jueves, 8 de julio de 2021

IRA Y PASIÓN: CAPÍTULO 56

 


El ama de llaves sirvió el café en un patio de estilo español y los dejó solos enseguida.


—No sabía que tu casa fuera tan antigua —murmuró ella, mirando alrededor. La casa de Pedro, a doscientos kilómetros de Lima, era una finca de estilo español, llena de cuadros, tapices y obras de arte originales que debían costar una fortuna.


—La familia Alfonso ha vivido aquí desde que mi antepasado, Sebastián Alfonso, llegó a Sudamérica con los conquistadores —respondió él, levantándose.


—Pero me contaste que tu bisabuelo había desheredado a tu abuela. ¿Cómo has recuperado la casa? Ah, espera, no me lo digas: le hiciste al propietario una oferta que no pudo rechazar —dijo Paula, sarcástica.


—No, no fue así. Mi bisabuelo la echó de aquí, pero años más tarde su hermano mayor, que lo había heredado todo, se arruinó y mi abuela le compró la casa. Durante los últimos diez años de su vida, mi madre y yo vivimos aquí con ella.


—Ah, ya veo. Tu abuela debió ser una mujer asombrosa —murmuró Paula. Hija desheredada de un rico hacendado, propietaria de un burdel para volver luego a la casa de su infancia… esa sí que era una jornada extraordinaria.


—Sí, lo era —asintió Pedro—. Una Alfonso con el coraje necesario para hacerle frente a todo. Desgraciadamente, mi madre y mi hermana no heredaron esa fuerza de carácter —dijo luego, tomándola del brazo—. Ven, creo que ha llegado el momento de la gran revelación.


La llevó a un estudio con paredes forradas de madera y, después de indicarle que se sentara en un sillón de cuero, abrió un cajón del que sacó un sobre.


—Lee la carta —le dijo—. Y luego llámame mentiroso si te atreves.


Con desgana, Paula tomó el sobre. El remite era la dirección de su casa en Kensington. No, no podía ser...


Luego empezó a leer.


Dos minutos después, doblaba cuidadosamente el papel y volvía a guardarlo en el sobre.


—Muy interesante —dijo, levantándose—. Pero, ¿te importaría que la estudiase en mi habitación? Estoy agotada del viaje. Podemos hablar de ello durante la cena.


—Sigues sin creerlo —murmuró Pedro, perplejo—. Nunca deja de asombrarme lo que es capaz de hacer una mujer para negar una verdad desagradable. Pero como tú quieras… cenaremos temprano, a las siete, para que puedas irte pronto a dormir.


Pedro no sabía qué pensar. Creyó que se pondría a llorar al leer la carta y comprobar que todo lo que había dicho de su padre era cierto, pero Paula no había mostrado emoción alguna. Claro que no debería sorprenderlo. Una vez lamentó haberle contado la verdad sobre su padre, pero ya no. Una vez había pensado que ése sería el único obstáculo en su matrimonio, pero fue antes de descubrir que Paula no tenía intención de ser la madre de sus hijos. Habría sido feliz como su amante, pero en cuanto a ser su esposa… era tan clasista como su padre.


Llevaba toda la vida soportando comentarios o rumores despectivos sobre su familia y ya no le molestaban. Pero había esperado que su mujer lo respetase. Sí, se alegraría de librarse de ella, pensó. Entonces se le ocurrió algo…


¿Por qué no mantenerla como amante hasta que se cansara de ese delicioso cuerpo suyo? Al fin y al cabo, eso era lo que Paula parecía querer.


No, inmediatamente decidió que su orgullo no se lo permitiría. Paula lo había utilizado como un semental. Y nadie usaba a Pedro Alfonso.


Airado, salió del estudio para echarles un vistazo a sus caballos… al menos, ellos eran leales.




martes, 6 de julio de 2021

IRA Y PASIÓN: CAPÍTULO 55

 


Para Paula, el vuelo a Perú fue terrible. Doce horas soportando el amargo silencio de Pedro. Lo amaba, seguramente lo amaría siempre, pero no había ningún futuro para ellos. Su matrimonio había terminado el día de la boda.


Incluso ahora, Pedro seguía insistiendo en esa ridícula historia sobre su padre... Sin embargo, en otro momento le había dicho que debía olvidarlo porque tanto su hermana como él estaban muertos.


