domingo, 9 de mayo de 2021

FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 30

 


¿Era su imaginación, o Paula pretendía de verdad hacerlo con él allí, a orillas del mar, bajo aquella carpa? Si era así, desde luego él no iba a quitarle la idea. Había pensado, después de que hubiese apagado la luz de la mesilla, que era tímida.


Claro que por el modo en que le tiró de la camisa para sacársela del pantalón, no había duda posible respecto a sus intenciones ni de la prisa que tenía.


En vez de desabrocharle la camisa, Paula tiró de los dos lados, arrancándole los botones, que salieron volando en todas direcciones, sorprendiéndolo aún más. Parecía que había subestimado su espíritu aventurero.


Paula se inclinó antes de que tuviera tiempo de reaccionar, y empezó a lamer y mordisquear uno de sus pezones, como él había hecho con ella la noche anterior.


–Umm… Paula… –murmuró asiéndola por las caderas.


–Eh, estate quieto –lo reprendió ella apartando sus manos–. He dicho que estoy yo al mando.


–A la orden, sargento –Pedro sonrió divertido y puso las manos en los brazos de la tumbona, ansioso por ver cuál sería su próximo movimiento.


Paula se inclinó hacia delante y lo besó suavemente antes de susurrarle al oído:

–No te arrepentirás.


Le desabrochó el cinturón, y sus dedos se introdujeron dentro del pantalón para descender por su miembro en erección, que palpitó con aquella caricia.


Pedro habría querido arrancarse el resto de la ropa, arrancarle a ella la suya, y hacer a Paula rodar sobre la arena para poseerla. Cuanto más lo acariciaba, más ansiaba poder tocarla él también, pero en cuanto se movía lo más mínimo ella se detenía.


Cuando se quedaba quieto de nuevo Paula le mordisqueaba el lóbulo de la oreja o el hombro, y sus dedos comenzaban a torturarlo de nuevo. Sus manos se aferraron a los brazos de la tumbona con tal fuerza que se le pusieron los nudillos blancos. Paula le desabrochó los pantalones y él intentó incorporarse, pero ella le puso un dedo en los labios y le dijo:

–Shhh… quieto; déjame hacer.


Se bajó de su regazo, se arrodilló entre sus piernas y lo tomó en su boca despacio, hasta engullirlo por completo. La humedad y la calidez que lo envolvieron casi le hicieron perder el control. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, bloqueando todas las sensaciones excepto las caricias de la lengua y los labios de Paula.


Las manos de ella se aferraron a sus muslos para sujetarse, y Pedro ya no podía más. Si seguía haciéndole lo que estaba haciéndole iba a explotar, y no quería hacerlo si no era dentro de ella. Ya habían jugado bastante. La agarró por debajo de los brazos y la levantó, colocándola de nuevo sobre su regazo.


–Un preservativo –gruñó apretando los dientes–. En mi cartera. En el bolsillo de atrás de mi pantalón.


Con una risa suave y seductora, Paula metió la mano en su bolsillo, sacó la cartera… y la arrojó al suelo con un brillo travieso en los ojos. Luego se inclinó hacia la mesa y levantó una servilleta, dejando al descubierto al menos media docena de preservativos.


–He venido preparada –le dijo.


–Ya lo veo, ya. Muy preparada diría yo.


–¿Supone eso un problema para ti? –inquirió ella, pestañeando con picardía.


¿Un problema? A Pedro le encantaban los retos, y aquella mujer estaba resultando ser una caja de sorpresas.


–Ni hablar; procuraré estar a la altura de tus expectativas.


–Me alegra oír eso –Paula rasgó un envoltorio y le colocó lentamente el preservativo.


Con la luna a sus espaldas, se puso de pie y se levantó la falda del vestido para bajarse las braguitas, que arrojó a un lado. Luego se colocó de nuevo a horcajadas sobre él.


Tomó el rostro de Pedro entre ambas manos para besarlo, dejando caer la falda del vestido, que la cubrió mientras descendía sobre él. Pedro cubrió su cuello con un reguero de besos y lamió uno de sus hombros desnudos. La brisa había impregnado su piel con el sabor salado del mar. Le desanudó las tiras que sujetaban el vestido detrás del cuello, y la tela cayó, dejando al descubierto un sujetador de encaje sin tirantes. Los blancos senos de Paula sobresalían ligeramente por encima del borde de las copas. Abrió el enganche y los liberó antes de llenarse las manos con aquellos pechos blandos y exuberantes, cuya forma apenas se adivinaba con la pálida luz de la luna.


