sábado, 18 de septiembre de 2021

NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 53



Se despertó tarde de nuevo. Y confuso. ¿Qué demonios le estaba pasando?


Miró a Paula y decidió no despertarla a pesar de que representaba una tentación casi imposible de resistir. Así que, a su pesar, se duchó y se fue.


Una vez en el despacho, leyó y releyó un mensaje de Lara, irritado. ¡Como si necesitara más complicaciones relacionadas con Paula! ¿Cómo iba a lograr comprometerla por más tiempo si nunca permanecía en el mismo sitio lo suficiente? Estaba seguro de que, en cuanto le dijera lo que Lara pretendía, se marcharía. Y aunque prendió en él una chispa de esperanza, la apagó al instante.


Era mejor mantener la cabeza fría.


Llamó a una agencia de colocación y explicó lo que necesitaba y cuándo calculaba que lo necesitaría. Luego fue a ver a un colega en la sección comercial del bufete y escribió un mensaje a Lara. Ella llamó al instante.


–¿Cómo que no puedes ocuparte tú mismo? –preguntó.


–Lara, me niego a vender el bar.


–¿Por qué?


–Porque estoy implicado en… –Pedro calló–. Yo me dedico al derecho criminal, no mercantil.


–¿A qué implicación te refieres? ¿Romántica? ¡Qué alegría! Estoy deseando conocerla.


–Lara, estoy muy ocupado. Adiós –dijo Pedro. Y colgó.


Luego se quedó con la mirada perdida, aterrorizado de que Lara tuviera razón.


Después del trabajo fue a darle la noticia a Paula, pero cambió de idea en cuanto la vio. Sabía que en cuanto le dijera que el bar estaba en venta, se marcharía, y él necesitaba un poco más de tiempo con ella. No se trataba de una mentira, sino de una omisión temporal. Sólo necesitaba disfrutar de ella como si estuviera de vacaciones, pasar unos días haciendo las cosas que no acostumbraba a hacer, hasta aburrirse y querer retomar su vida real. Se pasó la mano por la frente. Estaba seguro que aquel deseo que sentía por ella acabaría apagándose. No era posible que durara.




NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 52

 

Te fías más de la razón que de la intuición


Pedro volvió del juzgado habiendo ganado el juicio y recibió una llamada del decano de la facultad que no por esperada le causó menos satisfacción, ofreciéndole un puesto.


Salió del despacho y anunció a su secretaria que iba a dar una vuelta.


Pedro, pero si tienes una cita para comer con Mauro.


–Cancélala –ante la mirada de perplejidad de su secretaria, añadió–: Di que no me encuentro bien.


Decidió ir a las piscinas para poner sus ideas en orden, pero la natación no le proporcionó la calma que solía darle. Y sin darse cuenta, sus pasos lo dirigieron al local. Sin embargo, decidió no entrar por temor a que Paula creyera que iba a pavonearse de su éxito en el juicio.


En cuanto volvió a la oficina uno de los socios lo llamó, el mismo al que había dado plantón.


Mauro se puso en pie en cuanto lo vio entrar.


–Ya era hora de que tuviéramos una charla.


–¿Sabes que me han hecho una propuesta en la universidad? –comentó él.


–Lo comprendo. Tienes una mente privilegiada para la investigación y tu entusiasmo por el derecho es encomiable. Consigues hacer sencillo el argumento más complejo. Por eso mismo eres fabuloso como abogado. Sabemos que otros bufetes se han puesto en contacto contigo y que has decidió permanecer con nosotros. Ahora queremos agradecértelo convirtiéndote en socio de pleno derecho –Mauro sonrió–. Comprenderás que conlleva una serie de beneficios sustanciales.


Pedro sabía que el salario de la universidad no podía competir con el del bufete. Pero a su vez la universidad tenía otras ventajas: las vacaciones, los años sabáticos, tiempo para estudiar y escribir.


–Sé que te gusta hacer muchas cosas, pero necesitamos que te comprometas con nosotros al cien por cien.


