


Pedro la besó apasionadamente y, a continuación, la sentó sobre sus piernas.


–Será mejor que me ponga un preservativo… –dijo él.


–No, nada de eso. No quiero más barreras entre nosotros. Te quiero entero, Pedro.


Hicieron el amor en la bañera, con tanta pasión como la primera vez. Y cuando los dos llegaron al orgasmo, él dijo:
–Eres la mujer más maravillosa del mundo. No encuentro palabras para definir lo que siento.


–Ni yo.


–Inténtalo –la desafió con una sonrisa.


Ella le frotó la nariz.


–Está bien… Me enamoré de ti a los ocho años, ¿sabes? Decidí que eras el hombre de mi vida y que, al final, terminaríamos juntos. Te he amado durante años, incluso cuando creía que ya no te amaba. Y te amaré siempre.


Él le dio un beso.


–Te dejaré un rato a solas, ma belle. Tus cosas están en el vestidor. Te estaré esperando.


Minutos más tarde, se encontraron en el salón. Ella ya se había vestido, y él se había puesto un traje de color oscuro, con camisa blanca y corbata de seda. A Paula le pareció el hombre más refinado del mundo.


–¿Me concedes el placer de cenar contigo? –preguntó él.


–Bien sur, monsieur Alfonso… –contestó ella.


Él la tomó del brazo y, justo cuando Paula pensó que iba a abrir la puerta del ascensor privado para llevarla a algún rincón romántico de París, giró y la llevó a la terraza. El servicio de habitaciones había instalado una mesa con un mantel blanco, un candelabro de plata, cubiertos, vajilla y un ramo de rosas.


–Bienvenida a la Ciudad de la Luz –dijo él–. Quiero que recuerdes siempre esta noche, porque esta noche es especial.


Después de los cafés, Pedro sacó la cajita azul que llevaba en el bolsillo, clavó una rodilla en el suelo y, ofreciéndole el anillo, declaró:
–Paula, ¿quieres ser mi esposa y compañera hasta el fin de nuestros días?


–Sí, quiero.


Y sellaron su compromiso con un beso.



SOCIOS: CAPITULO 16




Fue un viaje silencioso. Ella había tenido la impresión de que, kilómetro a kilómetro, él se iba distanciando un poco más.


Pedro no estaba en el despacho cuando Paula llegó a la mañana siguiente, así que abrió el bolso, sacó la tarjeta de Matthieu Charbonnier y lo llamó por teléfono. Dos minutos después, tenía la información que necesitaba. Veinte minutos después, apuntó el Clos Quatre en un concurso vinícola.


Sabia que no tenía derecho a tomar esa decisión sin consultarlo antes con Pedro, pero también sabía que él se habría negado. Y le quería demostrar una cosa. Tenía que hacerle ver que sus vinos eran fantásticos y que Les Trois Closes ya no era la empresa en dificultades que había heredado de su padre



*****


El jueves de la semana siguiente, Gabriel entró en el despacho y se sentó en el borde de la mesa.


–Me alegro de verte,Pau.


–Hola. No esperaba tu visita… ¿Vienes a pasar el fin de semana?


–Sí. ¿Vas a hacer algo esta noche?


–No, nada importante –dijo, encogiéndose de hombros–. ¿Por qué?


–Porque hace una noche perfecta para cenar en el jardín.


–¿La invitación es solo para mí? ¿O también para Pedro?


–Para los dos. ¿Es que hay algún problema?


–No –mintió, imaginando que Pedro no querría estar presente–. Yo llevaré el postre. Llevaría también el vino, pero no me atrevo.


–En ese caso, nos veremos a las siete y media. A bientot…


Aquella tarde, Paula se acercó al pueblo para comprar una tarta en la tienda de Nicole. Luego, se dirigió a la bodega y llamó a la puerta. Le abrió Pedro, que la miró con cara de pocos amigos.


–¿Qué estás haciendo aquí?


–La he invitado yo –intervino Gabriel, que apareció de repente en el vestíbulo–. Bienvenida, Pau. Pasa y tómate una copa de vino.


–Gracias, Gabriel. Espero que te guste la tarta.


Tras dejar la tarta en el frigorífico, Gabriel la llevó al patio y le sirvió un rosado.


–Tal vez debería marcharme a casa –dijo ella–. Pedro no parece muy contento.