–Algún día haremos el amor en una playa como ésta con el sol brillando sobre nosotros –le susurró frotándole los pezones con las yemas de los pulgares–, o en una habitación con las luces encendidas para que pueda ver el placer en tu rostro.


–Algún día… –repitió ella suavemente.


¿Había cruzado una sombra por su mirada, o sólo se lo había parecido?, se preguntó Pedro. No pudo saberlo porque Paula se inclinó hacia él y desterró todo pensamiento de su mente cuando selló sus labios con un beso apasionado, un beso embriagador.


Pedro se hundió aún más en ella, deleitándose en el ronroneó de placer que vibró en la garganta de Paula. Sus manos descendieron por la espalda de ella hasta encontrar sus nalgas, que asió para apretarla más contra sí. Los suspiros y gemidos de Paula eran cada vez más intensos y más seguidos, y Pedro dio gracias por ello porque no sabía cuánto más podría resistir.


Enredó los dedos de una mano en el cabello de Paula y le tiró de la cabeza hacia atrás para exponer sus pechos a su boca. Tomó un pezón y lo mordisqueó, haciéndola suspirar de nuevo y arquearse, al tiempo que repetía: «¡Sí, sí, sí…!». Sus húmedos pliegues palpitaron en torno a su miembro con los espasmos del orgasmo, y el grito que anunció que lo había alcanzado se fundió con el ruido de las olas.


Esforzándose por mantener el control, Pedro siguió moviendo las caderas, y le provocó un nuevo orgasmo a Paula justo cuando él llegaba al suyo. Fue algo increíble que eclipsó cualquier otra sensación y lo hizo convulsionarse.


Jadeante, Paula se derrumbó sobre él, y sus senos quedaron aplastados contra el pecho de Pedro, que subía y bajaba con su agitada respiración.


Pedro no habría sabido decir cuánto le llevó recobrar el aliento, pero cuando lo hizo Paula aún descansaba entre sus brazos. Volvió a anudarle las tiras del vestido con las manos algo temblorosas, y ella frotó el rostro contra su cuello con un suspiro satisfecho.


Pedro se apartó de debajo de ella. Con suerte quizá tendría otras oportunidades de volver a desnudarla, pensó.


Pero tenían que volver dentro. Se abrochó los pantalones. Con la camisa, después de ponérsela, no pudo hacer demasiado ya que los botones estaban desperdigados por la arena. Tomó el busca de la niñera de la mesa y se lo colgó del cinturón antes de volverse hacia Paula.


La alzó en volandas y echó a andar hacia la mansión. Paula le rodeó el cuello con los brazos y apoyó la cabeza en su hombro. Pedro había disfrutado inmensamente con aquel juego, con dejarle llevar las riendas, pero no estaba dispuesto a cederle por completo el control. Esa noche, Paula dormiría en su cama.



FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 29

 


El avión descendió hacia una isla más pequeña que tenía una pista de aterrizaje y un muelle con un ferri. ¿Un ferri sólo para pasar de allí a la isla principal? Era evidente que se tomaban en serio lo de la seguridad.


Paula pensó en la clase de vida que había dejado atrás al cortar lazos con sus padres. Era un sensación extraña volver a ese mundo. Pero ya no podía dar marcha atrás y regresar a Charleston. Ni tampoco quería hacerlo. Quería estar con Pedro.


La noche se presentaba llena de oportunidades para Pedro. Había cerrado el trato con Cortez y pasarían el día siguiente planificando y concretando, pero esa noche era una noche para celebrar aquel éxito, y esperaba poder celebrarlo con Paula.


Cerró la puerta del cuarto de los gemelos, que estaba justo al lado del de la niñera. Justo antes de acostarlos había llamado a Pamela, y esa vez, por fin, había contestado. La había oído muy animada, quizá en exceso, y había colgado cuando había intentado pasarla con los niños para que les diera las buenas noches. Había algo raro, pero no sabía qué, y en ese momento lo que ocupaba su mente era volver a hacer suya a Paula.


Entró en sus aposentos, que eran como un lujoso apartamento. A Paula y a él les habían dado habitaciones separadas, pero esa noche esperaba que se durmiera en sus brazos exhausta y satisfecha.


