La boda había sido perfecta y ahora estaban en su avión privado con dirección al sur de Francia, donde los esperaba su yate, anclado en el puerto de Montecarlo.
Una pena que no hubiese podido quitarle él mismo el vestido de novia, pensó, mirando el traje azul que se había puesto después de la boda.
La imagen de Paula caminando por el pasillo de la pequeña iglesia se quedaría grabada en su mente para siempre. Estaba más que preciosa.
Cuando lo miró a los ojos, por un momento se quedó sin respiración.
Incluso ahora, recordándolo, su pulso se aceleraba como el de un adolescente, tentándolo a despertarla con un beso.
Pero no lo haría. Había esperado mucho tiempo y podía esperar unas horas más. No quería apresurar lo que se había prometido a sí mismo sería una larga noche de pasión.
Paula era una mujer muy apasionada y él, un hombre con experiencia, lo había visto inmediatamente. Por eso había decidido que lo mejor sería darle a probar algo de lo que tanto deseaba… y nada más. Aumentar su frustración hasta que estuviera tan desesperada que aceptase su proposición de matrimonio sin pensarlo dos veces.
Pedro se movió, incómodo. El problema era que él se había sentido igualmente frustrado durante esas semanas, como demostraba el dolor que sentía en la entrepierna. Nunca había estado tanto tiempo sin acostarse con una mujer desde que era adolescente pero, afortunadamente, la espera había terminado.
Sin embargo, ahora que lo pensaba… Paula nunca había intentado seducirlo y ésa no era la reacción de una mujer sofisticada. En su experiencia, las mujeres normalmente dejaban su deseo bien claro. Quizá Paula había estado jugando al mismo juego que él, pensó entonces, para asegurarse de que ponía un anillo en su dedo…
—Pedro —lo llamó ella entonces.
—Ah, estás despierta. Me alegro —musitó él, tomando sus manos—. En media hora estaremos en el yate.
—Estoy deseándolo —Paula sonrió, sus ojos azules casi mareándolo con su brillo—. Mi amor, mi marido.
—Estoy de acuerdo, esposa mía.
Sí, era su esposa. Había conseguido lo que quería, pensó mientras el avión aterrizaba.
Su madre debía sonreírle desde el cielo mientras Elias Chaves se removía en su tumba… o se quemaba en el infierno. Le daba igual. Porque su hija era ahora una Alfonso, el apellido que él había despreciado.
En realidad, pensó entonces, no había ninguna necesidad de decirle a Paula la verdad por el momento.
Para él era suficiente con saber que había cumplido la promesa que hizo sobre la tumba de su madre.