La palabra «compromiso» lo puso en guardia.


–Estoy seguro –añadió Mauro–, que lo meditarás tan concienzudamente como haces todo.


Pedro asintió con la cabeza y salió. Se suponía que debía sentirse feliz al ver que los últimos años de su vida daban su fruto. Pero tenía que tomar decisiones y no sabía por dónde empezar.


Llamó a la puerta de su padre sin haberse molestado en concertar la habitual cita previa. En su momento lo había desilusionado al no haber querido entrar en su bufete, especializado en derecho mercantil. Pero a él le interesaba la batalla de los juzgados, el desarrollo teórico de la ley, la adrenalina de los juicios, no las intricadas regulaciones de los contratos entre empresas poderosas. Pedro rió quedamente. Paula tenía razón: era un idealista.


Por primera vez necesita que su padre actuara como tal y no como mentor.


–Hola hijo, ¿cómo estás?


–Bien –dijo Pedro, consciente de que se refería al trabajo.


–Ten cuidado con los académicos. No tardarás en ser juez. ¿Sigues teniendo mucho trabajo?


Pedro se quedó mirando a su padre preguntándose si mencionar a Paula, pero decidió que no. Su padre se acostaba con tomos de Derecho, igual que él hasta hacía unas semanas. Hasta entonces sólo había tenido historias de una o dos noches, pero siempre volvía a sus libros. Por primera vez comprendía el punto de vista de su madre respecto a su relación. Y al mirar a su alrededor, en lugar de pensar que ella no había comprendido su ambición y su deseo de ser el mejor en su campo, coincidió con ella en que quizá sólo le importaba el dinero.


Y en ese momento intuyó que su empeño en que aceptara ser el socio más joven o el juez más joven no era más que para poder pavonearse con sus conocidos de su éxito, como padre. Pero Pedro ni siquiera estaba seguro de que su padre fuera feliz. No cabía duda de que tenía una carrera exitosa, pero al acabar el día iba a una casa vacía.


Su padre miró el reloj de soslayo. Su tiempo valía dinero. Pedro se puso en pie, consciente de que nunca podría hablar con él más que de temas profesionales.


Su madre siempre le había pedido tiempo, siempre había dicho que quería alguien con quien reír y que la amara.


Él había seguido los pasos de su padre sin cuestionarse nada, y por eso nunca había comprendido.


Aquella tarde, en su apartamento, se dio cuenta de que los objetos de Paula empezaban a invadirlo todo. Repasó sus CD. Todo country. Puso el primero y deseó que estuviera en casa. Luego deseó no haberlo deseado.


Entró en su dormitorio y al ver sus botas vaqueras pensó que pronto las usaría para marcharse y dejarlo. Miró el reloj y frunció el ceño. Debía estar a punto de cerrar. Si quería acompañarla a casa, debía irse. No quería que volviera sola.


Caminó hacia allí a paso ligero sintiendo una extraña aprensión. Deseaba a Paula más de lo que quería, y más teniendo en cuenta que cualquier día se iría y lo dejaría con el corazón roto. La sangre se le congeló. Debía acabar con ella de inmediato. O como tarde, al día siguiente.



NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 51

 

Por primera vez en su vida, Paula estaba haciendo algo a lo que quería dedicar toda su energía. De hecho, se trataba de dos cosas. ¿Cómo era posible que hubiera encontrado al mismo tiempo algo que verdaderamente quería hacer y al hombre con quien compartirlo, y que fuera completamente imposible convertirlo en realidad? ¿Cómo iba a decírselo si él estaba destinado a tan altas metas?


Pedro se tomó su silencio como una negativa.


–¿Y el violín?


–Sólo era un hobby. Se nota en cómo lo toco.


–Pero te encanta la música country.


–Sí, aunque no es frecuente tocar a Bach en estilo country. Si quieres luego te enseño.


Pedro rió.


–Sólo lo escucharé si tocas desnuda. Bueno, o con el sombrero vaquero puesto.