Sin embargo, cuando entró en el dormitorio de Paula sólo encontró su maleta abierta sobre la cama. Entonces se dio cuenta de que se oían las olas y de que las ventanas estaban abiertas de par en par y Paula estaba allí fuera, apoyada en la barandilla.


La brisa del océano hacía que se le pegase el vestido al cuerpo, resaltando sus femeninas curvas.


–Te doy un dólar si me cuentas qué estás pensando –le dijo saliendo a la terraza para apoyarse en la barandilla junto a ella.


Ella lo miró de reojo.


–No quiero que me pagues más dinero por no trabajar. De hecho, desde que hemos llegado aquí no he hecho nada. La niñera se está ocupando de Baltazar y de Olivia, y tengo que admitir que parece que los maneja muy bien.


–¿Habrías preferido que se pusieran a llorar para que fueras tú?


–¡Pues claro que no! Es sólo que… me gusta sentirme útil.


–La mayoría de las mujeres a las que conozco estarían encantadas de pasarse una tarde recibiendo un masaje y haciéndose la manicura –dijo Pedro. Era lo que habían estado haciendo Victoria y ella mientras ellos hablaban de negocios.


–No te confundas: me gusta tanto sentirme mimada como a cualquiera. De hecho, creo que tú también te mereces relajarte un poco –tomó un busca que había dejado sobre la mesa de la terraza y lo levantó–. La niñera puede llamarnos si nos necesita, así que… ¿qué te parece si bajamos a la playa? He pedido al servicio que nos preparen allí algo de comer y de beber.


Tomó su mano y la siguió por los escalones de la terraza que bajaban a la playa.


Paula se quitó las sandalias, esperó a que él se quitara también los zapatos y los calcetines, y caminaron sin prisa de la mano en dirección a la carpa, que se alzaba a unos metros de la orilla del mar.


–Esto es un auténtico paraíso –comentó Paula cuando llegaron–. A lo largo de mi vida he visto muchas mansiones, pero ninguna tan impresionante como ésta, y sobre todo en un entorno tan privilegiado. La realeza sí que sabe.


Entraron en la carpa, donde el servicio había colocado dos tumbonas, y una mesita baja con uvas, queso y vino. Paula se sentó en una de las tumbonas y Pedro siguió su ejemplo.


Paula sirvió el vino, y le tendió una copa antes de tomar un sorbo de la suya.


–Victoria me dijo en el avión que veía en ti a un solitario, como su marido –comentó.


–¿En serio?, ¿un solitario? –repitió él, sin comprender a qué venía eso.


–Tienes familia en Charleston, ¿no? El otro día llamaste a algún pariente para pedirle ayuda cuando te encontraste con los niños en el avión.


–Tengo dos primos, Victor y Carla. Me crié con ellos en Dakota del Norte cuando mis padres murieron en un accidente –le explicó Pedro–. Su coche se salió de la carretera en medio de una tormenta cuando yo tenía once años –añadió antes de apurar su copa de un trago, como si fuera un vaso de agua.


–Lo siento mucho.


–No tienes que sentir lástima de mí. Tuve suerte de tener parientes dispuestos a hacerse cargo de mí –le dijo Pedro–. Mis padres no me dejaron ningún dinero, y aunque mi tío y mi tía nunca se quejaron por tener otra boca que alimentar, me juré a mí mismo que algún día les devolvería con creces todo lo que me habían dado.


–Mírate ahora; es increíble lo que has conseguido.


Pedro se quedó mirando las oscuras aguas y el cielo plagado de estrellas.


–Sí, pero por desgracia ellos también murieron hace años, y ya es tarde. Me ha llevado demasiado tiempo encontrar mi camino.


–Por amor de Dios, Pedro. Pero si no debes tener más de…


–Treinta y ocho.


–¿Y te parece demasiado tiempo? ¡Millonario a los treinta y ocho! –exclamó ella riéndose–. Yo no llamaría a eso demasiado tiempo.


Tal vez, pero todavía le quedaban sueños por cumplir.


–No era lo que pretendía –añadió–. Al principio quería volar con las Fuerzas Aéreas, y llegué a alistarme en la ROTC en la Universidad de Miami, pero tenía un problema de salud que no es un inconveniente en el Ejército más que en las Fuerzas Armadas. Así que terminé mis estudios y volví a casa. Abrí una escuela de aviación y llevaba con mi avioneta a mi primo, que es veterinario, de una granja a otra hasta que nos mudamos a Carolina del Sur. Ahora mi lucha es darle a mis hijos todo lo que yo no pude tener, pero al mismo tiempo enseñarles los valores de la gente humilde.


