Un par de veces en los últimos dos días lo había sorprendido estudiándola con curiosidad. Estaba acostumbrada a que los hombres la miraran, pero no del modo en que lo hacía Pedro, como si tratara de descubrir qué la motivaba. Aún no sabía si eso la incomodaba.
—No te preocupes por no tener nada que hacer —comentó—. Ya lo compensarás con creces cuando tengamos la época de mayores pedidos.
Una de las cosas que le había preguntado era si le importaba hacer horas extras o viajar por negocios. Por algún motivo, no se le había ocurrido que quizá lo acompañara a él durante esos viajes.
—¿Está bien si ayudo a Nina? —preguntó—. He visto una pila de archivos en su oficina.
Él se encogió de hombros.
—Claro. Pero antes de hacerlo, iba a mostrarte el taller.
Pau le sonrió, y la costumbre a punto la llevó a pestañear con coquetería.
—¿Has olvidado que me lo mostraste el primer día?
El término no hacía justicia a la gran planta de fabricación donde varios trabajadores habían estado ocupados montando los diversos modelos del «ladeavacas» Alfonso.
Pedro ladeó la cabeza mientras le devolvía la sonrisa y sus ojos resplandecían.
—Ah, es verdad, aunque no has visto mi taller personal.
—Ahí es donde suceden los milagros —exclamó Nina en un tono seco que sobresaltó a Pau.
Pedro tampoco debía de haberla oído acercarse, porque se retiró con un movimiento brusco de la mesa de Pau al tiempo que el color invadía sus mejillas.
—¿Milagros? —repitió ella, mirando a una y a otro con curiosidad.
—Es donde trabajo —explicó él—. Donde desarrollo mis ideas.
Pau había leído la historia de la empresa en la página Web de la empresa. Aunque en ella también se decía que Pedro había estudiado ingeniería, ella no lo había imaginado realizando trabajos de creación.
—Me gustaría verlo —repuso.
—Nina, ¿necesitas algo? —inquirió Pedro mientras Pau se ponía de pie.
—Iba a preguntarle a Pau qué talla usaba para poder encargarle algunas de las camisas de la empresa. Tardan un par de semanas en entregarlas.
Pedro estudió su cuerpo y luego bajó la vista a sus pies.
—No es mi campo de conocimiento —musitó—. He olvidado algo en mi despacho —agregó—. Ahora vuelvo.
Mientras se alejaba, las dos mujeres intercambiaron unas miradas divertidas.
—Me encanta cuando se pone nervioso —musitó Nina complacida—. Es un hombre estupendo, pero a veces hay que hacerle perder el control.
—La mayoría de los hombres que conozco se habría ofrecido a realizar la medición en persona —indicó Pau con sequedad—. Y mi talla es la mediana.
—De acuerdo —Nina movió la cabeza—. Pedro no es así. Llevo aquí desde el principio y jamás lo he visto cruzar esa línea. Todos los que trabajan aquí saben que ese tipo de cosas no se toleran —miró por encima del hombro y bajó aún más la voz—. Créeme, su primer amor es el negocio. No tienes que preocuparte por nada en ese sentido.
En vez de tranquilizarla, las palabras de Nina la decepcionaron. ¿Es que se sentía atraída por él a pesar de sus esfuerzos para no hacerlo?
—Es bueno saberlo —respondió con calma cuando él volvió.
—¿Saber qué? —inquirió Pedro.
—Le estaba diciendo que el seguro médico la cubre en treinta días —fue la respuesta inocente de Nina—. Bueno, he de volver al trabajo o el jefe se enfadará —le guiñó un ojo a Pau—. Encargaré tus camisas. Hazme saber si tienes alguna pregunta más acerca del paquete de beneficios.
—Claro —repuso ella—. Gracias.
—Bueno, ¿vamos? —Pedro mantuvo abierta la pesada puerta que conducía a la zona de fabricación con sus máquinas ruidosas, música alta y voces elevadas.
Justo detrás había un estante que contenía cascos. Cuando Pau fue a recoger uno amarillo brillante, igual que había hecho el primer día, él estiró el brazo por encima de su cabeza y bajó uno verde.
—Éste es el que lleva un empleado de la Alfonso —explicó, entregándoselo.
Su nombre aparecía en letras doradas por encima de la visera dura.
—Gracias —con cautela, Pau se lo colocó encima del cabello recogido. Era gracioso cómo tener un casco con su nombre le hacía sentir que formaba parte del equipo.
Pedro tuvo que morderse la lengua para no decirle lo bonita que se la veía con su casco nuevo. Había pensado que sería más fácil conocerla en su terreno, pero ella aún lo intimidaba.
Como un niño mostrando una casa de pájaros que hubiera construido con palillos de helados, sacó un llavero. Abriendo una puerta, la condujo al lugar donde sus ideas cobraban forma. Sus miradas se encontraron antes de dejarla pasar por delante.
—Vaya —lentamente, Pau se fue girando para observar la sala limpia y bien iluminada—. Esperaba un lugar oscuro y atestado, pero esto se parece más a un laboratorio que al taller de un inventor.
Pedro siguió la mirada de ella. En la pared encima del mostrador espacioso había diversas herramientas de mano. Un anaquel contenía diseños y especificaciones. Unos archivadores se alineaban en la pared corta junto al escritorio viejo, vacío salvo por un ordenador. Enfrente había una mesa de dibujo. Nada estaba fuera de lugar.
—Supongo que soy un poco obsesivo con el orden cuando se trata del lugar donde trabajo —comentó él en tono de disculpa.
Había esperado que pudiera verlo como una persona fascinante e inteligente, no como al profesor chiflado.
—Confieso que coincido contigo —convino ella, sorprendiéndolo sin saberlo—. No soporto el desorden. Me pone frenética —se acercó, mostrando una actitud cómplice—. ¿Quieres saber una cosa?
—Mmmm —él movió la cabeza, cautivado por la fragancia que ya asociaba con ella.
—Soy una organizadora secreta —susurró—. Me vuelvo loca en esas tiendas que tienen cajas para almacenaje.
—Ten… tendré que entrar en una.