Salieron de la casa y esperaron en silencio hasta que un criado trajo un Porsche plateado hasta la puerta y metió las maletas en el portaequipajes, Pedro le abrió la puerta a Paula y la ayudó a entrar.
—¿Es tu coche? —le preguntó ella.
—Es mi pasión —le contestó él sonriendo.
Al cabo de un rato, y ya en la carretera, ella lo miró y se dio cuenta de que tenía la barbilla apretada.
—Espero que ese gesto no sea por mí —le dijo.
—¿Qué? Ah, no. Es por Eduardo.
—¿Por qué haría una cosa así, Pedro? No lo entiendo.
—¿No? Pues para mí está muy claro. Está protegiendo su inversión. Bueno, nuestro matrimonio… o mejor, la anulación.
—Ah, ya veo.
—Sí, bueno, ya va siendo hora de que Eduardo aprenda a no meterse en los asuntos de los demás.
—Pero, Pedro… —le dijo Paula dudando y agradecida a la oscuridad porque no se le notara el rubor en las mejillas.
—Honestamente ya no puede darse una anulación ¿no es así?
Pedro se detuvo en un semáforo en rojo y la miró.
—No, Paula. Honestamente no creo que pueda darse.
Pedro notó que se sentía incómoda con la pequeña broma que le acababa de hacer y se recriminó a sí mismo. No se había acordado de lo poco experimentada que era ella en algunas cosas y lo rápidamente que se avergonzaba cuando él bromeaba. Ahora parecía estar perdida en sus pensamientos y a él le gustaría poder entrar en su mente y averiguar cuáles eran sus sentimientos verdaderos acerca de la situación que estaban viviendo.
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