Pedro permaneció sentado en su taburete mientras ella trabajaba, charlando con Camilo sobre la liga de rugby. Paula lo observaba con el rabillo del ojo. Nunca lo había visto tan relajado, y encontraba irresistible esa faceta de su personalidad.


–Vayámonos a casa –dijo, insinuante–. Deja a Camilo al cargo.


–Que tú te hayas tomado la tarde libre no significa que los demás podamos hacerlo.


Nunca le había resultado tan peligroso como aquella noche. Nunca su corazón había latido tan aceleradamente.


–Camilo puede ocuparse –insistió él.


Pedro, de verdad que debo trabajar. Adelántate tú –dijo ella, indicando la puerta.


Él pareció decepcionado y Paula pensó que se debía a que esperaba que hiciera siempre lo que a él se le antojaba. El problema era que a ella también le apetecía, pero que ya no se trataba sólo de una mera atracción física, o una manera de combatir el insomnio. Empezaba a tener sueños irrealizables. Las palabras de Sara habían sido como un virus que empezaba a propagarse. Era impensable que pudiera conservarlo. No sería más que una rémora para él.


–Pasas demasiado tiempo aquí. Te ordené que te tomaras un día libre y no has obedecido –era evidente que Pedro no iba aceptar una negativa como respuesta–. ¡Camilo, ocúpate de cerrar!


Camilo se giró bruscamente desde la mesa que estaba recogiendo y los vasos que llevaba en la bandeja salieron disparados y se hicieron añicos.


Paula no pudo contener la risa mientras intentaba reprender a Pedro.


–No deberías haber hecho eso.


Pedro le lanzó una sonrisa pícara.


–Cárgalos a mi cuenta. Venga, vamos a divertirnos.


El Pedro informal quería jugar, y Paula fue incapaz de seguir resistiéndose




NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 50

 

Te gusta el reto que conlleva la competitividad

Paula limpiaba los caños de la cerveza para no pensar en que el sexo con Pedro empezaba a convertirse en amor.


Sara entró en el bar y ella se puso en tensión, aunque lo disimuló perfectamente.


–Hola, pensaba que estarías en el juzgado.


Pedro sigue allí, pero no me necesitaba.


–¿Quieres algo? –preguntó Paula, reprimiendo el comentario que le pasó por la mente.


–Un vino blanco –pidió Sara. Cuando se lo sirvió, añadió–. Pedro me ha dicho que estudiaste música en la universidad.


–Así es –Paula se preguntó por qué Pedro habría hablado de ella con Sara.


–¿Nunca has querido tocar en una orquesta?


–No soy lo bastante buena.


Al ver la expresión de sorpresa de Sara, Paula decidió hacer por ella lo que claramente pretendía hacer: humillarla.


–Trabajé de camarera para pagarme los estudios y cuando acabe el grado, me dediqué de pleno a la hostelería.


–Como dicen –comentó Sara en tono despectivo–, los opuestos se atraen.


–¿Por ejemplo?


Pedro y tú. No tenéis nada en común –se inclinó sobre la barra como si compartieran un charla íntima–. No sé si eres consciente de que Pedro tiene una carrera en la que pensar.


–¡Qué interesante! Cuéntame –dijo Paula con una forzada sonrisa.


–Quieren hacerlo socio del bufete, la universidad lo persigue para que dé clases y se rumorea que puede ser el abogado más joven en ser elegido para el Tribunal Supremo.


–¿De verdad?


Sara asintió.


–Necesita alguien que pueda estar a su altura –bebió un trago y dejó la copa con gesto displicente–. Tiene que tomar decisiones importantes y debe tener a la mujer adecuada a su lado.


–Me alegra que tenga un futuro tan prometedor. Eso lo hace terriblemente atractivo, ¿no crees? –dijo Paula mientras sacaba brillo a una copa y la miraba al trasluz–. ¡Que chica tan afortunada soy! En cuanto a tomar decisiones, Pedro no es ningún niño y no creo que necesite ayuda.