Paula lo miró. Tenía la cabeza inclinada, concentrado mientras leía una revista económica. Se había quitado la chaqueta y el jersey negro se ajustaba a sus anchos hombros. Mientas leía, levantó una mano para apartarse el pelo de la cara, un gesto que le había visto hacer en innumerables ocasiones y que le parecía extrañamente enternecedor.


No, enternecedor no, no debía pensar eso. Aquella pantomima de matrimonio estaba a punto de terminar y aquél era el último acto. Sólo quedaban por delante las formalidades del divorcio. No se hacía ilusiones y seguramente era lo mejor.


Pedro le había dicho una vez que dejase de portarse como una cría… muy bien, eso era lo que iba a hacer.


Una mano en su hombro la despertó. Cuando abrió los ojos, Pedro estaba a su lado en la cama, con una camisa negra y una chaqueta de cuero del mismo color.


—Puedes desayunar en el avión. Nos vamos dentro de una hora.


—¿Nos vamos? ¿Dónde?


—A Perú.


—Pero después de lo de anoche…


—¿Pensabas que te dejaría? No, Paula. Vienes a Perú conmigo. Prometo demostrar lo degenerado que era tu padre enseñándote la carta. Al contrario que tú, yo cumplo mis promesas.




IRA Y PASIÓN: CAPÍTULO 54

 


Durante tres meses había intentado controlar sus emociones con Pedro, pero eso se había terminado. Estaban hablando de algo demasiado importante.


—¿Ahora eres tú quien no tiene nada que decir? La verdad, me sorprende. Estás tan seguro de ti mismo, con tu dinero, tu poder y tu arrogancia… probablemente es la primera vez que has encontrado algo que no puedes comprar.


Paula sacudió la cabeza. ¿Era posible amar y odiar a alguien al mismo tiempo? Porque se le encogía el corazón al mirarlo y, sin embargo, lo odiaba.


—¿Cuánto tiempo llevas tomando la píldora?


—Desde que nos conocimos —contestó ella—. Cuando fui tan tonta como para creer que tú y yo podríamos tener una aventura. Después de todo, eras famoso por tus amantes. Imagina mi sorpresa cuando me pediste en matrimonio. Y yo acepté como una boba, pensando que te quería y que tú me querías a mí. Claro que enseguida me di cuenta de que tú no podías querer a nadie. Afortunadamente, ya estaba tomando la píldora.


Pedro, desde su altura, la fulminó con la mirada.


—¿Cuánto tiempo pensabas ocultarme que estabas tomándola?


—No creo que hubiera sido mucho tiempo. Tú mismo dijiste que el deseo se acaba y, siendo un hombre con tal apetito sexual, no habría tenido que esperar demasiado hasta que me hubieras sido infiel... y entonces me habría divorciado de ti sin que pudieras hacer nada —Paula lo miraba a los ojos, sin amilanarse—. Tu único error fue no pedir una separación de bienes. De modo que pensaba divorciarme y exigirte la cantidad de dinero que necesita mi familia para librarse de ti. Deberías estar orgulloso de ti mismo, Pedro, me has enseñado bien —terminó, furiosa.


—Demasiado bien, parece —murmuró él, dando un paso atrás—. Acabas de demostrarme que eres una verdadera Chaves, como tu padre. Y ahora que lo sé, no querría que fueras la madre de mi hijo aunque me pagases por ello. Pero te advierto que no voy a darte el divorcio. Nunca, Paula.


Ella lo miró, sorprendida e indignada.


—Cuando volvamos de Perú, podrás hacer lo que quieras con tu vida —añadió él.





IRA Y PASIÓN: CAPÍTULO 53

 


Pedro apagó el ordenador y se abrochó el cinturón de seguridad


El avión aterrizaría en Londres en unos minutos y estaba deseando llegar. Había firmado un fabuloso contrato y tenía un mes de vacaciones… Pedro frunció el ceño.


No había visto a Paula en dos semanas, pero estaba decidido a que eso no volviera a pasar. Llevaban tres meses casados, el sexo era genial y debería sentirse satisfecho. Sin embargo, el tiempo que pasaban el uno con el otro era limitado.


Después de tres semanas en Nueva York habían vuelto a Londres y Paula había seguido con su investigación, pero él se había visto obligado a viajar a Oriente Medio. En julio volvieron a Grecia, pero él tuvo que viajar frecuentemente a Atenas y Moscú.


A principios de agosto Paula debería haberlo acompañado a Australia, pero Marina acababa de dar a luz, de modo que insistió en volver a Londres para ayudarla y Pedro no pudo poner objeciones.


