—Eh, no recuerdo que este sea el día de «Lleva a tu mascota al trabajo» —bromeó Alfredo Delgado, uno de los chefs empleados en la empresa de catering de Teresa Manetti, cuando Paula entró sujetando una correa provisional, hecha de cuerda. El labrador negro estaba al otro extremo, dispuesto a investigar cada centímetro del local en cuanto lo soltara.
Teresa salió de su pequeño despacho y miró al animal con expresión inescrutable.
—Siento llegar tarde —le dijo Paula a la mujer que pagaba su sueldo—. He tenido una complicación.
—Desde aquí, se diría que la complicación te ha seguido —comentó Teresa.
Miró expectante a la joven que había acogido bajo su ala hacía poco más de un año. Había contratado a Paula como chef de repostería tras descubrir que creaba exquisiteces capaces de arrancar lágrimas de deleite a aquellos que las probaban. Pero, sobre todo, Teresa la había contratado porque Paula se había quedado sola en el mundo tras el fallecimiento de su madre. Teresa, al igual que sus amigas, Maria y Cecilia, era una mujer muy compasiva.
Las mejillas de Paula se tiñeron de rosa.
—Lo siento, estaba en el umbral cuando abrí la puerta. No podía dejarlo suelto en la calle. Si al volver a casa me lo hubiera encontrado atropellado por un coche, jamás podría perdonármelo.
—¿Por qué no lo has dejado en tu casa? —preguntó Alfredo, curioso—. Es lo que habría hecho yo —se agachó y rascó al perrito detrás de las orejas.
—Yo también lo habría hecho —contestó Paula—, pero hay un problema: por lo visto cree que el mundo es un enorme juguete que mordisquear.
—Así que lo has traído aquí —concluyó Teresa. No sonó a pregunta ni a acusación, sino a declaración de hecho. Sus labios se curvaron divertidos mientras miraba al animal—. Asegúrate de que no entre en la cocina.
—Aquí todo es de metal —Paula señaló a su alrededor, con la esperanza de que Teresa entendiera su punto de vista. Solo era una solución temporal—. Sus dientecitos no pueden causar ningún daño —miró a su jefa—. ¿Puede quedarse hoy?
Teresa simuló pensárselo, como si no hubiera tenido nada que ver con la mágica aparición del perrito en la puerta de su repostera. Cuando Maria había comentado que el hijo de su difunta amiga iba a abrir una clínica veterinaria a dos puertas de su agencia, para luego ofrecerlo como nuevo candidato de sus servicios «especiales», Teresa había sugerido emparejar a Pedro con Paula. Hacía tiempo que pensaba que la joven necesitaba que ocurriera algo positivo en su vida.
La estrategia para provocar un acercamiento había surgido espontáneamente cuando Cecilia les preguntó si conocían a alguien que quisiera adoptar a un cachorro. Su perra, Princesa, había tenido una camada de ocho hacía seis semanas y necesitaba colocarlos «antes de que se comieran su casa». Fue como un rayo que dio luz a su plan.
Teresa, que sabía a qué hora solía salir Paula de casa, informó a Cecilia. Esta procedió a dejar al cachorro, el más pequeño de la camada, en su puerta. Para que se quedara allí, había insertado una golosina masticable en la trama del felpudo de bienvenida. Después había corrido de vuelta al coche a esperar hasta que Paula abriera la puerta.
*****
Una vez aceptada su presencia en el local de catering, el perrito procedió a olisquear e investigar cada rincón.
Paula lo vigilaba como un halcón, temiendo que hiciera algo terrible. Teresa era una persona maravillosa, pero todo el mundo tenía su límite y no quería que fuera el cachorro quien superara el de su jefa.—Perdón, Teresa… —empezó Paula, apartando al cachorro de un rincón en el que había varias cajas de cartón—, ¿cuántos años tienen tus nietos?
—¿Por qué? —Teresa le dedicó una mirada intencionadamente disuasoria.
—¿No les encantaría tener un perrito? —ofreció Paula con una sonrisa animosa—. Podrías sorprenderlos con Jonathan.
—¿Jonathan? —Theresa enarcó una ceja, interrogante.
—El cachorrito —Paula señaló al labrador—. Tenía que llamarlo de alguna manera —explicó.
—Le has puesto nombre. Eso significa que ya te has encariñado —apuntó Alfredo, riéndose como si eso diera el asunto por concluido.
Paula esbozó una expresión de pánico. No quería encariñarse con nada. Aún estaba intentando superar la pérdida de su madre y reorganizar su vida. Asumir algo nuevo, aunque fuera una mascota, era inviable.
—No, claro que no —protestó—. Simplemente no podía seguir llamándolo «él».
—Claro que podías —la contradijo Alfredo con certidumbre—. Que no quisieras hacerlo significa que ya has creado un vínculo con esa inquieta bola de pelo.
—No, nada de vínculos —negó Paula con firmeza—. Ni siquiera sé cómo relacionarme con un animal. La única mascota que he tenido en mi vida fue un pececito de colores, Seymour, y solo vivió dos días —no dijo que eso la había convencido de que no estaba capacitada para ocuparse de mascota alguna.
—Entonces, ya es hora de que vuelvas a intentarlo, Paula —aseveró Alfredo que, obviamente, no veía las cosas de la misma manera—. No puedes aceptar la derrota con tanta facilidad.
