—No puedo creer que hayas elegido esto para mí—Paula Chaves, sentada frente a su hermano Tomas y su mujer, Marina, en el salón de baile de un lujoso hotel de Londres sacudió la cabeza—. Llama demasiado la atención —añadió, un rubor tan rojo como el vestido cubriendo sus mejillas,
—Venga, Paula. Estás muy guapa —la animó Tomas—. Éste es el baile de disfraces anual para el proyecto Ángel de la Guarda, el proyecto favorito de papá. Y a él le habría hecho gracia que todos viniéramos disfrazados de ángeles y demonios. Papá tenía mucho sentido del humor. ¿Te acuerdas en el cumpleaños de mamá, cuando insistió en que todos nos vistiéramos como caballeros y escuderos?
—Pues claro que me acuerdo. La mayoría de las mujeres acabaron pareciendo jovencitas, con los jubones y los leotardos... a veces me preguntaba si papá tendría tendencias homosexuales —replicó ella, volviéndose para mirar a su cuñada—. Pero esto es diferente, Marina.
—¿Por qué?
—No tiene gracia tener que embutirse en un traje de látex rojo que me queda pequeño. ¿En qué estabas pensando cuando lo compraste?
Marina la miró con un brillo travieso en los ojos oscuros. Tomas y ella, novios desde la universidad, eran los orgullosos padres de una niña de once meses que nació una semana antes de que su padre muriera de un ataque al corazón. La niña se llamaba Sara, como su abuela, que había muerto tres años después de una larga batalla contra el cáncer.
—No sé de qué te quejas. Estás estupenda. Embarazada de cuatro meses y medio yo tengo la misma talla de busto que tú. Además, me lo probé para ver si me valía —sonrió Marina.
—¿Y no se te ocurrió pensar que tú mides un metro y medio y yo mido un metro setenta y ocho? —Protestó Paula—. Casi me rompes el cuello para meterme la capucha. Aún me sigue doliendo.
—Si hubieras venido a Londres ayer, como deberías, habrías tenido tiempo de probarte el disfraz. Pero en lugar de eso te quedaste en Santorini tomando el sol. Y no te enfades conmigo. Al fin y al cabo te corté la capucha para que pudieras llevar los cuernos como diadema —Marina saltó una carcajada.
Paula se mordió los labios para no reír también.
Marina tenía razón, debería haber vuelto de la isla de Santorini el día anterior. La culpa era suya, pero no pensaba dejar de meterse con su querida cuñada.
—Si tuvieras un poco de sentido común, me habrías comprado un disfraz de ángel. Como el tuyo, por cierto. ¿No es lo más lógico que las mujeres vistan de ángeles y los hombres de demonios? Como el tonto de mi hermano...
—Perdone —una voz masculina la interrumpió—. Hola, Tomas, me alegro de volver a verte.
—Pedro, me alegro de que hayáis podido venir.
Paula miró al hombre que la había interrumpido tan groseramente.
Estaba de espaldas a ella, apartando una silla para su acompañante, una fabulosa morena vestida de ángel... o algo así. Llevaba un vestido casi diáfano, dorado y blanco, que revelaba más de lo que un ángel debería revelar.
Al menos su traje rojo la tapaba de la cabeza a los pies, se consoló.
Aunque había tenido que bajarse la cremallera unos centímetros para que aquella cosa no la ahogase. No era de su estilo, desde luego. Ella sabía que tenía un cuerpo bonito, pero no estaba acostumbrada a lucirlo tan descaradamente.
—Te presento a mi amiga Eloisa —siguió el hombre— y a mi mano derecha, Maximo —añadió, señalando a un hombre de mediana edad y constitución fuerte.
Luego, el extraño se volvió hacia ella.
—Paula, ¿verdad? Tomas me ha hablado mucho de ti. Encantado de conocerte. Soy Pedro Alfonso —una mano grande tomó la suya y Paula la estrechó, preguntándose de qué conocería su hermano a aquel hombre y por qué nunca lo había mencionado.
Entonces, de repente, se le quedó la mente en blanco y una extraña sensación, como una corriente eléctrica, hizo que se le pusiera la piel de gallina. Nerviosa, apartó la mano y levantó la mirada.
Y tuvo que levantarla mucho. El hombre debía medir más de metro noventa. Sus ojos se encontraron con unos profundos ojos oscuros, casi negros...
Era como una pantera: poderoso, letal.
Paula tuvo que carraspear, nerviosa, para aclararse la garganta. No era típico de ella reaccionar así.
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