–Bueno, yo diría que el hecho de que eso te preocupe ya dice mucho de ti como padre, lo consigas o no –dijo ella alargando la mano para apretar la de él.


Pedro se llevó la mano de Paula a los labios y la besó en la muñeca.


–Tú te criaste en un mundo de privilegios pero eres una mujer de principios. ¿Algún consejo que puedas darme?


Paula dejó escapar una risa amarga.


–Mis padres son gente superficial que se gastaron cada centavo que habían heredado en vivir bien. Mi padre llevó a la familia a la ruina y ahora tengo que trabajar como el resto de los mortales para ganarme el sustento, lo cual no es una tragedia ni nada de eso; tan sólo la realidad.


Se quedaron callados un largo rato, mirándose a los ojos mientras él le acariciaba la mano. El ruido de las olas parecía aislarlos del resto del mundo. Pedro se inclinó para besarla, pero de pronto ella lo detuvo, poniendo una mano en su pecho.


–Para.


–¿Qué?


La voz de Pedro sonó algo ronca, porque no se había esperado aquello, pero se quedó quieto. Si una mujer decía que no, era que no.


–Anoche, cuando lo hicimos, dejé que llevaras la voz cantante –murmuró ella levantándose para sentarse a horcajadas sobre él. El calor de la parte más íntima de su cuerpo lo quemaba a través incluso del vestido de algodón de ella y de sus pantalones–. Esta vez, Pedro, soy yo quien está al mando.




sábado, 8 de mayo de 2021

FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 28

 


¿Qué acababa de ocurrir? Aquello había sido el sexo más increíble de su vida. Cuando el fuego del deseo empezó a apagarse, aquel pensamiento la asustó. Tenía que distanciarse para recomponer sus defensas. Establecer su independencia después de su divorcio había sido difícil. No quería volver a tener esa dependencia emocional que había tenido con Alejandro.


Cuando la respiración de Pedro se relajó y comenzó a roncar suavemente, se apartó de él y se bajó muy despacio de la cama. Necesitaba pensar en lo que acababa de pasar entre ellos. Se puso la blusa y las braguitas, notando todavía su cuerpo extremadamente sensible. Recogió su falda y el sujetador del suelo, y fue hacia la puerta.


–¿Te marchas? –preguntó él desde la cama, cuando ya tenía la mano sobre el picaporte.


Paula se volvió y, manteniendo la cabeza alta, respondió:

–Me voy a dormir a mi habitación.


Pedro se incorporó y se estiró para desperezarse. Al ver cómo se movían los músculos de su ancho tórax Paula sintió un deseo irreprimible de volver a la cama.


–No te sientes preparada para que durmamos juntos –dedujo masajeándose el cuello con la mano.


–Me gustaría hacerlo –respondió ella. ¡Vaya si quería hacerlo!–, pero no, no me siento preparada.


–Me alegra oír eso. Espero que este fin de semana lo veas de otra manera.


Se bajó de la cama y unos instantes después estaba a su lado. La besó sólo una vez, como si únicamente pretendiera dejar su marca en ella. Luego dio un paso atrás mientras ella salía.


–Mañana tenemos que salir temprano –le dijo–. Buenas noches, que duermas bien.


–Buenas noches –murmuró ella, y Pedro cerró la puerta.


************


A bordo del avión privado de Pedro, Paula observó el océano Atlántico. En la distancia había un pequeño punto, la isla que los esperaba; su destino.


Pedro y ella se habían despertado tarde y no había habido tiempo para hablar. Habían vestido a los niños, habían hecho las maletas, y habían salido corriendo del hotel para subirse con Cortez y su esposa a la limusina que los había llevado al aeropuerto, donde los esperaba el avión de Pedro. Paula había aprovechado el trayecto para llamar a Blanca y explicarle el cambio de planes.


Blanca estaba tan entusiasmada con la promesa que Pedro le había hecho a Paula de proporcionarle contactos, que le dijo que no se preocupara por nada.


Paula miró hacia la puerta abierta de la cabina, donde Pedro iba pilotando con Javier en el asiento del copiloto. La noche anterior volvió a su mente con todo detalle.


