Paula, agarrada a la barandilla, observaba desde cubierta mientras el bote de los buceadores luchaba contra las olas. El tiempo empeoraba por segundos y el barco era sacudido de un lado a otro como una cáscara de nuez, haciéndola sentir enferma; algo extraño porque ella nunca se había mareado durante una expedición. Claro que nunca había estado en un barco en medio de un huracán.
Todo a bordo se hacía a gran velocidad porque la amenaza de chocar contra el arrecife era inminente. Pero cuando por fin el bote llegó hasta el barco y los buceadores fueron izados a bordo, en el horizonte aparecieron dos fragatas venezolanas y, por medio de un altavoz, les pidieron que echasen el ancla. Para sorpresa de todos, unos minutos después fueron abordados por un grupo de marinos armados. El jefe de la guardia costera les dijo que volvían a puerto… y que todos estaban detenidos. Jeronimo intentó averiguar por qué, pero se encontró con un silencio total.
Estaba oscureciendo cuando el barco llegó a lo que parecía una base naval.
Con camiseta y pantalones cortos, el pelo y la ropa pegados al cuerpo por la lluvia, Paula empezaba a tener miedo de verdad mientras eran sacados del barco a punta de pistola.
Los guardias se apartaron entonces y un hombre alto se abrió paso hacia ellos… Pedro.
Sus ojos negros parecían hundidos y quemaban como carbones en un rostro más delgado de lo que recordaba. Nunca lo había visto tan furioso.
Estaba lívido…
—Se acabó, Paula —le dijo, tomándola por los hombros.— ¿Qué estás intentando hacer... volverme loco? Ir a buscar un barco pirata en medio de un huracán… se acabó, vas a volver a casa conmigo y no hay nada más que hablar. No quiero ser responsable de tu muerte. Ni siquiera Maximo puede seguirte…
—Paula, ¿ese hombre está molestándote? —preguntó Jeronimo.
—¿Molestándola? —repitió él—. Y en cuanto a usted, ¿Cómo se atreve a llevar a mi mujer en una estúpida expedición que podría haberle costado la vida? No sólo debería haber hecho que lo detuvieran, debería hacer que lo expulsaran del país.
—¡Pedro! —gritó Paula.
—¿Es tu marido? —exclamó Jeronimo.
—Sí —le confesó ella.
—Ah, ahora recuerdas que eres mi esposa. ¿Por qué no te acordaste antes de empezar esta aventura? —Le espetó Pedro—. ¿Qué pasa contigo? ¿Tu misión en la vida es matarme a sustos? ¿Por qué no puedes ser feliz como otras mujeres viviendo rodeada de lujos? —siguió, como un hombre poseído—. Pero no… yo tuve que ir a buscarte a una comisaría de Nueva York, he tenido que negociar con el gobierno venezolano para que una fragata fuese a buscarte… ¿Tú sabes lo que haces, Paula? Me das miedo. Quererte me va a matar... si antes no me arruina.
Quererla…
¿Pedro había dicho que la quería? Dentro de su corazón se encendió una diminuta llama de esperanza, pero dejó de pensar cuando él la envolvió en sus brazos, buscando su boca con desesperación.
—Podrías haber muerto —siguió él, con voz ronca—. ¿Seguro que estás bien?
—¿Has dicho que me querías? —preguntó Paula.
—Quererte… claro que te quiero, Paula Alfonso. ¿Por qué si no estaría aquí, bajo la lluvia, haciendo el ridículo delante de todo el mundo?
Ella lo miró fijamente, buscando alguna señal, algo que la convenciera.
—¡Maldita sea! —Exclamó entonces Jeronimo Hardington—. Ese hombre te quiere, Paula. Dile que tú también le quieres y vamos a ponernos a cubierto de una vez.
—¿Me quieres, Pedro? —le preguntó en voz baja.
—Nunca he querido a nadie como a ti.
Al ver un brillo de vulnerabilidad en sus ojos su expresión se suavizó y la llamita que se había encendido en su corazón empezó a convertirse en una hoguera.
Tenían muchas cosas que solucionar, pero debía arriesgarse. Debía decirle que lo amaba si quería que hubiese una oportunidad para ellos.
—Te quiero, Pedro —dijo por fin, poniéndose de puntillas para buscar sus labios.