¿Era su imaginación, o Paula pretendía de verdad hacerlo con él allí, a orillas del mar, bajo aquella carpa? Si era así, desde luego él no iba a quitarle la idea. Había pensado, después de que hubiese apagado la luz de la mesilla, que era tímida.
Claro que por el modo en que le tiró de la camisa para sacársela del pantalón, no había duda posible respecto a sus intenciones ni de la prisa que tenía.
En vez de desabrocharle la camisa, Paula tiró de los dos lados, arrancándole los botones, que salieron volando en todas direcciones, sorprendiéndolo aún más. Parecía que había subestimado su espíritu aventurero.
Paula se inclinó antes de que tuviera tiempo de reaccionar, y empezó a lamer y mordisquear uno de sus pezones, como él había hecho con ella la noche anterior.
–Umm… Paula… –murmuró asiéndola por las caderas.
–Eh, estate quieto –lo reprendió ella apartando sus manos–. He dicho que estoy yo al mando.
–A la orden, sargento –Pedro sonrió divertido y puso las manos en los brazos de la tumbona, ansioso por ver cuál sería su próximo movimiento.
Paula se inclinó hacia delante y lo besó suavemente antes de susurrarle al oído:
–No te arrepentirás.
Le desabrochó el cinturón, y sus dedos se introdujeron dentro del pantalón para descender por su miembro en erección, que palpitó con aquella caricia.
Pedro habría querido arrancarse el resto de la ropa, arrancarle a ella la suya, y hacer a Paula rodar sobre la arena para poseerla. Cuanto más lo acariciaba, más ansiaba poder tocarla él también, pero en cuanto se movía lo más mínimo ella se detenía.
Cuando se quedaba quieto de nuevo Paula le mordisqueaba el lóbulo de la oreja o el hombro, y sus dedos comenzaban a torturarlo de nuevo. Sus manos se aferraron a los brazos de la tumbona con tal fuerza que se le pusieron los nudillos blancos. Paula le desabrochó los pantalones y él intentó incorporarse, pero ella le puso un dedo en los labios y le dijo:
–Shhh… quieto; déjame hacer.
Se bajó de su regazo, se arrodilló entre sus piernas y lo tomó en su boca despacio, hasta engullirlo por completo. La humedad y la calidez que lo envolvieron casi le hicieron perder el control. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, bloqueando todas las sensaciones excepto las caricias de la lengua y los labios de Paula.
Las manos de ella se aferraron a sus muslos para sujetarse, y Pedro ya no podía más. Si seguía haciéndole lo que estaba haciéndole iba a explotar, y no quería hacerlo si no era dentro de ella. Ya habían jugado bastante. La agarró por debajo de los brazos y la levantó, colocándola de nuevo sobre su regazo.
–Un preservativo –gruñó apretando los dientes–. En mi cartera. En el bolsillo de atrás de mi pantalón.
Con una risa suave y seductora, Paula metió la mano en su bolsillo, sacó la cartera… y la arrojó al suelo con un brillo travieso en los ojos. Luego se inclinó hacia la mesa y levantó una servilleta, dejando al descubierto al menos media docena de preservativos.
–He venido preparada –le dijo.
–Ya lo veo, ya. Muy preparada diría yo.
–¿Supone eso un problema para ti? –inquirió ella, pestañeando con picardía.
¿Un problema? A Pedro le encantaban los retos, y aquella mujer estaba resultando ser una caja de sorpresas.
–Ni hablar; procuraré estar a la altura de tus expectativas.
–Me alegra oír eso –Paula rasgó un envoltorio y le colocó lentamente el preservativo.
Con la luna a sus espaldas, se puso de pie y se levantó la falda del vestido para bajarse las braguitas, que arrojó a un lado. Luego se colocó de nuevo a horcajadas sobre él.
Tomó el rostro de Pedro entre ambas manos para besarlo, dejando caer la falda del vestido, que la cubrió mientras descendía sobre él. Pedro cubrió su cuello con un reguero de besos y lamió uno de sus hombros desnudos. La brisa había impregnado su piel con el sabor salado del mar. Le desanudó las tiras que sujetaban el vestido detrás del cuello, y la tela cayó, dejando al descubierto un sujetador de encaje sin tirantes. Los blancos senos de Paula sobresalían ligeramente por encima del borde de las copas. Abrió el enganche y los liberó antes de llenarse las manos con aquellos pechos blandos y exuberantes, cuya forma apenas se adivinaba con la pálida luz de la luna.
–Algún día haremos el amor en una playa como ésta con el sol brillando sobre nosotros –le susurró frotándole los pezones con las yemas de los pulgares–, o en una habitación con las luces encendidas para que pueda ver el placer en tu rostro.
–Algún día… –repitió ella suavemente.
¿Había cruzado una sombra por su mirada, o sólo se lo había parecido?, se preguntó Pedro. No pudo saberlo porque Paula se inclinó hacia él y desterró todo pensamiento de su mente cuando selló sus labios con un beso apasionado, un beso embriagador.
Pedro se hundió aún más en ella, deleitándose en el ronroneó de placer que vibró en la garganta de Paula. Sus manos descendieron por la espalda de ella hasta encontrar sus nalgas, que asió para apretarla más contra sí. Los suspiros y gemidos de Paula eran cada vez más intensos y más seguidos, y Pedro dio gracias por ello porque no sabía cuánto más podría resistir.
Enredó los dedos de una mano en el cabello de Paula y le tiró de la cabeza hacia atrás para exponer sus pechos a su boca. Tomó un pezón y lo mordisqueó, haciéndola suspirar de nuevo y arquearse, al tiempo que repetía: «¡Sí, sí, sí…!». Sus húmedos pliegues palpitaron en torno a su miembro con los espasmos del orgasmo, y el grito que anunció que lo había alcanzado se fundió con el ruido de las olas.
Esforzándose por mantener el control, Pedro siguió moviendo las caderas, y le provocó un nuevo orgasmo a Paula justo cuando él llegaba al suyo. Fue algo increíble que eclipsó cualquier otra sensación y lo hizo convulsionarse.
Jadeante, Paula se derrumbó sobre él, y sus senos quedaron aplastados contra el pecho de Pedro, que subía y bajaba con su agitada respiración.
Pedro no habría sabido decir cuánto le llevó recobrar el aliento, pero cuando lo hizo Paula aún descansaba entre sus brazos. Volvió a anudarle las tiras del vestido con las manos algo temblorosas, y ella frotó el rostro contra su cuello con un suspiro satisfecho.
Pedro se apartó de debajo de ella. Con suerte quizá tendría otras oportunidades de volver a desnudarla, pensó.
Pero tenían que volver dentro. Se abrochó los pantalones. Con la camisa, después de ponérsela, no pudo hacer demasiado ya que los botones estaban desperdigados por la arena. Tomó el busca de la niñera de la mesa y se lo colgó del cinturón antes de volverse hacia Paula.
La alzó en volandas y echó a andar hacia la mansión. Paula le rodeó el cuello con los brazos y apoyó la cabeza en su hombro. Pedro había disfrutado inmensamente con aquel juego, con dejarle llevar las riendas, pero no estaba dispuesto a cederle por completo el control. Esa noche, Paula dormiría en su cama.