Cuando la música finalmente se desvaneció, Pau podría haber jurado que sentía los labios de Pedro sobre su sien antes de que él alzara la cabeza.
—No sé tú —musitó él, tomándole la mano—, pero este sitio empieza a parecerme demasiado lleno y ruidoso.
No era lo más original que Pau había oído, pero no le importó. Pedro la veía como nadie la había visto jamás, y le brindaba la libertad de ser realmente ella. Quizá algún día conociera el negocio lo bastante como para ser una verdadera compañera en todos los sentidos que de verdad importaban.
En ese momento sólo podía pensar en estar a solas en sus brazos. Nada le había parecido jamás más idóneo.
—Estoy de acuerdo —repuso con una lenta sonrisa—. Tiene que haber algún sitio más tranquilo y… —con gesto atrevido, alzó los dedos y le alisó las solapas de la chaqueta— privado.
Él entrecerró los ojos, que brillaron peligrosamente.
—Esperaba que vieras las cosas como yo.
Soltándole la mano, la condujo de vuelta a la mesa. Los otros hablaban, elevando las voces por encima de la música para poder oírse.
Pedro le entregó su copa a Pau y bebió un trago de la propia antes de volver a dejarla. Ella bebió un poco de su vino, pero el calor que se extendió por su interior no tuvo nada que ver con el alcohol.
—¿Quieres llevarla contigo? —le preguntó él.
Pau movió la cabeza. Pedro recogió el cambio y dejó un par de billetes de propina para la camarera.
—Os veré por la mañana —se despidió con afabilidad.
Entre el coro de respuestas, Pau dejó su copa en la mesa y salió del salón con él. En el vestíbulo, lejos de las tenues luces y de la música, se sintió algo nerviosa.
Tomándola por el codo, Pedro la condujo hacia la tienda de regalos cerrada y a oscuras. Delante del escaparate, volvió a tomarle la mano, pero en esa ocasión se la llevó a los labios. Girándosela, le dio un beso en la palma y luego, con gentileza, se la cerró para envolvérsela con sus propios dedos.
Pau no pudo apartar la vista de la intensidad de su mirada. No habría podido hablar ni aunque en ello le hubiera ido la vida.
—Ahora mismo no hay nada en el mundo que quiera más que estar a solas contigo —musitó él, sin dejar de sostenerle la mano entre las suyas—. ¿Subes conmigo?
Ella estudió su cara, desde la frente ancha hasta el mentón firme.
—Pau—murmuró—, sabes que puedes decirme lo que sientes de verdad que yo lo aceptaré, ¿verdad?
Ella asintió. Él había sido sincero y ella odiaba los juegos.
—Quiero lo mismo que tú —susurró.
Le apretó la mano antes de soltársela. Pedro la miró con ojos resplandecientes.
—Vamos —instó, tomándola por el brazo.
Sin perder tiempo, con la mano libre llamó el ascensor. Dos mujeres subieron con ellos, hablando de un casino próximo. Pedro y Paula no dijeron una palabra.
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