–No lo dudo, Paula, pero ¿no te parece una lástima que vea sus oportunidades lastradas por una mujer que no dé la talla?


Paula tuvo que morderse la lengua para no reír al oírle pronunciar esa palabra, cuando Pedro y ella sólo eran amantes sin ningún compromiso. Ella sabía perfectamente que no pertenecía a su círculo. No necesitaba que una abogada de éxito se lo restregara. Los dos sabían que no estaban hechos el uno pata el otro. Pedro pronto se cansaría, y ella tendría que marcharse y reparar su corazón en algún otro lugar. Pero lo que no iba a hacer era dejarlo para que aquel monstruo manipulador saltara sobre él. Vivían en Nueva Zelanda en el siglo veintiuno y el sistema de clases estaba supuestamente abolido… aunque la comunidad de la abogacía fuera algo más conservadora que la media.


Era verdad que para Pedro ella representaba un pasatiempo, una mujer un tanto excéntrica de la que hablaría en el futuro como «una buena amante sin futuro».


Ni siquiera era una buena música ni había tocado el violín desde el día que encontró a Pedro. Él, en cambio, iba a ser juez, y se convertiría en un pilar de la sociedad. Efectivamente, era ridículo pensar que pudiera casarse con una chica que servía cervezas en un local de moda.


Así que sólo le quedaba aprovechar el tiempo que pasara con él hasta que llegara Lara, y confiar en que no se le rompiera el corazón. Y entretanto, no pensaba dejar que aquella bruja le hiciera sentir inferior.


En cuantos se marchó, puso uno de sus CD favoritos y llamó Camilo para decirle que iba a salir un par de horas. Necesitaba pensar. La situación empezaba a complicarse.


Volvió al bar después de las cuatro y le sorprendió ver a Pedro, vestido informalmente y jugando un billar con Camilo.


–¿Dónde te has dejado el traje? –preguntó ella.


–He pensado que no la necesitaba para dar una charla en la universidad.


–¿Y como te has contagiado del espíritu universitario, estás jugando al billar?


–Me he tomado la tarde libre. El juicio ha sido pospuesto hasta mañana, así que he llegado a dar la charla a tiempo.


–¿Ha salido bien?


–Muy bien.


Paula imaginaba que la sala estaría llena.


–¿Muchas chicas guapas en la primera fila?


Pedro sonrió.


–¿Crees que iban a verme y no a escucharme?


–Seguro que estaban pendientes de cada palabra.


Paula se apoyó en una mesa mientras seguían jugando. Cuando metió la bola negra, Camilo protesto.


–Creía que habías dicho que no jugabas bien.


Pedro sonrió.


–Ha sido un golpe de suerte –dijo, dejando el taco en su sitio.


–¿Es que lo haces todo bien? –preguntó Paula, irritada.


–¿Tú qué crees? –dijo él con un guiño.


–Que sí.


–¿Quieres jugar? –preguntó él indicando la mesa de billar con una sonrisa de picardía.


–Tengo trabajo.


–De hecho, trabajas demasiado.


–Mira quién fue a hablar.


–Pero yo estoy acostumbrado.


Claro, y ella no. Seguía considerándola una inconstante e incapaz de mantener el ritmo de trabajo.


Pedro la miró fijamente.


–¿Pasa algo?


–Tu amiga Sara ha venido a verme para hablar de tu futuro –al ver la expresión de sorpresa de Pedro, añadió–: Se ve que eres un hombre muy solicitado. Te quieren hacer socio, profesor y, según se rumorea, juez.


Pedro asintió con la cabeza.


–Lo de juez no es más que una posibilidad entre muchas. Lo que no entiendo es por qué Sara te lo ha contado.


Paula se entretuvo poniendo botellas en orden.


–No sé. Salió en la conversación –dijo, decidiendo no clavar una puñalada en la espalda de la bruja que, después de todo, trabajaba con él y que quizá en el futuro llegara a ser su amante.


–¿No te ha encantado hablar de mi carrera? –bromeó él al observar que fruncía el ceño.


