lunes, 16 de marzo de 2015
DELICIAS DE AMOR: PROLOGO
No me recuerdas, ¿verdad?
Maria Connors, abuela juvenil, exitosa agente inmobiliaria y casamentera por excelencia, miró al joven alto, guapo y rubio que había en el umbral de la puerta de su agencia.
Hizo un rápido repaso mental de los muchos rostros con los que había interactuado en los últimos años, tanto profesional como personalmente. Pero no consiguió recordar al joven.
Su sonrisa le resultaba familiar, pero el resto de su persona no.
Siempre honesta, Maria no intentó disimular su falta de memoria. Negó con la cabeza.
—Me temo que no —admitió.
—Era mucho más joven entonces, y supongo que parecía un palitroque rubio —le dijo él.
Ella no recordaba la cara, pero la sonrisa y la voz reverberaron en su memoria. La voz del joven era más grave, pero su cadencia le resultaba familiar. La había oído antes.
—Tu voz me suena y sé que he visto esa sonrisa antes, pero… —la voz de Maria se apagó mientras estudiaba su rostro—. Sé que no te he vendido una casa —afirmó. Eso no lo habría olvidado.
Recordaba a todos sus clientes y a todas las parejas que Teresa, Cecilia y ella habían unido en los últimos años.
Desde su punto de vista, ella y sus mejores amigas habían encontrado su vocación unos años antes, cuando, desesperadas porque sus hijos se casaran y crearan sus propias familias, habían utilizado sus contactos en los tres negocios que dirigían para encontrarles parejas adecuadas.
Dado su gran éxito, habían descubierto que no podían dejarlo tras casar a todos sus retoños. Así que habían seguido con amigos y clientes.
Trabajaban en secreto, sin permitir que los dos sujetos involucrados supieran que estaban siendo emparejados. No lo hacían por afán de lucro, sino por la intensa satisfacción de saber que habían unido con éxito a dos almas gemelas.
El joven que tenía ante sí no era un cliente profesional ni privado, pero le era familiar.
—Me temo que tendrás que apiadarte de mí y decirme por qué reconozco tu sonrisa y tu voz pero no lo demás —dijo Maria, encogiéndose de hombros. De repente, tuvo una intuición—. Eres el hijo de alguien, ¿verdad?
Se preguntó de quién. No llevaba suficiente tiempo como agente inmobiliaria ni como casamentera para que ese joven pudiera ser un fruto de su trabajo.
—Lo era —clavó en ella sus ojos azules.
«Era». En cuanto oyó eso, lo supo.
—Eres el hijo de Francisca Alfonso, ¿verdad?
—Mamá siempre decía que eras muy aguda —sonrió—. Sí, soy el hijo de Francisca.
De inmediato, Maria conjuró la imagen de una mujer de risueños ojos azules y sonrisa fácil, que mantenía incluso ante cualquier adversidad.
La misma sonrisa que tenía ante sí.
—¿Pedro? —titubeó—. ¡Pedro Alfonso! —lo envolvió en un cálido abrazo—. ¿Cómo estás? —preguntó entusiasmada.
—Muy bien, gracias —respondió él—. Y parece que vamos a ser vecinos.
—¿Vecinos? —repitió Maria, confusa.
No había ninguna vivienda en venta en su manzana. Estaba al tanto de todas las casas que salían a la venta en el vecindario y en el resto de la ciudad, así que Maria supuso que el hijo de su amiga estaba equivocado.
—Sí, acabo de alquilar el local que hay a dos puertas de este —explicó él, refiriéndose al centro comercial en el que se encontraba la agencia inmobiliaria.
—¿Alquilado? —repitió ella. Esperaba que le dijera a qué se dedicaba sin tener que preguntarlo.
—Sí, me pareció que era un lugar ideal para mi consulta —respondió Pedro.
—¿Eres médico? —aventuró, dado que su propia hija era pediatra.
—De criaturas peludas, grandes y pequeñas —esbozó una sonrisa deslumbrante.
—Eres veterinario —concluyó Maria. Dio un paso atrás para mirarlo—. Pedro Alfonso —repitió—. Te pareces mucho a tu madre.
—Me tomaré eso como un cumplido —dijo él con calidez—. Siempre agradecí que tú y tus amigas ayudarais a mamá cuando estaba en tratamiento. No me dijo que estaba enferma hasta que se acercó el final —explicó. Eso le había dolido, pero, dadas las circunstancias, no había podido sino perdonar a su madre—. Ya sabes cómo era. Muy orgullosa.
—Muy orgullosa de ti —puntualizó Maria—. Recuerdo que me dijo que no quería interferir con tus estudios. Sabía que los dejarías si pensabas que ella te necesitaba.
—Lo habría hecho —aseveró él sin dudarlo.
Ella captó la nota de tristeza en su voz y cambió de tema.
Francisca no habría querido que su hijo se recriminara por una decisión que ella había tomado por él.
—Así que veterinario, ¿eh? ¿Qué más ha cambiado en tu vida desde la última vez que te vi?
—No mucho —los anchos hombros subieron y bajaron con un gesto de despreocupación.
Llevada por el hábito, Maria miró su mano izquierda. No llevaba alianza, pero eso no implicaba necesariamente que fuera soltero.
—¿No hay una Señora Veterinaria?
Pedro, riendo, negó con la cabeza.
—No he tenido tiempo de encontrar a la mujer adecuada —confesó. No era cierto, pero no quería revisitar un tema doloroso—. Sé que mamá habría odiado esa excusa, pero así son las cosas. En fin, al ver tu nombre en la puerta, decidí venir a saludarte. Si algún día tienes un rato, pasa por mi consulta y hablaremos de mamá —ofreció.
—Lo haré —contestó Maria.
«Y más cosas», pensó, mientras Pedro salía. «A las chicas les va a encantar esto»
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