Pero después de estar solo durante casi dos semanas la había llamado por teléfono la noche anterior para decirle que hiciera las maletas, se iban a Perú. Lo cual le daba el tiempo justo para darle un beso al niño y tomar el avión. Ya era hora de que ellos tuvieran un hijo, pensó. De hecho, Paula podría estar embarazada. Aunque ella no le había dicho nada por teléfono.


Claro que ella nunca decía mucho…


Una hora después, el Bentley se detenía frente a la casa de Kensington. Monica, el ama de llaves, lo acompañó al salón.


Paula estaba sentada en una silla, los rayos del sol que entraban por la ventana creaban un halo dorado alrededor de su cabeza.


No lo había oído entrar, toda su atención concentrada en el niño que tenía en los brazos.


—Eres un niño precioso —le decía, con una sonrisa en los labios—. Sí, lo eres, lo eres. Y tu tía Paula te quiere muchísimo.


A Pedro se le hizo un nudo en la garganta.


—Paula…


—Ah, hola, no sabía que estuvieras aquí —Paula se levantó con el niño en brazos—. Mira, ¿a que es precioso?


Ella era preciosa. Llevaba la raya en medio, el pelo suelto cayendo por su espalda mientras apretaba al bebé contra su pecho…


Pedro lo miró con envidia.


—Sí, es muy guapo —murmuró, acariciando la cara del niño con un dedo.


—Marina y Tomas han decidido llamarle Carlos, como mi padre.


Había un brillo de desafío en sus ojos que no intentaba ocultar. Era una mujer de carácter y jamás aceptaría la verdad sobre su padre, pensó Pedro. En cuanto a él, ya le daba igual.


—Bonito nombre. Me gusta.


—Carlos Tomas —Marina, que acababa de entrar en el salón, tomó al niño en brazos—. Me alegro de verte, Pedro. Y ahora, ¿te importaría llevarte a tu mujer a casa para intentar hacer uno parecido? Tengo miedo de que me lo robe.


Todos rieron, pero él notó que Paula evitaba su mirada.


—Eso es lo que pensaba hacer —Pedro la tomó por la cintura con gesto posesivo—. Ésta va a ser una visita breve, Marina. Nos vamos a Perú mañana mismo.


Paula vio en sus ojos una promesa de pasión y sabía que en los suyos él vería lo mismo.


—Vamos, marchaos de aquí —rió su cuñada—. Estáis avergonzando al niño.


En cuanto entraron en la habitación, Pedro pasó un brazo por su cintura.


—Llevo dos semanas esperando este momento.


—¿Por qué? ¿No había mujeres disponibles en Australia? —dijo Paula, medio en broma. Sabía que lo amaba, pero también sabía que no podía confiar en él y el monstruo de los celos la perseguía cuando no estaba a su lado. No era algo de lo que se sintiera orgullosa, pero…


—Muchas, pero ninguna se parecía a ti —respondió él, buscando sus labios.


De modo que no se había acostado con otra, pensó Paula mientras cerraba los ojos y levantaba los brazos para rodear sus poderosos hombros.


—Llevas demasiada ropa —murmuró Pedro, tirándola sobre la cama y desnudándola a toda prisa—. ¿Me has echado de menos?


—Sí —contestó ella, a pesar de sí misma.


Pedro había destruido su sueño al revelarle la razón por la que se había casado con ella y parecía contentarse con aquellos encuentros sexuales, como si eso fuera lo único importante en un matrimonio.


Furiosa consigo misma por amarlo, Paula lo tiró sobre la cama y se colocó a horcajadas sobre sus piernas, decidida a hacerle perder la cabeza.


—Estás muy ansiosa… quizá debería dejarte sola más a menudo — dijo él, burlón.


—Quizá deberías —asintió ella, envolviendo su miembro con la mano. Luego bajó la cabeza, su largo pelo rozando el torso masculino, para rozar la punta con la lengua.


Pedro dejó escapar un gemido de sorpresa y Paula siguió hasta que notó que estaba a punto de explotar. Entonces se detuvo.


Cuando levantó la cabeza, sus ojos eran dos pozos negros, su rostro tenso como nunca.


—Aún no —murmuró, deslizando la lengua por su torso y su cuello, sin dejar de acariciar provocativamente su miembro con la mano.


Pero entonces, lanzando un rugido, Pedro la levantó para penetrarla con su erecto miembro.