–Parece que Javier y Pedro se entienden muy bien –comentó Victoria, sacándola de su ensimismamiento–. Será porque los dos son hombres solitarios.


¿Solitarios? A ella nunca se le habría ocurrido describir así a Pedro. Paula esbozó una sonrisa y tomó un sorbo de café.


–Será por eso. Perdona que esté tan callada –dijo Paula, buscando una excusa que explicara por qué se había abstraído de repente de esa manera. Difícilmente podía decirle que se debía al apuesto hombre que pilotaba el avión–. Es que me parece tan surrealista que esté a punto de pisar la residencia de un rey.


–Bueno, como sabes ya no es rey porque fue depuesto, y es un hombre muy amable y campechano. Pero si te hace sentirte más tranquila te diré que ahora mismo no está en la isla, sino en el continente. Le están haciendo unos chequeos médicos por una operación que tuvo hace poco. Así que tendremos la isla para nosotros solos, aparte del servicio y el personal de seguridad, por supuesto. No sé si Pedro te lo ha dicho, pero incluso hay una niñera, así que podrás despreocuparte un poco de los niños y disfrutar del fin de semana.


–¿Y no vive ningún otro miembro de la familia real en la isla?


–No, todos tienen su casa en otros lugares. Pero ahora que la familia se ha reconciliado van de visita más a menudo.


–Lo que implica más tráfico aéreo hacia la isla –concluyó Paula. Eso explicaba el interés de la familia Medina en Aviones Privados Alfonso.


–Y también más medidas de seguridad –añadió Victoria.


Paula asintió. No podrían haber encontrado a nadie mejor que Pedro, que no sólo tenía una compañía de aviones privados, sino que además había inventado aquel dispositivo de seguridad para los aeropuertos.


–Debe ser extraño tener que vivir rodeado de tantas medidas de seguridad –comentó Paula.


Victoria resopló para apartar un mechón rubio de su frente.


–Peor que eso es la insistencia de la prensa. Hasta los parientes más lejanos tienen que mantenerse alerta para no revelar ningún detalle que pueda poner en peligro la seguridad del rey.


–Es muy triste. Pero comprensible, naturalmente.


Miró hacia la ventanilla y vio que ya estaban llegando a la isla. Las altas palmeras sobresalían entre la vegetación, y en el centro se divisaba lo que parecía una fortaleza, con una serie de edificaciones en torno a una mansión blanca y unos extensos jardines con piscina.



FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 27

 


Paula se inclinó hacia Pedro, ávida de sus caricias. Había ansiado sentir sus manos en su piel desde la primera vez que lo había visto. Estaba enfadada porque de pronto se habían desbaratado sus esperanzas de conseguir un contrato, pero en cierto modo también la había hecho sentirse aliviada. Ahora que ya no había relación laboral entre ellos, no tenía que seguir refrenando la atracción que sentía hacia él.


Sólo había tenido relaciones con dos hombres antes de Alejandro, y después de Alejandro con nadie más. Paula era la clase de persona que sólo daba ese paso tras meses de relación. Aquello era completamente inusual en ella, y no hacía sino poner de relieve lo potente que era esa atracción que sentía hacia Pedro.


La posibilidad de tener un romance con él era una tentación muy grande como para resistirse.


Besó la palma de la mano de Pedro. Aquello le arrancó de la garganta un rugido de deseo que avivó el de ella.


Sin apartar la mano de su mejilla, Pedro inclinó la cabeza para besarla en el cuello, haciendo que una serie de escalofríos deliciosos descendieran por su espalda. Paula echó la cabeza hacia atrás para que pudiera besarla mejor, y él le apartó el cabello con una mano antes de tomarla por la cintura para atraerla hacia sí.


Luego sus labios se lanzaron sobre su cuello, alternando besos y suaves mordiscos. Empujó con la barbilla el cuello de la blusa, raspando ligeramente su piel.


Paula podía notar la tensión en los músculos de Pedro, una tensión que le decía lo mucho que le estaba costando ir despacio. Por eso, el que estuviera mostrándose tan meticuloso la excitó aún más.


Lo agarró por la camisa atrayéndolo más hacia sí. Pedro se puso de pie, la alzó en volandas, y Paula le rodeó el cuello con los brazos para no caerse.


Pedro la llevó a su dormitorio y la depositó en la cama. Luego dio un paso atrás y empezó a desabrocharse la camisa con ella observándolo. Sin embargo, no parecía que le molestara, sino que incluso lo excitaba.


