Una hora después subió y llamó a la puerta de Paula, que abrió en seguida. Vestía una chándal realmente horroroso que disimulaba todas las curvas de su cuerpo. Pedro sintió deseos de quitárselo, pero tuvo que recordarse que no había subido para aquello.
–Supongo que no habrás preparado la comida, así que yo he preparado la suficiente para los dos –Pedro se negaba a sentirse ofendido si Paula rechazaba su oferta.
–¿En serio? –preguntó Paula, sorprendida.
–Si quieres ir a por ella, está en la terraza.
Paula dudó.
–Está refrescando y me he tomado muchas molestias –dijo Pedro a la vez que le dedicaba una pícara mirada. Quería verle sonreír.
Y Paula sonrió, aunque con evidente escepticismo, como si no creyera que alguna vez se tomara molestias.
–De acuerdo. Dame un segundo –dijo antes de volver a entrar y cerrar la puerta. Si Pedro había sido capaz de superar su enfado, ella también podía hacerlo. Tomó la botella que tenía reservada para el día que se sacara el carné de conducir y salió de su cuarto.
–Guau –dijo al ver la mesa del porche perfectamente preparada–. No estoy segura de que este champán esté a la altura.
–No te emociones demasiado –dijo Pedro mientras apartaba una silla de la mesa para ella–. Son solo hamburguesas y patatas fritas.
–Pero no las típicas hamburguesas –Paula se sentó a la vez que aspiraba el aroma procedente de su plato–. ¿Has cocinado tú todo esto?
–Soy un soltero que vive solo. ¿Creías que no podía cocinar? He utilizado restos.
Paula observó atentamente su plato.
–Pero si son…
–Hamburguesas vegetarianas. No está mal para un chico criado entre ganado, ¿no? –Pedro abrió el champán, lo sirvió en dos vasos y frunció el ceño al ver que la botella había quedado vacía.
El corazón de Paula estaba latiendo con demasiada fuerza. No recordaba cuándo le había preparado alguien algo de comida, alguien que se hubiera molestado en tener en cuenta lo que prefería comer o no comer.
Paula dejó caer el cuchillo para tener una excusa con la que romper la intensa y muda comunicación que se estaba produciendo entre ellos. Seguro que estaba interpretando erróneamente los mensajes. No era cariño lo que se suponía que debía haber entre ellos, sino mera carnalidad…
–Quiero que me des tu número –dijo Pedro a la vez que sacaba su móvil del bolsillo. Paula lo miró con expresión de perplejidad–. Voy a estar fuera la próxima semana, así que necesito tu número –explicó, y añadió–: Por si acaso.
¿Por si acaso?
–No tengo móvil. No lo necesito.
–Claro que lo necesitas –dijo Pedro sin ocultar su asombro–. Todo el mundo lo necesita.
–Pues yo no –era un gasto que Paula no necesitaba. Las pocas llamadas que hacía solían ser locales, y utilizaba el teléfono de la tienda de regalos en la que trabajaba.
–¿Y si se te estropea el coche en alguna carretera perdida?
–No conduzco por carreteras perdidas –dijo Paula con una sonrisa.
–Ya sabes a qué me refiero –replicó Pedro sin devolverle la sonrisa–. Deberías tener un teléfono.
Paula no tenía un teléfono porque no tenía nadie a quien llamar. Y así iban a seguir las cosas.
–Si no hubiera estado aquí esta noche, ¿cómo habrías llamado al fontanero?
–Ya habría encontrado alguna manera de solucionarlo –contestó Paula con frialdad.
Unos minutos después, cuando ambos habían dado buena cuenta de sus respectivas hamburguesas, Pedro dijo:
–¿Quieres salir esta noche? –su buen humor había regresado, al igual que su pícara sonrisa–. Sospecho que últimamente no has salido mucho. Conozco un par de sitios.
Paula sintió por un instante que todo su mundo se balanceaba al borde de un precipicio.
–Fui a bailar con las Blade después del primer partido, la noche que decidiste volver pronto a casa –dijo con todo el desenfado que pudo simular.
–Otra vez será –Pedro se encogió de hombros y sonrió abiertamente–. Pero confieso que he visto estos asomando de la última caja del garaje –se inclinó a recoger algo de una silla contigua.
–Oh, los recuerdo –Paula vio el par de viejos discos que Pedro sostenía en la mano y sintió que el hielo amenazaba de nuevo su corazón. Eran los discos que le había puesto a su abuelo en los últimos días de su vida.
–Seguro que tienes algún tocadiscos en esa tienda de antigüedades que llamas tu estudio.
–En algún lugar bajo otro millón de cosas –contestó Paula, que no quería sacarlo.
–Da igual –Pedro dejó los discos en el asiento y volvió a tomar su móvil–. He encontrado un par de esas canciones en Internet y las he descargado –tocó la pantalla y la música empezó a sonar–. Vamos, no puedes negarte después de la asombrosa comida que te he preparado –añadió mientras se levantaba y le ofrecía una mano.
Tras una momentánea duda, Paula apartó la silla de la mesa y aceptó su mano, porque estaba deseando disfrutar del placer de la cercanía de Pedro, de sus caricias. Quería volver al sencillo mundo del placer sin más complicaciones.