lunes, 16 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 1





Cómo se ha hecho tan tarde?


La exasperada, aunque retórica, pregunta resonaba en su cerebro mientras Paula Chaves recorría la casa comprobando que no había dejado las ventanas abiertas y que había echado el cerrojo de la puerta de atrás. No había habido muchos robos en su vecindario, pero vivía sola y eso la llevaba a ser cuidadosa.


Tenía la sensación de que los minutos volaban.


En otro tiempo siempre había sido más que puntual, ya se tratara de citas formales o de asuntos cotidianos. Pero eso había sido antes de que su madre falleciera, antes de quedarse sola y ser la única a cargo de los detalles de su vida.


A su modo de ver, había sido mucho más organizada y puntual cuando, además de cuidar de su madre, había tenido dos empleos para poder pagar las facturas médicas. 


Desde que solo era responsable de sí misma, parecía haber perdido la capacidad de organizarse. Si quería estar lista a las ocho, tenía que conminar a su mente para estarlo a las siete y media, y ni siquiera eso servía para lograr su objetivo.


Esa mañana se había dicho que saldría por la puerta a las siete. Eran las ocho y diez cuando se puso los zapatos de tacón.


—Por fin —murmuró, agarrando su bolso y lanzándose hacia la puerta mientras buscaba las llaves que, últimamente, tenían tendencia a perderse en algún rincón del enorme bolso.


Preocupada y absorta en la frenética búsqueda que estaba retrasándola aún más, Paula estuvo a punto de pisarlo.


En su defensa, no había esperado que hubiera nada en el umbral, y menos aún una bola de pelo negro en movimiento, que aulló patéticamente cuando pisó una de sus patas.


Paula saltó hacia atrás y se llevó la mano al pecho, para contener un corazón que parecía a punto de desbocarse. Al mismo tiempo, dejó caer el bolso que, tan lleno como una maleta, golpeó el suelo con fuerza, asustando aún más a la negra y peluda bola: un cachorro de labrador.


En vez de salir corriendo, como habría sido de esperar, el perro empezó a lamer una de sus sandalias y, en consecuencia, los dedos de sus pies. La lengüecita rosa le hizo cosquillas.


Sorprendida, al tiempo que encantada, Paula se agachó para ponerse a la altura del perrito, olvidando por el momento su apretada agenda.


—¿Te has perdido? —le preguntó.


Dado que estaba a su nivel, el labrador negro abandonó sus zapatos y empezó a lamerle la cara. Si hubiera habido un atisbo de dureza en el corazón de Paula, se habría convertido en papilla mientras se rendía por completo al inesperado invasor.


Cuando se puso en pie de nuevo, Paula miró a ambos lados de la calle residencial para comprobar si había alguien buscando con frenesí a su mascota perdida.


Solo vio al señor Baker, al otro lado de la calle, subiendo a su Corvette azul cielo, en el que conducía al trabajo a diario.


No prestó atención al sedán beis que había unos metros más adelante, ni vio a la mujer mayor que, encorvada en el asiento delantero, intentaba pasar desapercibida.


El perrito parecía estar solo.


Volvió a mirar al cachorro, que volvía a lamerle las sandalias. 


Echó un pie hacia atrás y luego el otro, pero solo consiguió que el labrador, concentrado en sus zapatos, entrara en la casa.


—Parece que tu familia aún no se ha dado cuenta de tu desaparición —le dijo.


El perrito la miró con la cabeza ladeada, como si estuviera escuchando cada palabra. Paula no pudo evitar preguntarse si el animal la entendía. Aunque cierta gente decía que los perros solo entendían las órdenes que les habían repetido una y otra vez, ella lo dudaba. El que tenía delante la miraba a los ojos y estaba segura de que entendía cada palabra.


—Tengo que ir a trabajar —le dijo al peludo e inesperado huésped.


El labrador siguió mirándola como si fuera la única persona en el mundo. Paula sabía reconocer cuándo había perdido la batalla. Con un suspiro, retrocedió y permitió al perrito acceso a la casa.


—De acuerdo, puedes entrar y quedarte hasta que vuelva —le dijo, rindiéndose a los cálidos ojos marrones que la miraban con atención.


Comprendió que, si dejaba al animal allí, tenía que proporcionarle comida y bebida. Giró sobre los talones y fue a la cocina a buscar algo.


Llenó un cuenco de agua y sacó unas lonchas de la carne asada que había comprado la noche anterior, cuando volvía a casa del trabajo.


Puso las lonchas sobre una servilleta y la dejó en el suelo, junto con el cuenco.


—Esto te bastará hasta que vuelva —le dijo al perrito que, en vez de ir hacia la comida, como había esperado, se entretenía mordisqueando una pata de la silla de la cocina.


—¡Eh! —gritó—. ¡Deja eso!


El cachorro siguió mordiendo hasta que lo apartó de la silla. 


Entonces la miró, confuso.


Solo llevaba cinco minutos dentro de la casa y ya se había convertido en un problema.


—Oh, cielos, te están saliendo los dientes, ¿verdad? Si te dejo aquí, para cuando vuelva todo estará devastado como si hubiera llegado una plaga de langostas, ¿verdad? —Paula suspiró. Tenían razón quienes decían que toda buena acción tenía su castigo—. Bueno, pues entonces no puedes quedarte —Paula miró la cocina y la salita que había tras ella. 


Casi todos los muebles, excepto el televisor, tenían más años que ella—. No tengo dinero para comprar muebles nuevos.


Como si entendiera que estaban a punto de echarlo, el perrito la miró y empezó a gemir.


Paula, de corazón blando, supo que no podía ganarle la partida a la triste bola peluda de cuatro patas. Cerrarle la puerta sería como abandonarlo en mitad de una ventisca.


—Vale, vale, puedes venir conmigo —gimió, rindiéndose—. Puede que alguien del trabajo tenga alguna idea sobre qué puedo hacer contigo.


Estudió al cachorro con inquietud, preguntándose si la mordería en el caso de que intentara agarrarlo. Su experiencia con los perros se limitaba a lo que había visto en televisión. Había comprendido que no podía dejarlo solo en casa, pero tenía la sensación de que el labrador no había sido adiestrado para obedecer.


Estuviera adiestrado o no, al menos tenía que intentar que siguiera sus instrucciones. Así que volvió hacia la puerta de entrada. El perrito la observaba con atención, pero clavado en el sitio. Paula se dio tres palmadas en el muslo. El animal ladeó la cabeza como si dijera «¿Ahora qué?


—Vamos, chico, ven aquí —lo llamó Paula, volviendo a palmearse la pierna, esta vez más rápido. El perrito se acercó con una expresión que parecía gritar: «Vale, aquí estoy. ¿Ahora qué?».


Paula no tenía respuesta a la pregunta, pero esperaba obtenerla en menos de una hora.




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