—Teresa… —Paula apeló a la compasión de su jefa.
—Estoy de acuerdo con Alfredo —Teresa le puso una mano en el hombro—. Además, todavía no puedes darle el perro a nadie.
—¿Por qué? —peguntó Paula.
—Porque su dueño podría estar buscándolo en este mismo momento —explicó Teresa con un cuidado aire de inocencia.
Paula resopló. No había pensado en eso.
—Tienes razón —admitió, avergonzada—. Haré carteles y los pegaré por el barrio.
—Entretanto —continuó Teresa, mirando pensativamente a la bola de pelo negro—, te sugiero que compruebes que el animalito está sano.
—¿Y cómo voy a hacer eso? —inquirió Paula, que no tenía la más mínima noción de cómo cuidar a un ser no humano. Ni siquiera se le daban bien las plantas. Como todas se marchitaban y morían cuando caían en sus manos, había renunciado a intentarlo. La idea de ocuparse de un perro le provocaba escalofríos.
—Bueno, para empezar, si yo fuera tú, lo llevaría a un veterinario —sugirió Teresa.
—¿Un veterinario? —miró al perrito, que parecía embelesado con Alfredo. En ese momento, el chef lo deleitaba rascándole las orejas y el morro—. No parece enfermo. ¿Es necesario?
—Sin duda —contestó Teresa sin el menor titubeo—. Piénsalo, si alguien lo está buscando, ¿qué impresión darías si devolvieras al perro enfermo? Hasta podrían denunciarte por negligencia.
Paula se sintió acorralada. Lo último que deseaba era involucrarse en el cuidado de un ser vivo. Miró a Jonathan con inquietud.
—Ojalá no hubiera abierto la puerta esta mañana —se lamentó.
—Oh, ¿cómo puedes decir eso? Mira esta adorable carita —urgió Teresa, alzando la barbilla del perrito y volviendo su morro hacia Paula.
—Intento no hacerlo —contestó Paula con sinceridad. Pero Teresa tenía razón. No quería arriesgarse a que le pasara algo mientras estuviera temporalmente a su cargo. Temporalmente, sin duda—. En fin, ¿cómo busco a un veterinario que sea bueno pero no caro? No sé por dónde empezar —admitió mirando a Teresa, que había sido quien había sacado el tema a colación.
—Pues has tenido suerte —Teresa esbozó una sonrisa casi beatífica—. Sé de uno que acaba de abrir una clínica a dos puertas del negocio de una de mis mejores amigas. Le llevó a su perro Lazarus y asegura que hizo milagros con él.
Que Maria no tuviera perro era un detalle sin importancia en el conjunto del plan. Por norma, Teresa no mentía, pero en ciertos casos había que flexibilizar las normas, o saltárselas por completo.
—¿Quieres que la llame para pedirle su número de teléfono? —sugirió.
—Claro, ¿por qué no? —Paula, resignada, se encogió de hombros. Parecía tan buen plan como cualquier otro—. ¿Qué puedo perder? Solo es cuestión de dinero, ¿no?
Teresa sabía que la joven no andaba sobrada de dinero, así que decidió proponer lo que consideraba una inversión en la felicidad futura de Paula.
—Mira, hemos tenido un mes muy bueno. Yo pagaré la visita al veterinario —ofreció, acariciando la cabeza del inquieto perrito. Este se detuvo un segundo para disfrutar de la caricia y luego volvió concentrarse en olisquear todo lo que había a su alrededor—. Considéralo un regalo de mi parte.
—¿Y yo qué? —dijo Alfredo, simulando sentirse maltratado—. ¿Tienes algún regalo para mí, jefa?
—También pagaré tu visita al veterinario, si decides que necesitas ir —le devolvió Teresa, ya girando para entrar en su despacho.
Cerró la puerta y fue hacia el escritorio. No le gustaban los teléfonos móviles; en su opinión la conexión siempre era más clara en una línea fija. Alzó el auricular y marcó un número.
—Connor. Inmobiliaria —contestó Maria.
—Houston, tenemos un despegue —susurró Teresa con tono teatral.
—¿Teresa? ¿Eres tú?
—Claro que soy yo. ¿Quién si no iba a llamarte y decir algo así?
—No tengo ni idea. Teresa, no te ofendas, pero es obvio que ves demasiadas películas. ¿Qué se supone que quieres decir?
—Que Paula va a llevarle el cachorro al hijo de Francisca —replicó Teresa con voz impaciente.
—¿Y por qué no has dicho eso?
—Porque eso suena muy normal.
—A veces, Teresa, lo normal está muy bien. ¿Va a llevárselo hoy?
—Eso es lo que le he sugerido.
—Perfecto —dijo Maria con entusiasmo—. No hay nada como estar a dos puertas de un amor a punto de alzar el vuelo.
—No veo que eso sea diferente de «Houston tenemos un despegue» —protestó Teresa.
—Puede que no, Teresa —concedió Maria, sobre todo porque sabía que a su amiga le gustaba tener la razón—. Puede que no lo sea.
Muy buen comienzo! en esta también hay casamenteros! encima 3!!! Les va a ser difícil a Pedro y Pau esquivar sus planes
ResponderBorrarQué genial esta historia, va a ser re divertida me parece. Me encanta este comienzo jajaja
ResponderBorrarMe encanta!! Muy buen comienzo
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