–Desde luego. Se ve que has trabajado mucho para llegar donde estás.


–Tú también, aunque tiendas a subestimarte.


–Si acabé los estudios fue gracias a Sofia. La música no era más que un entretenimiento, y la excusa para ir a tocar a su garaje y escapar de mis padres.


–Supongo que yo tuve mucha suerte sabiendo lo que quería hacer desde muy pronto –Pedro tamborileó los dedos sobre la barra–. ¿Nunca has sentido pasión por nada?



viernes, 17 de septiembre de 2021

NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 49

 

En cuanto entraron, ella se fue a la esquina opuesta y se cruzó de brazos.


–Es injusto –dijo–. ¿Qué mujer estaría dispuesta a pasar por esa humillación si él no fuera culpable?


–No dudo de que le pasara algo –dijo él con calma–. Lo que dudo es que hayan detenido al hombre culpable.


–Hay testigos que lo vieron.


–A él y a media ciudad, Paula. Puede que mi defendido no sea un angelito, pero tiene un historial por robo, no por asalto sexual. Ni siquiera creo que sea lo bastante listo como para planear algo así.


–Sí, ya.


–Las pruebas no son sólidas y el caso no debía haberse abierto. Es verdad que es injusto para la víctima, pero te aseguro que no voy a consentir que un hombre inocente vaya a la cárcel.


–Los abogados sólo pensáis en el dinero. Recuerdo a los alumnos de Derecho, tan sofisticados y arrogantes.


–Vaya, a lo mejor tienes que tratarte ese complejo de inseguridad. A mí el dinero no me interesa.


–¿De verdad? ¿No te paga suficiente?


–No me paga nada.


Paula enmudeció, pero reaccionó al instante.


–Las víctimas no tiene voz. El sistema defiende al acusado, sobre todo si es un hombre frente a una mujer –recorrió la habitación–. ¿Vas a subirla al estrado y a desnudar su vida privada?


–Tenemos que comprobar la credibilidad de su veredicto.


–¿Y el de él? ¿Por qué tiene derecho a ser testigo de la humillación de su víctima?


–Paula, tenemos que tener la certeza de su culpabilidad –dijo Pedro, bajando premeditadamente la voz para que ella tuviera que detenerse a escucharlo, tal y como habría hecho con un testigo alterado.


–¿Y dónde queda la justicia? Si te fijas en las estadísticas, siempre los creen a ellos.


–¿Preferirías un sistema basado en la venganza? El sistema no es perfecto, pero sólo trabajando, podemos mejorarlo.


Aprovechó que Paula daba una patada al suelo, como si estuviera a punto de aceptar su argumentación para abrazarla por la cintura.


–¿Vamos a pelearnos cada vez que acepte un caso que no te gusta? –preguntó, sin saber de dónde salía aquella pregunta.


–No. Mucho más menudo, porque no tenemos nada en común.


–A mí se me ocurre una cosa –dijo él, tirando de las caderas de Paula. Pero al ver que ésta estaba tensa y no se relajaba, añadió, acariciándole la espalda con delicadeza–: ¿Vas a contármelo?


¡Por supuesto que no! Paula jamás hablaba de la noche más espantosa de su vida, la que le había confirmado que no valía nada y que había arruinado su reputación.


Y sin embargo, algo le decía que quería liberarse de ese peso.


Se produjo un prolongado silencio. Pedro no la presionó, pero siguió acariciándola afectuosamente, trasmitiéndole calma. Paula se resistió, pero se dio cuenta de que quería ceder, de que quería apoyarse en su fuerza aunque fuera por un instante.


–Vas a pensar que soy aún más tonta de lo que crees.


–No creo que sea posible –bromeó él, alzando el rostro de Paula tomándola por el mentón.


Ella bajó la cabeza para apoyarla en su pecho.


–Tenía dieciocho años. Me escapé de la residencia de estudiantes para salir de noche. Mi mejor amiga había venido a verme y queríamos bailar.


–¿Qué pasó?