Salvaje y abandonada, Paula lo montó, arqueándose mientras él la llenaba hasta el fondo con potentes embestidas. La agarró por la cintura, haciendo que se moviese, girándola hacia delante y atrás en algo que parecía una lucha por la supremacía sexual. Paula sucumbió primero, apretándolo más con cada espasmo, y le oyó rugir su nombre mientras los dos se estremecían en un orgasmo que los dejó sin aliento.


Poco después abrió los ojos y encontró a Pedro mirándola fijamente.


—Ésta sí que ha sido una bienvenida —murmuró, apartando el pelo de su cara.


—Sí, en fin… estar dos semanas sin sexo no es bueno para nadie.


—Cuéntamelo a mí. Pero debe de ser más difícil para Marina... creo que durante unas semanas después del parto no se pueden tener relaciones.


—Sí, bueno, no creo que le importe porque ahora tiene un niño precioso.


—Eso es verdad. ¿A ti te importaría estar embarazada? Podrías estarlo.


No, no podía estarlo, pero ver a Marina con su hijo durante la última semana le había hecho recordar cuánto le habría gustado tener un hijo con Pedro… si él la amase. Pero era absurdo pensar eso. Pedro no creía en el amor y, por lo tanto, era incapaz de amar a nadie.


—No tengo prisa por descubrirlo —mintió, apartándose un poco.


—Viéndote con el niño me he dado cuenta de que serías una madre estupenda.


Un Antonio Pedro era lo último que necesitaba.


Paula se sentía culpable, aunque no tenía por qué. Pedro la había engañado al casarse con ella y, en comparación, su engaño no era nada.


—Es posible —dijo, saltando de la cama—. Pero sólo llevamos unos meses casados y no somos precisamente el mejor matrimonio del mundo. Necesitamos tiempo para acostumbrarnos el uno al otro…


Paula no terminó la frase y, a toda prisa, entró en el cuarto de baño.


Acababa de recordar que había dormido en casa de su hermano las dos últimas noches y se le había olvidado tomar la píldora.


Sacó la cajita del armario y miró las pastillas. ¿Sería peligroso tomar dos a la vez? Tenía la impresión de que sí pero había tirado el prospecto, de modo que no podía leer las indicaciones. Nerviosa, llenó un vaso de agua y tomó una píldora.


—¿Te duele la cabeza? —preguntó Pedro desde la puerta.


—¿Cómo? Pues… sí, algo así.


Sin decir nada, él abrió el armario donde había guardado las pastillas.


—Una píldora anticonceptiva que cura el dolor de cabeza… qué curioso.


Un hombre desnudo no debería parecer amenazador, pero Pedro lo parecía.


—¿No dices nada, Paula?


—¿Qué quieres que diga? —le espetó ella, negándose a ser intimidada—. No necesito excusa alguna. Estoy tomando la píldora, ¿y qué? Mi cuerpo es mío y yo decido lo que hago con él... tú lo tomas prestado para el sexo, nada más. Además, todo esto ha sido idea tuya, el amor no tiene nada que ver con nuestro matrimonio —por fin, Paula parecía haber recuperado la voluntad y no pensaba callar—. ¿De verdad crees que traería al mundo un hijo sin amor, sólo para que tú tengas un heredero? No puedes hablar en serio.



lunes, 5 de julio de 2021

IRA Y PASIÓN: CAPÍTULO 52

 


Durante más de una hora estuvieron saludando a empresarios, diplomáticos y abogados. Paula estrechó docenas de manos sin prestar demasiada atención, deseando salir de allí lo antes posible. Pero, aunque al principio no le había gustado la exposición, había dos cuadros que le parecían interesantes: un paisaje abstracto de los Andes cubierto de niebla y el retrato de un niño en cuclillas con lo que parecía el sombrero negro de su padre en la cabeza.


Pedro compró los dos.


—No tenías por qué hacerlo.


—¿Por qué no? —Sonrió él, llevándola hacia la salida—. Vamos a cenar, tengo hambre.


Cuando iban a salir de la embajada, Luz se acercó a ellos.


—¿Os vais ya?


—Sí, vamos a cenar.


—¿Por qué no venís con nosotros? —Sugirió la mujer—. Vamos a cenar en un restaurante que acaban de inaugurar.


—No, Luz —contestó Pedro con expresión seria—. Tengo cosas mejores que hacer.


—Eso ha sido un poco grosero, ¿no? —Preguntó Paula cuando estaban subiendo al coche—. Pero, evidentemente, conoces bien a esa mujer. He visto tu expresión cuando mirabas al embajador y no me ha parecido muy edificante.


