Así que Eduardo propuso el matrimonio. Incluso había llegado a hacer un contrato estipulando que el matrimonio duraría un año o menos, dependiendo de lo pronto que pudieran comprarle las acciones a la viuda. La mujer podría mantenerse a ella y a su hijastro y ellos estarían seguros de que seguían controlando toda la compañía. Después ya podrían anular el matrimonio.
Cuando Pedro sugirió que fuera Brian el que se ocupara del asunto, Eduardo se había reído. Brian era joven, cabezota e irresponsable. Tenía una gran reputación con las mujeres. Pedro tuvo que admitir que no era la persona adecuada para ese asunto.
¿Pero lo era él? Se apartó de la ventana y siguió vistiéndose. Estaba cansado, agotado, y todavía no era mediodía. Se había pasado más de tres semanas viajando, vendiendo el nuevo proyecto a una media docena de compañías. Normalmente le gustaba viajar, pero esta vez estaba molido. Tenía treinta y seis años y ya estaba con ganas de hacer algo más en la vida que llevar los negocios de la familia. Ya era hora de pasarle las riendas a Brian.
En realidad, había dejado a su hermano en California, terminando las negociaciones de un contrato muy importante. Había pensado volver después de la ceremonia para terminar el contrato, pero eso era imposible ahora. Entre la ceremonia y la celebración, se iba a pasar el día entero. Podría marchar a primera hora de la mañana y esperar que Brian pudiera hacerse cargo de los detalles. Sonrió. No había nada malo en un bautismo de fuego. Al final de ese viaje sabrían ya si Brian se podía hacer cargo de los negocios de la familia.
Volvió a comprobar su imagen y se sintió satisfecho con lo que vio. El traje azul oscuro le sentaba muy bien a su metro noventa. Se peinó el negro cabello, pero se le quedó un mechón rebelde sobre la frente. No se parecía nada a sus hermanos. Ellos eran más bajos y robustos, como su padre. Él había salido a la familia de su madre.
Dejó sus habitaciones y bajó las escaleras. Casi inmediatamente, su cuñada, Eleonora, se encontró con él y, sonriendo, le puso un jazmín en la solapa.
—¡Estás guapísimo!
Él sonrió también.
—Me alegro de que alguno de nosotros se esté divirtiendo.
—Vamos, Pedro, querido. ¿Ésa es una actitud adecuada para el día de tu boda? Compórtate. Te estás portando como un tipo frío.
—Yo diría mejor como un caso de locura temporal.
—¿Qué has dicho, querido?
—Nada, déjalo. ¿Dónde está la ruborizada novia?
—¡Hay que ver lo que dices! No sé dónde está, pero mi instinto me está diciendo que todo esto no es lo que parece ser.
Él le sonrió y se obligó a convencerla.
—No digas tonterías, Eleonora. Todo va como debe de ir, pero ¿está ella aquí ya?
—Bueno, no. Por lo menos no lo creo, Eduardo iba a traerla, pero no lo he visto regresar. No te preocupes, estoy segura de que estará pronto aquí.
Pedro recordaba algunos cotilleos maliciosos que se habían producido cuando la boda de J.C., pero dado que nunca había prestado mucha atención esas cosas, no recordaba de qué se trataba. Ahora le gustaría hacerlo. J.C. apenas salía después de su accidente y habían pasado bastantes años desde la última vez que se habían visto. No sabía nada de la mujer con la que se había casado J.C. pero, teniendo en cuenta que él tenía unos setenta años, era lógico suponer que ella no sería mucho más joven.
No es que tuviera muchos deseos de casarse con nadie y en especial con una mujer que, probablemente, era lo suficientemente mayor como para ser su madre. Se imaginó a sí misma ayudando a la pobre vieja a bajar los escalones mientras los amigos y la familia sonreían como bobos. ¡Estaba completamente seguro de que iba a asesinar a Eduardo en cuanto pudiera ponerle las manos encima!
Necesitaba un trago. El bar del salón estaba abarrotado. Suspiró. Las Hadas estaban conspirando hoy en su contra. Tal vez quedara algo en el estudio. Se abrió camino por el hall.