–No lo sé bien. Bebía sólo refrescos. Había un par de tipos bailando a nuestro lado. De pronto no me sentí bien, me mareé y uno de ellos me preguntó si estaba bien y se ofreció a acompañarme para que respirara un poco de aire fresco. Yo… –su voz se quebró–, salí… –tomó aire y tras hacer una pausa, continuó–: Sofia, mi amiga, salió del local y me dijo que había faltado unos veinte minutos. Vio a alguien tirando de mí calle abajo. Gritó, el hombre salió corriendo y yo me caí –hizo una nueva pausa–. Lo cierto es que no recuerdo lo que pasó, Pedro.


Él se había quedado muy quieto y Paula pudo sentir sus músculos en tensión bajo la ropa.


–Sofia me llevó a la residencia. Yo me encontraba fatal y tenía las manos sangrando por haberme caído, y cuando entrábamos, nos pilló la directora. Cuando le conté lo que había pasado, me dijo que era una invención y que había estado bebiendo. Sin embargo, al día siguiente seguía mal y llamaron al médico.


–¿Y?


–Él sí me creyó, y llamó a la policía.


–¿No recuerdas nada?


–Sólo que me aprisionaba y que no podía quitármelo de encima –Paula notó que Pedro intentaba dominar su indignación–. Fue horrible, me interrogaron y el médico me inspeccionó.


–¿Te había…? –preguntó el, crispado.


–No.


Paula recordaba el alivio al recibir la noticia. Pero llegó demasiado tarde: el interrogatorio, las dudas vertidas sobre ella, sentirse juzgada, consiguieron traumatizarla. Y desde ese momento decidió no permitir que nada ni nadie la controlaran.


Había perdido la fe en sí misma, en el sistema, en la gente. Sobre todo en los hombres. Había erigido una muralla a su alrededor y había convertido el sarcasmo en su mejor arma. Hasta que había conocido al hombre que la abrazaba en aquel instante.


–Mis compañeros empezaron a susurrar a mi paso y a mirarme de reojo. Me tachaban de rebelde aunque no lo era. Por eso imagino el valor que hay que reunir para dar testimonio, porque yo no hubiera sido capaz.


–Claro que sí.


–¿Para qué, si luego un abogado como tú me humillaría diciendo que lo había inventado para llamar la atención?


Pedro sonrió.


–Te comprendo. No fue tu culpa, Paula. Podría haberle pasado a cualquiera.


Paula no respondió, sabiendo que tenía razón, pero sin poder dejar de creer que siempre estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado. Y que nunca estaba a la altura.


Pedro le sonrió con dulzura y ella olvidó lo furiosa que había estado con él.


–Eres muy valiente y puedes ayudar. Si te molesta tanto, ¿por qué no haces algo al respecto?


–¿Cómo qué? 


Pedro rió.


–No puedo cambiar el mundo.


–Pero puedes contribuir a mejorarlo –Paula lo miró fijamente y él le sostuvo la mirada–. ¿Puedo hacer algo por ti? –preguntó Pedro.


Ella pensó que quería sentirlo físicamente y olvidar todo pensamiento.


–¿Cómo qué? –preguntó, reprimiendo el impulso de besarle el dedo.


–Como llevarte a casa y dormir abrazados.


Paula cerró los ojos, aliviada por la seguridad y el bienestar que le proporcionaba simplemente imaginarlo.





NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 48

 

Crees que la justicia es más importante que la clemencia


Paula leyó una vez más el artículo del periódico de la mañana en el café, y observó la fotografía de Pedro con aspecto de abogado agresivo. Luego volvió al apartamento, vio las noticias en televisión y las escuchó en la radio. La sangre le hirvió al oírle contestar a las preguntas de los periodistas a la salida del juzgado y se reafirmó en la idea de que no debía haberse relacionado con un hombre como aquél.


Pedro subió las escaleras del local con una extrema sensación de alivio, y habiendo olvidado completamente su decisión de romper con Paula. Sólo pensaba en olvidar el caso y sentarse a observar a Paula y relajarse.