–No le hagas caso. Hace días que está de mal humor. Por cierto, he estado echando un vistazo a tu blog. Me parece magnífico.


–Gracias.


–Y me encantan las etiquetas nuevas. De hecho, confieso que te he invitado por eso… ¿Tu diseñadora estaría dispuesta a trabajar para mí?


–No lo sé, pero se lo puedo preguntar.


–Estoy trabajando en un perfume nuevo –le explicó–. ¿Por qué no vienes a Grasse un día? Te enseñaré el sitio. Y, quién sabe… Hasta es posible que tú también me puedas ayudar.


Para sorpresa de Paula, Pedro apareció al cabo de unos minutos con carne a la parrilla y una ensalada. Fue una cena algo tensa, pero Gabriel llevó el peso de la conversación y, al final, le hizo una petición desconcertante:
Pedro me ha dicho que tocas muy bien el piano. ¿Podrías tocar para nosotros?


Paula lanzó una mirada a Pedro, que apartó la vista.


–Por supuesto que sí.


Se sentó en el taburete y empezó a interpretar una versión de Time after Time. Pero ni siquiera había llegado a la mitad cuando Pedro se levantó de repente y se fue sin decir nada.


–Disculpa a mí hermano –dijo Gabriel–. Es un idiota.


–No, no… Ha sido culpa mía. No debí tocar el piano. He arruinado la velada.


–Tú no has hecho nada malo, petite.


–Será mejor que me vaya a casa.


–Te llevaré en mi coche.


Minutos después, Gabriel metió la bicicleta en el maletero del vehículo y la invitó a subir.


–Sigues enamorada de él, ¿verdad?


–Me temo que sí –admitió con voz quebrada–. Pero tu hermano no aprenderá nunca a confiar en mí, y no me puedo quedar en estas circunstancias. He decidido volver a Londres. Si me quedo aquí, será más infeliz de lo que ya es.


–Lo siento mucho, chérie. Aquí tienes mi número de teléfono personal y el número de mi trabajo. Si me necesitas, llámame. Sabes que puedes contar conmigo.



*****


Veinte minutos después, Gabriel entró en el despacho de Pedro y le apagó el ordenador.


–¡Eh! ¡Que estaba trabajando! –protestó.


–¿Sabes que eres el hombre más obtuso del mundo? Pau está enamorada de ti…


–¿Y qué?


–Por todos los diablos. No me cuentes otra vez esa historia de que los Alfonso estamos condenados al desamor. Es verdad que nuestros padres se divorciaron, pero fueron felices muchos años. Y en cuanto a mí, el fracaso de mi relación con Viviana fue culpa de los dos –dijo–. Piensa bien lo que haces, Pedro. Pau y tú estáis hechos el uno para el otro.


–Creo que los productos químicos te están dañando el cerebro –se burló.


–Admítelo, mon frère. Estás enamorado de ella, pero te da miedo. Deja de ser tan estúpido. ¿Es que no te das cuenta de la suerte que tienes? Has encontrado a la mujer perfecta para ti.


–Pero no confío en mi buen juicio cuando estoy con Pau.


–Entonces, confía en el mío –Gabriel se encogió de hombros–. Si tienes dos dedos de frente, la llamarás por teléfono ahora mismo y le pedirás disculpas. Dile que tenías miedo, que no sabías lo que hacías, que estás profundamente enamorado de ella. De lo contrario, se marchará.


–Gabriel, admito que la amo con toda mi alma. Pero no te metas en asuntos que no comprendes.


–Puede que yo sea más joven que tú, pero tengo más sentido común.


Pedro guardó silencio y Gabriel se terminó por marchar.


Al día siguiente, Paula no se presentó en el despacho. Se había ido. Y durante una semana, Pedro se intentó convencer de que no le importaba en absoluto. Pero fracasó en el intento.


Entonces, recibió una llamada telefónica que no esperaba.


–¿Señor Alfonso? Soy Bernard Moreau, de Vins Exceptionnels. Tengo entendido que el Clos Quatre es de su empresa…


–En efecto.


–En tal caso, me alegra poder decirle que su vino ha ganado la medalla de oro de este año.


–¿Cómo? –Pedro se quedó atónito.


–Le llamaremos dentro de poco para darle todos los datos y enviarle la notificación oficial. De momento, solo quería que lo supiera. Felicidades.


