domingo, 15 de marzo de 2015

SOCIOS: CAPITULO FINAL





Agustina reaccionó con escepticismo cuando Paula la llamó para darle la noticia; pero, tras volver al piso y pasar una hora con ellos, se tranquilizó.


–Espero que cuides a Paula y la trates como se merece –le dijo a Pedro.


–Por supuesto. De hecho, mañana mismo le compraré un anillo de compromiso en París. ¿Qué os parece si vamos los tres a cenar?


–Mi mejor amiga se va mañana a Francia y no sé cuándo la volveré a ver, así que acepto –dijo Agustina.


Pedro sonrió.


–Puedes venir a vernos cuando quieras.


Después de la cena, llevaron a Agustina su casa y, a continuación, volvieron al piso de Paula.


–No sabes cuánto te amo, Pau. Jamás pensé que se pudiera querer tanto a nadie…


–A mí me pasa lo mismo –Paula le acarició la mejilla–. Y sabía que ibas a ganar esa medalla… Tu padre estaría muy orgulloso de ti.


–Y Arnaldo de ti. Te has ganado el afecto y el respeto de todas las personas que trabajan en los viñedos –afirmó–. Pero estaba pensando que quizás quieras que esperemos un poco para casarnos… Hasta que esté terminada la casa nueva.


–No es necesario. Podemos vivir en la casa de Arnaldo.


–Como prefieras. Si por mi fuera, me casaría contigo mañana mismo.


A la mañana siguiente, Pedro le llevó el desayuno a la cama y, acto seguido, reservó los billetes de avión y una suite en un hotel de París.


–¿Nos vamos a quedar a pasar la noche? –preguntó ella.


–Sí. Ya sabes que, hace diez años, tenía intención de pedirte el matrimonio en París. Me temo que mi propuesta llega un poco tarde, pero…


Ella sonrió.


–Olvídalo; eso es agua pasada. Los dos hemos aprendido de nuestros errores.


Él le dio un beso.


Horas después, llegaron a la capital francesa. La suite era un lugar increíblemente lujoso; tenía una cama enorme con dosel, una bañera circular de mármol, un salón que daba al Sena y una terraza con vistas de toda la ciudad.


–Es precioso…


–Como tú –dijo él–. Pero ahora tenemos que ir de compras.


Pedro la llevó a los Campos Elíseos y luego a una de las mejores joyerías de París.


Paula se probó varios anillos impresionantes y, al final, eligió el más sencillo de todos, uno de platino con un diamante en el centro.


El resto de la tarde, se dedicaron a pasear. En determinado momento, Pedro propuso que volvieran al hotel para cambiarse de ropa y ella se preguntó qué lugar habría elegido para entregarle el anillo oficialmente. ¿La torre Eiffel? ¿Montmartre? ¿El Arco del Triunfo?


–Antes que nada, quiero compartir algo contigo.


Pedro llenó la enorme bañera circular de la suite, le quitó la ropa lentamente y, cuando ella ya se había metido en el agua, se desnudó y se sentó a su lado.


Las vistas eran increíbles. Al fondo, la basílica de Sacre Coeur se recortaba contra el cielo nocturno.


Pedro, esto es tan…


–Esto es tú y yo, solos –dijo él.


Pedro la besó apasionadamente y, a continuación, la sentó sobre sus piernas.


–Será mejor que me ponga un preservativo… –dijo él.


–No, nada de eso. No quiero más barreras entre nosotros. Te quiero entero, Pedro.


Hicieron el amor en la bañera, con tanta pasión como la primera vez. Y cuando los dos llegaron al orgasmo, él dijo:
–Eres la mujer más maravillosa del mundo. No encuentro palabras para definir lo que siento.


–Ni yo.


–Inténtalo –la desafió con una sonrisa.


Ella le frotó la nariz.


–Está bien… Me enamoré de ti a los ocho años, ¿sabes? Decidí que eras el hombre de mi vida y que, al final, terminaríamos juntos. Te he amado durante años, incluso cuando creía que ya no te amaba. Y te amaré siempre.


Él le dio un beso.


–Te dejaré un rato a solas, ma belle. Tus cosas están en el vestidor. Te estaré esperando.


Minutos más tarde, se encontraron en el salón. Ella ya se había vestido, y él se había puesto un traje de color oscuro, con camisa blanca y corbata de seda. A Paula le pareció el hombre más refinado del mundo.


–¿Me concedes el placer de cenar contigo? –preguntó él.


–Bien sur, monsieur Alfonso… –contestó ella.


Él la tomó del brazo y, justo cuando Paula pensó que iba a abrir la puerta del ascensor privado para llevarla a algún rincón romántico de París, giró y la llevó a la terraza. El servicio de habitaciones había instalado una mesa con un mantel blanco, un candelabro de plata, cubiertos, vajilla y un ramo de rosas.


–Bienvenida a la Ciudad de la Luz –dijo él–. Quiero que recuerdes siempre esta noche, porque esta noche es especial.


Después de los cafés, Pedro sacó la cajita azul que llevaba en el bolsillo, clavó una rodilla en el suelo y, ofreciéndole el anillo, declaró:
–Paula, ¿quieres ser mi esposa y compañera hasta el fin de nuestros días?


–Sí, quiero.


Y sellaron su compromiso con un beso.



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