La vio en cuanto entró, pero en lugar de la sonrisa con la que ella solía recibirlo, desvió la mirada y dedujo que pasaba algo. En cuanto ocupó su taburete habitual, ella le dejó con brusquedad un vaso delante.


–No pensaba pedir whisky.


–¿Ah, no? –dijo ella con desdén. Y ante los atónitos ojos de Pedro, se lo bebió de un trago.


–No hace faltas ser un genio para adivinar que estás enfadada.


–¿Tú crees? –Paula dejó el vaso con fuerza en la barra.


Pedro suspiró, consciente de que buscaba pelea, pero él no tenía la menor gana.


–Escucha, no tengo fuerzas para jugar a adivinanzas. Así que será mejor que digas qué pasa.


–Mi problema, es su caso, señor abogado.


–Hablas como una serie policial. ¿Qué quieres decir con «mi caso»?


–¿Cómo es posible que defiendas a ese monstruo?


Pedro se puso alerta. Así que se trataba de algo profesional, no personal.


–¿Monstruo?


–Sí, un asqueroso que puso algo en la bebida de una mujer y abusó de ella.


–¿Has oído hablar de la presunción de inocencia?


–Es culpable.


–No sabía que fueras juez.


–¿Por qué lo defiendes? –preguntó ella, airada.


–Porque creo que es inocente. Y aunque no lo fuera, merecería un juicio justo.


–¿Te refieres a encontrar alguna triquiñuela legal para que lo declaren inocente? ¿Y la víctima? Cuestionaste su vida privada para hacerla parecer sospechosa, hasta que se derrumbó.


Pedro fue a decirle que estaba demasiado cansado, pero le bastó observarla para darse cuenta de que no podía dejarlo pasar. Había visto a Paula enfadada y nerviosa, pero nunca tan agotada ni tan… dolida. Algo le indicó que Paula había pasado por una situación personal que le hacía solidarizarse con la víctima.


–Es mejor que sigamos esta conversación en privado –dijo, tomándola del brazo y yendo con ella hacia el despacho.




NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 47

 

Fue al juzgado aprovechando el paseo para terminar de despejarse. El juicio se reanudaría a las diez y sabía que, una vez entrara en acción, su mente funcionaría perfectamente.


Su única preocupación era aclarar qué le estaba pasando con aquella indómita mujer. Había querido hacerse con el control y lo había conseguido. Se sentía expuesto, vulnerable en sus manos, como si hubiera conseguido desvelar sus más íntimos deseos. Una y otra vez encontraba refugio en su interior. La forma en que ella lo acogía y lo observaba con una intensa honestidad, la manera en que hundía los dedos en su cabello y su cuerpo se entregaba a él, dejándose arrastrar con las oleadas de la plena satisfacción era algo que él no había experimentado antes. La deseaba con una furia que en lugar de verse satisfecha al poseerla no hacía más que incrementarse. Justamente, lo contrario de lo que hubiera esperado y de lo que había pretendido.


Repasó su agenda y vio que tenía dos citas a la misma hora. Abrió su correo y vio que tenía un montón de mensajes sin leer. No tenía tiempo para todo lo que quería hacer y cada vez quería hacer más cosas. Paula había conseguido que tuviera la sensación de estar perdiéndose algo. Pero, ¿el qué? No necesitaba que nadie le calentara la cama por las noches, no podía ni quería depender de nadie, y menos de ella.


Paula se había encargado de dejarle claro que no permanecía en el mismo lugar demasiado tiempo, y él conocía bien la amargura del abandono. Su padre se había convertido en un adicto al trabajo después de que su madre lo abandonara. Él mismo había padecido su desidia, su falta de amor. Por esos se había jurado no caer jamás en la trampa de creer en la familia feliz. Lo que tenía con Paula no era más que un temporal, simplemente. No era una relación.


Pero su presencia en su casa le robaba la paz.


Por eso mismo tenía que librarse de ella.