Se quitó la camisa y se desabrochó el cinturón, después se bajó la cremallera de los pantalones, y Paula vio que estaba tan excitado como ella. Su miembro se había puesto rígido y se levantaba orgulloso hacia los músculos de su abdomen. Su pecho, de contornos bien definidos, estaba salpicado de vello dorado. Parecía una escultura de un dios griego, y esa noche era todo suyo…


Sin embargo, mientras lo devoraba con la mirada, Paula se puso nerviosa al pensar que pronto le tocaría a ella desnudarse.


Se giró hacia la mesilla y alargó el brazo para apagar la lámpara, rogando que él no insistiera en que la dejara encendida. Sus ojos se hicieron poco a poco a la oscuridad, que se tornó en penumbra con la luz de la luna, que se filtraba por las finas cortinas blancas de la ventana. Paula esperó, Pedro no dijo nada.


Paula tragó saliva para intentar controlar sus nervios, se incorporó, quedándose sentada, y se sacó la blusa por la cabeza. Pedro se quitó los pantalones, se subió a la cama, y se colocó sobre ella, empujándola suavemente para que se reclinara sobre los almohadones.


Bajó la mano al cierre de su falda, y Paula vio en sus ojos que estaba esperando su consentimiento. Por toda respuesta, Paula entrelazó los dedos en su pelo, lo atrajo hacia sí para besarlo y abrió la boca, ofreciéndose a él. Absorta como estaba en el beso, apenas se dio cuenta cuando Pedro se deshizo hábilmente de su falda y le desabrochó el sujetador. Se notaba cada vez más ansiosa. Quería más, quería que fueran más deprisa. Se agarró a los hombros de Pedro, susurrándole eso mismo al oído, pero él parecía dispuesto a tomarse su tiempo.


Descendió por su cuello con besos y suaves mordiscos, y cuando llegó a sus senos tomó primero un pezón y luego el otro en su boca, succionando y lamiéndolos con la lengua. Las uñas de Paula le arañaron ligeramente la espalda.


La mano de él, que estaba deslizándose entre su cuerpo y el de ella, se detuvo al llegar a su ombligo.


–Desde el otro día, cuando te vi con ese bañador negro con ese escote tan pronunciado, no he podido dejar de pensar en tu ombligo –murmuró Pedro–. Estaba deseando tocarlo; tocarte.


–No te detengas –le rogó ella en un susurro.


Pedro prosiguió con aquel dulce tormento, y pronto la desesperación de Paula era tal que estaba moviendo la cabeza de un lado a otro sobre los almohadones. Rodeó la pierna de Pedro con la suya, apretándose contra su duro muslo. Pedro se apartó de ella, y Paula protestó con un gemido.


–Shhh… –la tranquilizó él, poniendo un dedo sobre sus labios–. Sólo será un segundo.


Abrió el cajón de la mesilla de noche y sacó un paquete de preservativos.


Un segundo después volvía a colocarse sobre ella, y la mente de Paula se quedó en blanco cuando la penetró. Su miembro era tan grande… Le rodeó la cintura con las piernas, abriéndose más para él, deleitándose en la sensación de tenerlo dentro de sí.


De pronto Pedro rodó sobre la espalda y Paula se encontró tumbada sobre él. Se irguió, notando cómo su miembro se hundía aún más en ella. Los ojos de él ardían. La agarró por la cintura, y Paula empujó sus caderas contra las de él.


Echó la cabeza hacia atrás, maravillada por la exquisita sensación que la sacudió. Era el ángulo perfecto; al moverse, la punta del miembro de Pedro había tocado justo el punto más sensible, oculto entre sus piernas. Pedro empezó a sacudir también sus caderas contra las de ella, y cada embestida la excitaba todavía más, hasta que pronto se encontró arañándole el pecho, desesperada por saciar su deseo.


Nunca se había sentido tan fuera de control. Creía que conocía su cuerpo, y los placeres que un hombre podía proporcionarle en la cama, pero nunca había experimentado nada tan intenso como aquello, como aquel ardiente cosquilleo en todo su ser.