—¿Edificante? Eres tan británica, Paula —sonrió él—. Pero deja de imaginar que he tenido algo con Luz. Pareces creer que me he acostado con cientos de mujeres y no es verdad. De ser así no habría podido hacer una fortuna. Claro que eso es algo que tú no puedes entender porque has llevado una vida regalada.


—¿Qué tiene eso que ver… ?


—¿Vas a dejar que te explique de qué conozco a Luz?


Paula puso los ojos en blanco.


—Adelante, dime de qué la conoces.


—Conocí a su hermano en Perú. Yo tenía doce años cuando mi madre me llevó allí a vivir con mi abuela. Me enviaron al mejor internado del país y, a los catorce años, conocí al hermano de Luz. Nos hicimos amigos porque los otros chicos se metían con él y yo lo defendía. Pedro era un chico muy tímido y tenía alma de artista, pero no sabía defenderse de los matones. Durante dos años fuimos grandes amigos. Él iba a mi casa en vacaciones o yo a la suya, así que también me hice amigo de Luz. Hasta que su padre descubrió quién era mi familia y les prohibieron terminantemente volver a verme. Además, hizo todo lo que pudo para que me echasen del internado.


—Oh, Pedro


—No te preocupes, a mí no me pasó nada —la interrumpió él—. Pero arruinó la vida de su hijo. Lo envió a otro colegio donde, aparentemente, los chicos también se metían con él y, doce meses después, Mario se suicidó. Yo fui a su funeral y me quedé detrás para que nadie me viera.


A Paula se le encogió el corazón. Era lógico que Pedro hubiera sufrido tanto al descubrir el suicidio de su hermana; su amigo de la infancia había hecho lo mismo.


—Por eso me satisface tanto que ahora tengan que ser complacientes conmigo y no pienso disculparme por ello. En cuanto a Luz, es igual que su padre, una clasista de la peor especie.


—Lo siento mucho, Pedro


Él sacudió la cabeza.


—El día que nos conocimos te dije que perdías el tiempo sintiendo compasión por mí. Eres demasiado ingenua, Paula.


—Puede que lo sea, pero contéstame a una pregunta: ¿por qué no te casaste con Luz para vengarte de su padre y de ella?


—Nunca se me ocurrió —respondió él—. Además, puede que yo tenga un lado vengativo, no lo niego, pero no soy masoquista. Tú eres tan guapa que Luz es un ogro comparada contigo.


Ella lo miró, atónita. ¿Eso era un piropo? No sabía qué pensar… y aprovechándose de su sorpresa, Pedro se inclinó para buscar sus labios.


—¿No íbamos a cenar fuera? —preguntó Paula cuando la limusina se detuvo frente al apartamento.


—Sigo teniendo hambre —contestó él, su acento más pronunciado que de costumbre—. Pero la comida puede esperar —añadió, apretándola contra su torso.


Esa noche le hizo el amor con una ternura y una pasión que llevó lágrimas a los ojos de Paula porque sabía que, aunque para ella no lo fuera, para Pedro sólo era sexo.




IRA Y PASIÓN: CAPÍTULO 51

 


Dos semanas después Paula estaba frente al espejo, pero casi no se reconocía. Su pelo rubio sujeto en un elaborado moño, el vestido negro con escote palabra de honor que se pegaba a sus curvas… todo regalo de Pedro, como el collar de diamantes que llevaba al cuello, el que le había ofrecido por primera vez en el yate y que había insistido se pusiera esa noche.


Su relación había cambiado de forma perceptible desde que se perdió.


El sexo era fabuloso y, aunque a veces deseaba oír palabras de amor, se decía a sí misma que uno no podía tenerlo todo.


Aunque lo que tenía con Pedro se parecía cada vez más a lo que había soñado.


Cuando no estaba paseando por Nueva York con Mercedes, estaba frente a su ordenador, trabajando. Afortunadamente, porque aparte de algunas cenas de trabajo a las que tenía que acudir con Pedro, apenas se veían.


Maximo tenía razón sobre él: era un adicto al trabajo.


Se iba a la oficina a las seis de la mañana y casi nunca volvía hasta las nueve. Y entonces sólo tenían tiempo de cenar e irse a la cama… para hacer el amor con la misma pasión que el primer día.


Aquella tarde había vuelto a las siete porque tenían que ir a una exposición de arte en la embajada de Perú.


