Pedro Alfonso no pudo disimular una sonrisa de satisfacción. Cierto, el hombre al que quería conocer, Elias Chaves, había muerto un año antes, pero su familia y su empresa seguían existiendo y servirían de igual modo a sus propósitos.
Luego miró alrededor, haciendo una mueca de desdén. La élite social de Londres soltándose el pelo en un baile de disfraces con objeto de recaudar dinero para los niños de África, aparentemente uno de los proyectos favoritos de la familia Chaves. No se le escapaba la amarga ironía. Sus ojos negros brillaron, furiosos.
En diciembre pasado su madre, como si intuyera que el final estaba próximo, por fin le había contado la verdad sobre la muerte de su hermana Solange veintiséis años antes. En realidad, Solange era su hermanastra, pero para él siempre había sido su hermana mayor, la que cuidaba de él.
Él creía que había muerto en un accidente de tráfico, trágico pero inevitable. Pero la realidad era que se había lanzado deliberadamente a un acantilado, dejando una nota que su madre había destruido inmediatamente.
Solange se había suicidado porque estaba convencida de que era su condición de hija ilegítima por lo que su novio, Elias Chaves, la había dejado para casarse con otra mujer. Razón por la que su madre le había hecho jurar que nunca se avergonzaría de su apellido ni de su familia.
Pensando en ello, Pedro no podía evitar la amargura. Le había puesto a su empresa el nombre de su hermana, pero ese nombre tenía ahora más significado que nunca. La carta que había descubierto entre sus papeles personales le confirmó que le había contado la verdad. Y Pedro había jurado sobre la tumba de su madre vengar el insulto.
Él no era aficionado a los bailes de disfraces y normalmente se negaba a acudir, pero en esa ocasión tenía un motivo oculto para aceptar la invitación de la familia Chaves.
Nunca en su vida había tenido problema alguno absorbiendo una empresa e Ingeniera Chaves debería haber sido una adquisición sencilla. Su primera idea había sido lanzar una OPA hostil para luego destruirla, pero después de estudiar la documentación tuvo que admitir que ese plan no iba a funcionar.
La empresa Chaves era propiedad exclusiva de los miembros de la familia, aunque una pequeña porción del negocio estaba divida en acciones para los empleados. Desafortunadamente para él, los Chaves la dirigían bien y daba beneficios. Originalmente se había basado en la propiedad de una mina de carbón pero, ahora que las minas de carbón estaban en declive en Gran Bretaña, la firma había encontrado un sitio en el mercado construyendo tuneladoras y maquinaria de construcción.
Después de un par de discretas averiguaciones, quedó claro que ninguno de los accionistas estaba dispuesto a vender... incluso a un precio muy generoso. Y, aunque aún no había abandonado la idea de comprar la empresa, se veía obligado a diseñar una nueva estrategia.
Quería convencerlos de que, con sus expertos consejos y generoso apoyo económico, sería posible ampliar el negocio en Estados Unidos y China. Y luego, cuando estuvieran endeudados hasta el cuello, les quitaría la alfombra bajo los pies para hacerse cargo de la firma, arruinando a la familia Chaves. Con eso en mente había hecho amistad con el hijo de Elias Chaves, Tomas, director gerente de la empresa.
El único fallo en su estrategia era que estaba tardando más de lo esperado en arrastrar por el suelo el nombre de la familia. Tres meses de maniobras y aún no había logrado su objetivo. El problema era que el hijo y el tío eran competentes como hombres de negocios, pero muy conservadores. Y, de nuevo desafortunadamente para él, ninguno de los dos era avaricioso ni quería arriesgarse innecesariamente.
¿Y por qué iban a hacerlo? La empresa tenía ciento sesenta años y ninguno de los dos había tenido que luchar para ganarse la vida o para ser aceptados por la sociedad.
—Pedro, cariño, ¿en qué estás pensando?
La experiencia le había enseñado a contestar a esa pregunta con una mentira.
—Estaba pensando en las cifras del Dow Jones… nada que te interese, Eloisa.
—En lo único en lo que deberías estar pensando es en mí —respondió ella, apoyando la cara en su hombro.
—Ahórrate los coqueteos para tu marido. Yo soy inmune —replicó Pedro.