Volvieron a cambiar de postura, con él encima de ella embistiéndola más deprisa, con fuerza, mientras la cabeza de su miembro atormentaba ese punto dentro de ella una y otra vez hasta que…


Una miríada de sensaciones explotaron dentro de ella, y vio destellos de luz blanca tras sus párpados cerrados. La boca de Pedro cubrió la suya, ahogando sus jadeos y sus gritos al tiempo que las últimas oleadas de placer la sacudían.


Pedro rodó sobre el costado y la apretó contra su pecho. Los tapó a ambos con las sábanas, y la besó tiernamente en la cabeza mientras le acariciaba la espalda. Paula, que tenía el oído pegado a su pecho, podía oír los fuertes latidos de su corazón.



FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 26

 


Pedro la miró a los ojos y, sin previo aviso, se levantó y se sentó a su lado. Paula, de inmediato, notó ese magnetismo suyo que parecía tirar de ella.


Pedro le pasó un brazo por los hombros, atrayéndola hacia sí, y ella se dejó hacer. Se sentía cómoda, pero a la vez inquieta. ¿Hasta dónde quería dejar que llegase aquello? Aunque él no había vuelto a mencionarlo, no se había olvidado de que le había pedido que se quedara un par de días más. No quería mezclar el trabajo con lo personal.


Habían llegado a su hotel. El coche de caballos se detuvo frente a la fachada y después de que Pedro pagara al conductor entraron y subieron a su suite.


Los niños estaban demasiado adormilados como para bañarlos, así que los metieron directamente en sus cunitas.


Aquella tarde le había dado la oportunidad de aprender más cosas de ella, y estaba empezando a sentirse algo culpable. Paula tenía un gran corazón, pero también parecía tener metida en la cabeza la idea de que podría convencerlo para que contratara los servicios de su pequeña empresa de limpieza. Ya le había dicho que no estaba interesado, pero sospechaba que ella creía que podía hacerle cambiar de opinión.


Tenía que aclarar aquello antes de que las cosas fuesen más lejos. No tenía elección, tenía que ser sincero con ella. Se lo debía cuando menos por lo paciente y cariñosa que estaba siendo con sus hijos.


Cuando salió del dormitorio se encontró con Paula, que venía del cuarto de baño. Seguía vestida con la falda y la blusa que se había puesto para salir, pero estaba descalza.


–Esta tarde mencionaste que querías que me quede un par de días más y me dijiste que hablaríamos luego de ello –dijo Paula.


–Sí, es que ha habido un cambio de planes. No voy a regresar a Charleston mañana por la mañana.


–¿Vas a quedarte aquí? –inquirió ella confundida.


Preocupado por que pudieran despertar a los pequeños, cerró suavemente la puerta y condujo a Paula hacia el sofá.


–No exactamente –dijo, haciéndole un ademán para que tomara asiento. Cuando lo hubo hecho, él se sentó a su lado–. Mañana Cortez y yo vamos a ir a la isla privada del rey; quiere mostrarme la pista de aterrizaje y que hablemos de las posibilidades que habría de mejorar las medidas de seguridad.


–Vaya, eso es estupendo, me alegro por ti –respondió ella con una sonrisa.


El que Paula se alegrara sinceramente por su éxito hizo a Pedro sentirse todavía más culpable.


–Necesito decirte algo.


Ella lo miró con cierto recelo.


–Te escucho.


–Quiero que vengas conmigo –la tomó por la barbilla y la besó–. No por nuestro acuerdo, ni por los niños, sino porque te deseo. Y antes de que lo preguntes, sí, cumpliré mi promesa de recomendar tu empresa a mis contactos, y escucharé tu propuesta, pero eso es todo lo que puedo ofrecerte.


Paula palideció de repente, y abrió mucho los ojos.


–Estás intentando decirme que no tienes la menor intención de considerar mi propuesta. ¿No es eso?


Pedro asintió.


–Tu empresa es demasiado pequeña para las necesidades de la mía; lo siento.


Paula se mordió el labio y se encogió de hombros.


–No tienes que disculparte. Ya me lo dijiste el primer día; pero yo me negué a escucharte.


–Creo que tu empresa va por buen camino –le dijo Pedro–. Y si nos hubiéramos conocido dentro de un año tal vez mi respuesta habría sido diferente.


No pudo evitar preguntarse si las cosas habrían sido distintas también en lo personal: dentro de un año sus hijos serían un poco más mayores, y ya no tendría clavada tan honda la espinita del divorcio.