Mientras iban en el coche hacia la embajada, con Pedro callado, Paula empezó a darse cuenta de que Maximo lo conocía muy bien, seguramente mejor que nadie. Era un solitario. El verdadero Pedro no era el hombre al que había visto en el gran Premio de Mónaco, sino el serio magnate de las finanzas ocupado veinticuatro horas al día. El trabajo era su vida, todo lo demás tenía poca importancia.


Pedro Alfonso era un hombre poco dado a las emociones. Incluso su venganza había perdido intensidad al revelársela. Según él, la discusión en el yate no había tenido importancia porque las dos personas de las que hablaban estaban muertas.


Debería haberse dado cuenta entonces… la muerte de su madre y su hermana era seguramente lo único que había tocado el corazón de aquel hombre. Todo lo demás era trabajo.


—Estás muy callada —le dijo mientras entraban en el elegante salón de la embajada.


—No, estoy bien —murmuró ella, mirando alrededor.


Camareros con bandejas llenas de copas de champán y sofisticados canapés se movían entre los integrantes de la élite de Nueva York por la vasta sala repleta de cuadros y esculturas.


Cuando el embajador y su esposa, Luz, se acercaron para saludarlos, Paula creyó detectar cierta tensión.


—Nos quedamos muy sorprendidos al saber que te habías casado — dijo la esposa del embajador—. ¿Hacía mucho tiempo que os conocíais?


—El tiempo suficiente para saber que Paula era la mujer de mi vida.


La pareja los felicitó, pero Paula seguía notando cierta hostilidad. Y cuando se alejaron, Pedro no pudo disimular un gesto de satisfacción.


¿Sería Luz otra de sus amantes?


—¿Qué ha pasado? Pensé que el embajador era amigo tuyo.


—No, yo tengo pocos amigos. Muchos conocidos, pero nada más. Estamos aquí porque soy el patrocinador de esta exposición.


—¿Ah, sí? Me sorprende.


—¿Te gusta?


—No —contestó Paula, mirando alrededor—. La verdad es que no me gusta nada, pero me sorprende que tú patrocines a artistas. Pensé que no tenías tiempo para esas cosas.


Pedro sonrío, tomándola por la cintura.


—No creo que al artista le hiciera mucha gracia tu opinión. En cuanto a mi patrocinio… yo me limito a poner dinero, nada más.




IRA Y PASIÓN: CAPÍTULO 50

 


Pero a la mañana siguiente Máximo estaba esperándola en la cocina con cara de pocos amigos.


—Buenos días. Espero que no estés enfadado conmigo.


—Supongo que sabrás que no fue tu habilidad sino pura suerte que perdieras al hombre que te seguía. Y mucha más suerte que no te pasara nada…


—Eres tan exagerado como Pedro —sonrió Paula.


—¿Esto te hace gracia? Pues deja que te diga una cosa: en esta ciudad hay cientos de asesinatos todos los días…


—Lo sé, lo sé —Paula se puso seria.


Seguramente el hombre no sabía que Pedro la había llevado allí contra su voluntad y ella no tenía intención de contárselo.


—¿Qué intentas hacerle a Pedro? —Le preguntó Máximo entonces—.Cuando se casó contigo, pensé que era lo mejor que podía pasarle. Al menos había amor en su vida por primera vez, algo que no ha tenido nunca. Pero ahora no estoy tan seguro. Nunca lo había visto tan preocupado. Es un hombre rico y poderoso y tiene muchos enemigos, Paula. Tú eres su mujer, deberías ser consciente del peligro. Ayer casi le da un infarto al saber que habías desaparecido. Es un hombre solitario por naturaleza, por no decir un adicto al trabajo, pero ayer lo dejó todo para ir a buscarte. Ese hombre te adora y tú le pagas portándote como una niña rebelde… Quiero que me des tu palabra de que no volverás a hacerlo. Si no me das tu palabra, iré pegado a ti como una sombra.


Atónita por el tono y asombrada de que Máximo pensase que Pedro la quería, Paula se limitó a asentir con la cabeza.


Mercedes, su nueva escolta, llegó unos minutos después. Era un poco mayor que ella y, tras media hora de conversación, Paula decidió que le gustaba. La chica conocía bien la ciudad, lo bueno y lo malo, y tenía un gran sentido del humor. A partir de aquel día la acompañó a museos, tiendas y galerías de arte, de modo que su estancia en Nueva York empezó a ser más agradable.


Pero Paula estaba deseando volver a Londres.