Cuando colgó el teléfono, Pedro no podía creer lo que había pasado. Era evidente que Paula había inscrito el Clos Quatre en un concurso, sin decirle nada. Pero, lejos de molestarle, el suceso sirvió para que comprendiera que había cometido un error con ella. Paula creía en él, creía en sus vinos, creía en su trabajo. Se lo había demostrado de la mejor forma posible.


Justo entonces, apareció Teresa.


–¿Puedes reservarme un vuelo a Londres? No me importa lo que cueste. Quiero estar allí cuanto antes.



*****


La mujer que le abrió la puerta no era Paula. Pedro pensó que había apuntado mal su dirección, pero decidió presentarse de todas formas por si la conocía.


–Estaba buscando a la señorita Paula Chaves. Soy…


–Sí, ya sé quién es –lo interrumpió–. Veré si Paula está disponible. Espere aquí.


Momentos más tarde, la mujer volvió al vestíbulo y, tras informarle de que Paula estaba dispuesta a verlo, lo llevó al salón y le dijo a Paula:
–Estaré en el bar de enfrente si me necesitas.


–Gracias, Agustina.


Agustina se fue y Pedro le dio a Paula las flores que había comprado por el camino.


–Son preciosas… Las pondré en agua.


Paula se dirigió a la cocina y Pedro la siguió.


–Sé que no lo merezco, pero ¿me darías otra oportunidad? –dijo él.


–¿Para qué? Dejaste bien clara tu posición.


–Es posible, pero ahora sé que estaba equivocado.


Paula lo miró a los ojos, preguntándose si lo había oído bien.


–¿Qué estás haciendo aquí, Pedro?


–He venido a disculparme. Por alejarte de mí, por no confiar en ti, por negarme a creer que creías en mí.


–¿Y por qué te disculpas ahora? ¿Es que ha cambiado algo?


–Recibí una llamada de Vins Exceptionnels. Nos han dado la medalla de oro.


–¿Por el Clos Quatre? ¿Has ganado el premio?


–Lo hemos ganado –puntualizó él.


–¡Qué maravilla! –exclamó, encantada.


Él se acercó y la tomó de la mano.


–Creías tanto en mí que lo presentaste a ese concurso sin decírmelo… Y cuando lo supe, me di cuenta de que yo también creía en ti –le confesó–. Sé que quieres echar raíces y que quieres echarlas aquí, en Londres; dejaré los viñedos en manos de otra persona y me vendré a vivir contigo.


Paula se quedó perpleja.


–¿Te vas a mudar a Londres?¿Por mí?


–Sí, por ti. Mi hogar está donde estés tú. Adoro Ardeche, pero sin ti no significa nada. Sé que he tardado mucho en darme cuenta. Te amo, Pau. Sé que te he hecho daño y lo siento; pero si me das otra oportunidad, intentaré hacerte feliz.


–Me amas… –dijo ella, asombrada.


–Te he amado desde siempre. Lo supe cuando estábamos en París, pero me dio miedo. El amor hace que te sientas tan vulnerable…


Ella sacudió la cabeza.


–No quiero que vengas a Londres.


–¿Es que ya es demasiado tarde?


–No, me has interpretado mal. No quiero que vengas a Londres porque sé que no podrías vivir lejos de Les Trois Closes.


–Pero yo te amo, Pau. Si estás conmigo, lo demás no importa. Quiero vivir donde tú seas feliz.


–En ese caso, volveremos a Francia.


Pedro le dio un beso en la mano.


–Oh, mi amor… Si quieres, construiremos una casa nueva junto a la laguna. Empezaremos de nuevo, tú y yo, juntos… y si tenemos suerte, con nuestros hijos.


Los ojos de Paula se llegaron de lágrimas.


–No llores, Pau –le rogó.


–Es que…


Pedro la abrazó con ternura.


–No estés triste, ma belle. Te amo. Por ti, haré lo que sea.


–No lloro porque esté triste, sino porque soy la mujer más feliz del mundo. Pensé que jamás llegaría este momento, que estabas tan roto por dentro.


–Y lo estaba. Pero tú me has sanado –dijo con suavidad–. Ven a casa conmigo, Pau. Cásate conmigo. Y te conseguiré el perro que querías.


Ella sonrió y le dio un beso en los labios.


–Sí, Pedro. Me casaré contigo.