En cuanto estuvieron en la habitación de él, idéntica a la de Paula, a la luz de la lámpara que Pedro había dejado encendida en la mesilla de noche, cerró la puerta a su espalda y la tomó en brazos.
—Pau —musitó con voz ronca, bajando la cabeza.
La besó con pasión apenas controlada. Al primer contacto de la boca sobre la suya, el dique de su reserva se desmoronó como un muro de arena y fue arrastrada por una marea de pasión mutua.
Devolviéndole el beso, no retuvo nada. En algún momento, los dedos de Pedro encontraron la cremallera de su top y la bajó. Apenas notó la caída de la tela de lo concentrada que se hallaba en los botones de la camisa de él.
—Bonito —dijo él, pasando el dedo por el borde superior del sujetador de encaje.
El contacto suave contra su piel sensible le provocó escalofríos. Al apartar los bordes de la camisa y adelantarse para pegar la boca abierta contra la piel satinada del torso de Pedro, lo notó temblar al tiempo que le coronaba los pechos con las manos. Cuando él le acarició con los dedos pulgares los pezones cubiertos por el encaje, el corazón le estalló en su interior.
La soltó el tiempo suficiente para quitarse la camisa, seguida rápidamente de los zapatos y los calcetines. Tal como ella había sospechado, los hombros y la espalda tenían una forma magnífica.
Pau se desprendió de las sandalias y dejó que los pantalones cayeran al suelo. Mientras él observaba, sacó los pies de ellos. La recorrió con los ojos de la cara a las uñas pintadas de los pies y volvió a subir hasta sus ojos. Algunos hombres preferían mujeres delgadas, sin curvas muy marcadas, pero Pedro sonrió con placer al mirarla.
—Eres perfecta —susurró—. Pero sabía que lo serías.
Si hubiera creído que podría ser un amante controlado o metódico, se habría equivocado. Después de encargarse del resto de la ropa de ambos, la alzó en brazos y le dio un beso profundo. Luego, sosteniéndola sobre la cama, la soltó, lo que provocó que ella soltara un leve grito antes de que él se reuniera rápidamente con ella.
Envueltos en los brazos del otro, rodaron y se engancharon, se exploraron, se acariciaron y se volvieron mutuamente locos. Cuando él se detuvo para ponerse un preservativo, ella temblaba y palpitaba de necesidad.
—Date prisa —le suplicó.
A la luz de la lámpara de la mesilla, Pau lo observó regresar a su lado.
—Mi hermosa, hermosa Paula —musitó, con los brazos apoyados a cada lado de ella.
Ella extendió los brazos. Cuando él la reclamó, no hubo más palabras, se acabaron los pensamientos, sólo quedaron los sentimientos. Elevándose, Pau alcanzó la cima y lo abrazó mientras él la seguía, con su nombre en los labios.
Pedro quiso que se quedara, pero ella supo que si lo complacía, dormirían poco. Resistiendo su persuasión, sus besos y sus súplicas, se puso la ropa arrugada.
—Mañana me lo agradecerás —insistió.
Al ver que no podría disuadirla, Pedro se puso los vaqueros y la acompañó descalzo hasta su habitación. Al llegar a la puerta, le dio un beso breve pero apasionado.
—¿Puedo pasar? —preguntó esperanzado.
Riendo en voz baja, ella le cerró la puerta en las narices.
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