Un gemido lo despertó. Pedro tardó un momento en darse cuenta de que había sido él mismo, el que lo había lanzado.
El sueño había sido tan real. Paula estaba debajo suyo, susurrando dulces palabras, excitándolo más allá de lo razonable. Se sentó y se frotó los ojos. Miró el reloj y se dio cuenta de lo tarde que era; no había oído el despertador o, tal vez ni siquiera lo había puesto; no podía recordarlo.
Se puso de pie y se dio cuenta de cómo estaba. Eso tenía que parar. Lo que necesitaba era una ducha bien fría; pero más que eso, tenía que quitarse de la cabeza a esa mujer. Se acordó de algo mientras dejaba correr por su cuerpo el chorro de agua helada, tratando de disminuir su ardor. Tenía que llamar a Carmichael y, si eso no le podía quitar de encima el recuerdo de Paula, es que nada podía hacerlo.
Dario Carmichael. Habían sido unos amigables enemigos durante años, tantos que no lo recordaba. ¿Cuándo habían empezado? ¿En la universidad? ¿O fue ese día en el Club de Campo? Pedro lo recordaba muy claramente. Era uno de esos días que le quemaban en el recuerdo y no podía evitarlo por mucho que lo intentara. Desde ese mismo día, le ardía el rostro cuando lo recordaba por la vergüenza que le daba.
Era sólo un crío entonces, orgulloso, egoísta y que trataba de impresionar a una chica. Ni siquiera recordaba el nombre de la chica, pero eso no era importante. Lo que sí lo era es que había utilizado su apellido, su dinero, su educación y su tontería de adolescente para rebajar a alguien, para ponerlo en su sitio. Ese día lo tenía tan presente como si hubiera sido el día anterior y repasó mentalmente el incidente.
Era verano y él estaba en el Club de Campo. Dario Carmichael trabajaba allí. Venía de una familia de obreros pobres y se había hecho el propósito de mejorar, de hecho eso era algo evidente para todo el mundo que lo conocía. El padre de Pedro le había proporcionado a Dario un trabajo como «caddy» y, cuando terminaba la temporada de golf, hacía sustituciones en la cafetería.
Era uno de esos días en que Pedro venía de la piscina con algunos amigos. Había visto a Darío en la universidad e incluso había hablado con él un par de veces, pero decir que eran amigos hubiera sido una exageración. Darío siempre había sido grande, medía más de un metro ochenta por entonces y sobrepasaba en mucho a Pedro, que todavía no se había desarrollado del todo. El padre de Pedro siempre había hablado muy bien de Darío, ensalzando sus habilidades y su ética de trabajo, lo que siempre le había fastidiado a Pedro, ya que además siempre estaba tratando de agradar al viejo.
A su padre no le hubiera gustado mucho la forma que tuvo de comportarse ese día.
El grupo de chicos se sentó en una mesa al extremo de la cafetería. Dario los miró de vez en cuando, pero siguió limpiando los cristales, aparentemente sin prestarles atención. A Pedro le irritó que no fuera más solícito. Después de todo, estaba allí por su padre.
—¡Eh, tú, chico! —le gritó a Darío.
Recordaba cómo Darío se quedó como helado por un momento y, luego, siguió limpiando, pero más despacio, como controlándose.
—¡Eh, contéstame! ¿Me oyes?
Dario no levantó la mirada de la barra.
—Te oigo, Alfonso, lo mismo que la mitad del club.
Pedro se dirigió entonces a la barra.
—Para ti «señor Alfonso», Carmichael. ¿O es que tus padres no te han enseñado a hablar con tus superiores?
Luego Pedro se dio la vuelta y sonrió a la concurrencia.
Darío se puso aún más colorado de lo que era habitualmente, pero logró mantener la frialdad, lo que enfureció aún más a Pedro.
—¿Qué queréis?
—Unas Coca-Colas. Con mucho hielo. Llévalas a la mesa. Y deprisa.
Pedro le dio un par de golpes a la barra para darle énfasis a la orden y volvió al grupo.
Al cabo de poco tiempo, Darío les acercó una bandeja con cuatro refrescos y se los puso delante a cada uno. Cuando se volvió para marcharse, Pedro derramó deliberadamente su bebida con el codo y su contenido se desparramó por toda la mesa y el suelo. Darío tenía fuego en la mirada y Pedro recordaba que, por un momento, sintió miedo, hasta que la posibilidad de una pelea le inyectó adrenalina en sus venas de adolescente y se dejó de cautelas.
—Límpialo —le dijo—. No te olvides de quién te consiguió este trabajo, Carmichael.
Eso le proporcionó el suficiente sentido común a Darío como para darse la vuelta y traerle otro refresco y una bayeta, pero la forma en que lo miraba se le quedó grabada en la memoria a Pedro, incluso después de tantos años. Se preguntaba si Darío recordaba ese día tan claramente como él.
Cerró el agua y se secó, frotándose más fuertemente de lo que era necesario. Lo que había hecho no tenía nombre, y lo sabía. Ese día había descubierto una sensación de poder, pero ese poder le había dejado un regusto amargo. Con esa victoria vacía había aprendido una lección importante y que nunca olvidaría.
¿Pero a qué precio? Lo que podía haber sido una amistad entre dos chicos brillantes se había transformado en una larga batalla. Nunca dijo que sentía lo que había hecho. Realmente lo sentía, pero la oportunidad no se le había presentado nunca. Y así la herida se había agrandado, como su enemigo; se había hecho mayor, más importante, más poderoso de lo que cualquiera se podría haber imaginado ese día de verano, hacía ya tanto tiempo.
Dario se dedicaba desde hacía tiempo a perseguir cualquier cosa que quisieran los Alfonso; Pedro recordaba también cuando se les adelantó en un trato que se suponía que era totalmente secreto. Roberto Alfonso murió poco después de eso y Pedro estaba convencido de que se había debido al disgusto que se llevó porque Darío se les adelantara.
Él podía perdonar y olvidar muchas cosas, pero no ésa, en particular por la ayuda que su padre siempre le había prestado a Darío a lo largo de los años. Le parecía especialmente cruel que Darío se lo devolviera de esa manera. Más de una vez se había preguntado si no sería ésa la forma que había tenido Dario de devolvérsela a él. Era una culpa que arrastraba y que nadie más sabía, salvo posiblemente Dario.