En cuanto entraron, ella se fue a la esquina opuesta y se cruzó de brazos.
–Es injusto –dijo–. ¿Qué mujer estaría dispuesta a pasar por esa humillación si él no fuera culpable?
–No dudo de que le pasara algo –dijo él con calma–. Lo que dudo es que hayan detenido al hombre culpable.
–Hay testigos que lo vieron.
–A él y a media ciudad, Paula. Puede que mi defendido no sea un angelito, pero tiene un historial por robo, no por asalto sexual. Ni siquiera creo que sea lo bastante listo como para planear algo así.
–Sí, ya.
–Las pruebas no son sólidas y el caso no debía haberse abierto. Es verdad que es injusto para la víctima, pero te aseguro que no voy a consentir que un hombre inocente vaya a la cárcel.
–Los abogados sólo pensáis en el dinero. Recuerdo a los alumnos de Derecho, tan sofisticados y arrogantes.
–Vaya, a lo mejor tienes que tratarte ese complejo de inseguridad. A mí el dinero no me interesa.
–¿De verdad? ¿No te paga suficiente?
–No me paga nada.
Paula enmudeció, pero reaccionó al instante.
–Las víctimas no tiene voz. El sistema defiende al acusado, sobre todo si es un hombre frente a una mujer –recorrió la habitación–. ¿Vas a subirla al estrado y a desnudar su vida privada?
–Tenemos que comprobar la credibilidad de su veredicto.
–¿Y el de él? ¿Por qué tiene derecho a ser testigo de la humillación de su víctima?
–Paula, tenemos que tener la certeza de su culpabilidad –dijo Pedro, bajando premeditadamente la voz para que ella tuviera que detenerse a escucharlo, tal y como habría hecho con un testigo alterado.
–¿Y dónde queda la justicia? Si te fijas en las estadísticas, siempre los creen a ellos.
–¿Preferirías un sistema basado en la venganza? El sistema no es perfecto, pero sólo trabajando, podemos mejorarlo.
Aprovechó que Paula daba una patada al suelo, como si estuviera a punto de aceptar su argumentación para abrazarla por la cintura.
–¿Vamos a pelearnos cada vez que acepte un caso que no te gusta? –preguntó, sin saber de dónde salía aquella pregunta.
–No. Mucho más menudo, porque no tenemos nada en común.
–A mí se me ocurre una cosa –dijo él, tirando de las caderas de Paula. Pero al ver que ésta estaba tensa y no se relajaba, añadió, acariciándole la espalda con delicadeza–: ¿Vas a contármelo?
¡Por supuesto que no! Paula jamás hablaba de la noche más espantosa de su vida, la que le había confirmado que no valía nada y que había arruinado su reputación.
Y sin embargo, algo le decía que quería liberarse de ese peso.
Se produjo un prolongado silencio. Pedro no la presionó, pero siguió acariciándola afectuosamente, trasmitiéndole calma. Paula se resistió, pero se dio cuenta de que quería ceder, de que quería apoyarse en su fuerza aunque fuera por un instante.
–Vas a pensar que soy aún más tonta de lo que crees.
–No creo que sea posible –bromeó él, alzando el rostro de Paula tomándola por el mentón.
Ella bajó la cabeza para apoyarla en su pecho.
–Tenía dieciocho años. Me escapé de la residencia de estudiantes para salir de noche. Mi mejor amiga había venido a verme y queríamos bailar.
–¿Qué pasó?
–No lo sé bien. Bebía sólo refrescos. Había un par de tipos bailando a nuestro lado. De pronto no me sentí bien, me mareé y uno de ellos me preguntó si estaba bien y se ofreció a acompañarme para que respirara un poco de aire fresco. Yo… –su voz se quebró–, salí… –tomó aire y tras hacer una pausa, continuó–: Sofia, mi amiga, salió del local y me dijo que había faltado unos veinte minutos. Vio a alguien tirando de mí calle abajo. Gritó, el hombre salió corriendo y yo me caí –hizo una nueva pausa–. Lo cierto es que no recuerdo lo que pasó, Pedro.
Él se había quedado muy quieto y Paula pudo sentir sus músculos en tensión bajo la ropa.
–Sofia me llevó a la residencia. Yo me encontraba fatal y tenía las manos sangrando por haberme caído, y cuando entrábamos, nos pilló la directora. Cuando le conté lo que había pasado, me dijo que era una invención y que había estado bebiendo. Sin embargo, al día siguiente seguía mal y llamaron al médico.
–¿Y?
–Él sí me creyó, y llamó a la policía.
–¿No recuerdas nada?
–Sólo que me aprisionaba y que no podía quitármelo de encima –Paula notó que Pedro intentaba dominar su indignación–. Fue horrible, me interrogaron y el médico me inspeccionó.
–¿Te había…? –preguntó el, crispado.
–No.
Paula recordaba el alivio al recibir la noticia. Pero llegó demasiado tarde: el interrogatorio, las dudas vertidas sobre ella, sentirse juzgada, consiguieron traumatizarla. Y desde ese momento decidió no permitir que nada ni nadie la controlaran.
Había perdido la fe en sí misma, en el sistema, en la gente. Sobre todo en los hombres. Había erigido una muralla a su alrededor y había convertido el sarcasmo en su mejor arma. Hasta que había conocido al hombre que la abrazaba en aquel instante.
–Mis compañeros empezaron a susurrar a mi paso y a mirarme de reojo. Me tachaban de rebelde aunque no lo era. Por eso imagino el valor que hay que reunir para dar testimonio, porque yo no hubiera sido capaz.
–Claro que sí.
–¿Para qué, si luego un abogado como tú me humillaría diciendo que lo había inventado para llamar la atención?
Pedro sonrió.
–Te comprendo. No fue tu culpa, Paula. Podría haberle pasado a cualquiera.
Paula no respondió, sabiendo que tenía razón, pero sin poder dejar de creer que siempre estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado. Y que nunca estaba a la altura.
Pedro le sonrió con dulzura y ella olvidó lo furiosa que había estado con él.
–Eres muy valiente y puedes ayudar. Si te molesta tanto, ¿por qué no haces algo al respecto?
–¿Cómo qué?
Pedro rió.
–No puedo cambiar el mundo.
–Pero puedes contribuir a mejorarlo –Paula lo miró fijamente y él le sostuvo la mirada–. ¿Puedo hacer algo por ti? –preguntó Pedro.
Ella pensó que quería sentirlo físicamente y olvidar todo pensamiento.
–¿Cómo qué? –preguntó, reprimiendo el impulso de besarle el dedo.
–Como llevarte a casa y dormir abrazados.
Paula cerró los ojos, aliviada por la seguridad y el bienestar que le proporcionaba simplemente imaginarlo.