—¡Vamos, Hawks! —gritó Mauricio en el salón de la casa de sus padres—. ¡Ya era hora, maldita sea!
El equipo de Seattle al fin había conseguido anotar contra los Rams, poniéndose por delante en el marcador por primera vez en los últimos momentos del partido.
—Ese lenguaje —reprendió su madre desde la cocina.
Pedro y su hermano intercambiaron unas sonrisas.
—Vuestra madre tiene el oído de un murciélago —su padre estaba sentado en un sillón de piel que había sido regalo de navidad de Pedro. Francisco tenía una cerveza en una mano y un cuenco con aperitivos al alcance de la otra en la mesilla.
—¡He oído eso también!
Más risas masculinas flotaron por encima del ruido de la televisión de pantalla plana que les había regalado Mauricio.
No se reunían cada domingo, pero Pedro disfrutaba cuando lo hacían, en particular cuando sus hermanos gemelos, los más jóvenes de la familia, también podían asistir desde la universidad. A pesar de su ausencia ese día, era agradable estar allí. Su madre, Edith, era una magnífica cocinera, y su padre se había relajado bastante desde que «los chicos Alfonso» habían dejado de preocuparle con sus andadas.
Cuando el partido terminó, Mauricio se puso de pie y se estiró.
—Creo que iré a ver si Mia quiere tomar un poco de aire fresco.
Su tono casual y su expresión inocente no engañaron ni por un instante a Pedro, pero contuvo la tentación de mofarse de su hermano mayor, quien seguramente lo habría amenazado con someterlo a cirugía sin anestesia si no dejaba de meterse con él.
—¿Otra cerveza, papá? —prefirió preguntar.
—No, gracias —su padre alzó la botella a medio llenar.
Pedro no era muy bebedor y después de la cena tenía que conducir, de modo que también él la descartó.
—¿Cómo va el trabajo? —preguntó por encima del sonido de las entrevistas postpartido. Su padre era constructor y los cuatro hijos habían pasado muchos fines de semana y vacaciones de verano trabajando en diversas de sus obras.
—Si logramos poner los cimientos antes de que el suelo se enfríe demasiado, seré un hombre feliz.
«No llegará ese día», pensó Pedro, observándolo. Su padre no era de los que veían el vaso medio lleno.
—Mauricio nos ha dicho que está pensando en incorporar a un socio en su trabajo porque está muy ocupado —añadió su padre.
—Es un buen médico —afirmó Pedro—. Le gusta a la gente.
Una incómoda pausa se estableció entre ellos mientras una voz en el televisor alababa las maravillas de la pizza congelada.
—¿Cómo va tu negocio? —preguntó su padre con cierto retraso.
—Bien —Pedro no se molestó en explayarse, ya que jamás había sentido que su elección de carrera fuera tan interesante como la de Mauricio.
Nada superaba tener un hijo doctor cuando se trataba del derecho de unos padres de alardear. Era su madre quien había empujado a los cuatro hijos a la universidad, pero él a menudo se preguntaba qué sentía su padre al ver que ninguno de ellos mostraba interés en hacerse cargo de la empresa familiar algún día.
—Tengo entendido que has contratado a una camarera como tu nueva secretaria —dijo su padre con tono hosco—. ¿Sabe escribir a máquina?
—Primero, Paula trabajaba en el Lounge en el centro hotelero, no en cualquier bar —repuso Pedro—. Y segundo, es mi asistente, no mi secretaria.
—Ya veo —fue todo lo que dijo su padre.
Le preocupó que su padre viera demasiado. Pero antes de que se le pudiera ocurrir un modo de cambiar de tema, la voz de su hermano sonó desde la cocina. Tenía el brazo en torno a la cintura de Mia y las caras de ambos estaban rojas por el frío… o lo que hubieran encontrado para ocupar el breve momento de intimidad del que habían disfrutado.
Pedro sintió un aguijonazo doloroso de envidia por lo que compartían. Mia era una mujer dulce que evidentemente adoraba a Mauricio.
—¿Quieres que ponga la mesa? —le preguntó Mauricio a su madre en un claro esfuerzo por ganar puntos para el postre.
Como era de esperar, lo echaron de la cocina. Cuando volvió a sentarse en el sofá, le dedicó a Pedro una mirada satisfecha. De niños y adolescentes, siempre habían competido entre sí para conseguir la atención de sus padres… siempre que no estaban metiéndose en problemas.
—Le preguntaba a tu hermano por esa mujer que ha contratado —le dijo su padre a Mauricio.
Pedro se puso tenso, con la esperanza de que su hermano no repitiera el comentario de la boda doble.
—Te refieres a Paula —repuso Mauricio—. Siempre he pensado que desperdiciaba su talento detrás de la barra del bar —continuó—. Es una chica inteligente con gran destreza para tratar a la gente. Entiendo por qué Pedro la ha contratado.
Este se sintió aliviado. Debería haber sabido que su hermano no lo delataría ante su padre.
—Me aseguraré de transmitirle tu opinión —dijo—. Hasta ahora, lo está haciendo muy bien en Alfonso International.
Se puso rígido cuando Mauricio le guiñó un ojo.
—¿Te ha contado Pedro que el fin de semana pasado llevó a Pau a la boda de Dario Traub? —le preguntó a su padre con fingida expresión de inocencia.
Las cejas blancas de su padre se enarcaron y miró a un hijo y luego al otro.
—¿Es verdad eso?
—La cena está lista —anunció su madre desde la puerta. Con un bol de ensalada en las manos, le dedicó a Pedro esa sonrisa feliz de mujer que espera ser abuela—. ¿A quien llevaste a la boda? —preguntó—, Pedro, ¿estás saliendo con alguien? ¿Alguien que yo conozca?
—Muchas gracias, hermano —musitó en dirección a Mauricio, que ya se había puesto de pie.
—Haré lo que haga falta para desviar la atención de Mia y de mí —repuso su hermano entre dientes—. Si crees que esto es malo, espera hasta que traigas a una chica a casa.
—¿Qué estáis murmurando? —demandó su madre, mirándolos con suspicacia.
—Nada, mamá —respondieron al unísono, con la práctica y la unión ante un adversario común que daban los años.