—Supongo que eso es todo —dijo Pau después de que Pedro terminara de asegurar la loneta sobre el «ladeavacas». Se asomó por la ventanilla tintada del taxi monovolumen, pero no vio su equipaje—. ¿Estás seguro de que no olvidaste algo cuando dejaste las habitaciones? —le preguntó. Había insistido en bajar todo de las habitaciones mientras ella se adelantaba hacia la zona de la convención.
Con un rápido vistazo alrededor del aparcamiento vacío, se inclinó para mordisquearle los labios.
—¿Quién dijo que las dejé? —replicó con una sonrisa burlona—. ¿Tienes tanta prisa por volver a casa que no puedes dedicarme unos momentos?
Ella resistió la tentación de volver a bajarle la cabeza y demostrarle lo mucho que lo había echado de menos.
—No lo entiendo —dijo—. ¿A qué te refieres?
Pedro sacó la llave de su habitación del bolsillo y la agitó ante ella.
Al darse cuenta de lo que había hecho, la recorrió una oleada renovada de deseo.
—Supongo que ya hemos resuelto el misterio del equipaje desaparecido —comentó, tratando de mantener un tono ligero.
Pedro le pasó un brazo por los hombros.
—¿Cómo podía hallarse desaparecido cuando en todo momento yo he sabido dónde estaba? —murmuró él mientras la conducía por una puerta lateral de vuelta al hotel.
Tuvieron el ascensor para ellos solos, de modo que dedicó la breve subida a probar la piel sensible que tenía debajo del lóbulo de la oreja. Cuando llegaron a la habitación, ella ardía de deseo.
La primera vez que se acoplaron, seguían parcialmente vestidos.
—No puedo esperar —gimió él, acercándola.
—Sí, sí, por favor —instó ella mientras la llenaba.
Pedro tembló, sus músculos rígidos, luego embistió otra vez. El mundo de Pau estalló y él emitió un sonido entrecortado mientras se unía a ella.
—Vaya —musitó Paula cuando él se desplomó inerte a su lado. Nunca en la vida se había entregado a un deseo tan devastador y descarnado—. Ha sido algo estupendo.
—Sí —jadeó él, poniéndose boca arriba—. La próxima vez… será mejor.
Laxa por la satisfacción, ella rió débilmente.
Él se apoyó en un codo.
—¿Qué es tan gracioso?
Ella estaba extendida sobre la cama, con los brazos y las piernas como una muñeca de trapo.
—¿Por qué me odias?
—¡Odiarte! —exclamó Pedro con expresión de horror—. ¡Lo siento! ¿Te he hecho daño?
—Mejor, más largo… intentas matarme —explicó ella con una sonrisa.
Pedro volvió a tumbarse con una mano en el pecho.
—Espero que sepas que has estado a punto de pararme el corazón con ese comentario.
Después de unos momentos de silencio, él volvió a sentarse y se quitó la camisa que ella antes había desabotonado en parte. Se estiró para desprenderse de los calcetines mientras Pau admiraba el ancho de sus hombros y la línea de su espalda.
—Tú también —dijo él, mirándola con expresión significativa.
Gimiendo, Pau se dio la vuelta aún con el sujetador y la camisa puestos.
—Ésa sí que es una postura que vendería lo que quisiéramos —comentó Pedro.
—Muy gracioso.
Después de quitarse el resto de la ropa, él apartó las mantas y la tumbó.
Con infinita paciencia, en esa ocasión hizo que fuera tan romántica como una unión frenética de lujuria había sido la anterior. Cuando al fin él se deslizó en el calor que lo esperaba, Pau supo sin ninguna duda que había encontrado a su otra mitad.
—¿Tienes hambre? —preguntó Pedro cuando ella estaba a punto de quedarse adormilada, acurrucada contra su cuerpo, con la cabeza apoyada en su hombro y una pierna cruzada sobre la suya para tenerlo bien cerca.
La pregunta hizo que se diera cuenta de que estaba famélica.
—Podría comer algo —murmuró, indecisa entre los pensamientos de comida y quedarse donde estaba.
—Démonos una ducha —sugirió con voz ronca cerca de su oído—. Luego dejaremos la habitación y te llevaré al asador de enfrente para cenar antes de irnos de la ciudad. ¿Trato hecho?
La única idea mejor que ésa era quedarse en la habitación un mes entero, pero no se lo dijo.
—Trato hecho —aceptó, sentándose y destapándose.
—Es una pena que no puedas quedarse así —aprobó Pedro—. Me encanta mirarte.
Ella miró por encima del hombro a tiempo de verlo ponerse de pie y estirarse.
—Lo mismo digo —murmuró.
Verlo vestido con uno de sus trajes a medida en el trabajo iba a resultar un poco raro después de eso.
Cuando la sorprendió mirándolo fijamente, la estudió de arriba abajo.
—Quizá sea mejor que me dé una ducha fría o terminaremos quedándonos en la habitación una noche más —dijo—. O una semana más.
Alejarse de él fue más difícil de lo que Pau había pensado. Se preguntó en que se estaba metiendo.