sábado, 18 de septiembre de 2021

NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 52

 

Te fías más de la razón que de la intuición


Pedro volvió del juzgado habiendo ganado el juicio y recibió una llamada del decano de la facultad que no por esperada le causó menos satisfacción, ofreciéndole un puesto.


Salió del despacho y anunció a su secretaria que iba a dar una vuelta.


Pedro, pero si tienes una cita para comer con Mauro.


–Cancélala –ante la mirada de perplejidad de su secretaria, añadió–: Di que no me encuentro bien.


Decidió ir a las piscinas para poner sus ideas en orden, pero la natación no le proporcionó la calma que solía darle. Y sin darse cuenta, sus pasos lo dirigieron al local. Sin embargo, decidió no entrar por temor a que Paula creyera que iba a pavonearse de su éxito en el juicio.


En cuanto volvió a la oficina uno de los socios lo llamó, el mismo al que había dado plantón.


Mauro se puso en pie en cuanto lo vio entrar.


–Ya era hora de que tuviéramos una charla.


–¿Sabes que me han hecho una propuesta en la universidad? –comentó él.


–Lo comprendo. Tienes una mente privilegiada para la investigación y tu entusiasmo por el derecho es encomiable. Consigues hacer sencillo el argumento más complejo. Por eso mismo eres fabuloso como abogado. Sabemos que otros bufetes se han puesto en contacto contigo y que has decidió permanecer con nosotros. Ahora queremos agradecértelo convirtiéndote en socio de pleno derecho –Mauro sonrió–. Comprenderás que conlleva una serie de beneficios sustanciales.


Pedro sabía que el salario de la universidad no podía competir con el del bufete. Pero a su vez la universidad tenía otras ventajas: las vacaciones, los años sabáticos, tiempo para estudiar y escribir.


–Sé que te gusta hacer muchas cosas, pero necesitamos que te comprometas con nosotros al cien por cien.


La palabra «compromiso» lo puso en guardia.


–Estoy seguro –añadió Mauro–, que lo meditarás tan concienzudamente como haces todo.


Pedro asintió con la cabeza y salió. Se suponía que debía sentirse feliz al ver que los últimos años de su vida daban su fruto. Pero tenía que tomar decisiones y no sabía por dónde empezar.


Llamó a la puerta de su padre sin haberse molestado en concertar la habitual cita previa. En su momento lo había desilusionado al no haber querido entrar en su bufete, especializado en derecho mercantil. Pero a él le interesaba la batalla de los juzgados, el desarrollo teórico de la ley, la adrenalina de los juicios, no las intricadas regulaciones de los contratos entre empresas poderosas. Pedro rió quedamente. Paula tenía razón: era un idealista.


Por primera vez necesita que su padre actuara como tal y no como mentor.


–Hola hijo, ¿cómo estás?


–Bien –dijo Pedro, consciente de que se refería al trabajo.


–Ten cuidado con los académicos. No tardarás en ser juez. ¿Sigues teniendo mucho trabajo?


Pedro se quedó mirando a su padre preguntándose si mencionar a Paula, pero decidió que no. Su padre se acostaba con tomos de Derecho, igual que él hasta hacía unas semanas. Hasta entonces sólo había tenido historias de una o dos noches, pero siempre volvía a sus libros. Por primera vez comprendía el punto de vista de su madre respecto a su relación. Y al mirar a su alrededor, en lugar de pensar que ella no había comprendido su ambición y su deseo de ser el mejor en su campo, coincidió con ella en que quizá sólo le importaba el dinero.


Y en ese momento intuyó que su empeño en que aceptara ser el socio más joven o el juez más joven no era más que para poder pavonearse con sus conocidos de su éxito, como padre. Pero Pedro ni siquiera estaba seguro de que su padre fuera feliz. No cabía duda de que tenía una carrera exitosa, pero al acabar el día iba a una casa vacía.


Su padre miró el reloj de soslayo. Su tiempo valía dinero. Pedro se puso en pie, consciente de que nunca podría hablar con él más que de temas profesionales.


Su madre siempre le había pedido tiempo, siempre había dicho que quería alguien con quien reír y que la amara.


Él había seguido los pasos de su padre sin cuestionarse nada, y por eso nunca había comprendido.


Aquella tarde, en su apartamento, se dio cuenta de que los objetos de Paula empezaban a invadirlo todo. Repasó sus CD. Todo country. Puso el primero y deseó que estuviera en casa. Luego deseó no haberlo deseado.


Entró en su dormitorio y al ver sus botas vaqueras pensó que pronto las usaría para marcharse y dejarlo. Miró el reloj y frunció el ceño. Debía estar a punto de cerrar. Si quería acompañarla a casa, debía irse. No quería que volviera sola.


Caminó hacia allí a paso ligero sintiendo una extraña aprensión. Deseaba a Paula más de lo que quería, y más teniendo en cuenta que cualquier día se iría y lo dejaría con el corazón roto. La sangre se le congeló. Debía acabar con ella de inmediato. O como tarde, al día siguiente.



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