–Entonces mañana me marcharé –murmuró Paula. Una sombra cruzó por su rostro cuando lo miró. Pedro no estaba seguro de si era enfado o pena, pero decidió arriesgarse e insistir por si fuera lo segundo.


–O podrías venir con los niños y conmigo a la isla. Sólo son dos días.


Paula apretó los labios.


–Puede que tú tengas libres todos los fines de semana, pero Blanca y yo tenemos que trabajar uno sí y otro también para poder sacar adelante la empresa. Además, ya he perdido dos días porque esperaba que pudiera cuajar una propuesta de negocio. No puedo seguir cargando a Blanca con todo.


–Pienso cumplir lo que te he prometido, Paula. Vamos, he sido sincero contigo –le dijo Pedro–. Y pagaré lo que os haga falta si necesitáis contratar a alguien para este fin de semana.


Ella lo miró espantada.


–Ya me has pagado más que suficiente. No se trata del dinero.


–Es igual, no me importa lo que tenga que pagar. Considéralo un extra por lo bien que lo estás haciendo con mis hijos. Además, necesito tu ayuda.


Paula se cruzó de brazos, poniéndose a la defensiva.


–¿Ahora pretendes hacerme creer que quieres que me quede por los gemelos?


–Me gusta lo felices que se les ve cuando estás con ellos. Te adoran.


–Y yo los adoro a ellos, pero aunque acceda a esta descabellada propuesta, dentro de un par de días volveremos cada uno a nuestra vida y ya no los veré más.


–Puede que sí o puede que no –la cortó Pedro tomándola de ambas manos.


¿Por qué había dicho eso? Creía que tenía claro que no quería nada serio.


Paula soltó sus manos.


–No estoy preparada para tener una relación. 


Pedro sintió una punzada en el pecho. ¿No era eso precisamente lo que esperaba oír? ¿Por qué le habían dolido entonces esas palabras?


Puso una mano en la mejilla de Paula.


–No tiene por qué ser una relación.


–¿Y entonces qué, sólo sexo?


El oír aquella palabra de sus labios hizo que una ráfaga de deseo lo sacudiera.


–Ésa es la idea, seguir donde lo dejamos anoche.


Pedro aguardó impaciente su respuesta. Paula esbozó una media sonrisa, y deslizó sus manos lentamente por su camisa como si todavía estuviese pensándoselo. Aquella leve caricia hizo que Pedro se excitara aún más. Los dedos de Paula se detuvieron justo antes de llegar al cinturón y lo miró a los ojos.


–¿Sólo este fin de semana? –inquirió para cerciorarse.


–Sólo este fin de semana –respondió. O algún día más. En ese momento no estaba seguro más que de una cosa: de que la deseaba–. Empezando ahora mismo.



FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 25

 


La tarde estaba siendo perfecta. Había comenzado con un picnic en un parque del siglo XVII cerca del puerto. Los niños habían jugado, habían comido, y se habían manchado todo lo que habían querido.


Luego Pedro había alquilado un coche de caballos para recorrer el casco antiguo de la ciudad al atardecer. Olivia y Baltazar se habían puesto como locos al ver el caballo. Aunque los niños ya tendrían que estar en sus cunitas, Pedro había pagado al conductor para que continuara por la ribera del río. El sonido de los cascos del caballo hizo que los niños se durmieran.


Aquella era una noche tan perfecta que parecía sacada del cuento de Cenicienta. La única diferencia era que Cenicienta tenía un final feliz en el que el príncipe y ella vivían felices para siempre, y para ella aquello sólo era algo temporal.


No podía perder de vista la realidad, ni el hecho de que Pedro Alfonso era un astuto hombre de negocios. Sabía que la deseaba. ¿Podría ser tan retorcido como para estar utilizando a sus hijos para retenerla allí?


Recordó la manera tan intensa en que la había estado mirando unas horas antes, junto a la piscina. Sus ojos habían recorrido su cuerpo con una mirada ardiente, hambrienta.


Años atrás no habría sido incapaz de ponerse en bañador por miedo a que la gente descubriera su secreto y por sus inseguridades. Había superado aquello, pero ante la posibilidad de tener relaciones íntimas con un hombre aquellos temores volvían porque sabía que le preguntarían por qué tenía esas estrías cuando no había tenido ningún hijo. Lo había superado, pero no era algo de lo que la agradase hablar.


Apoyó la barbilla en la cabecita de Baltazar y le preguntó a Pedro, que iba sentado frente a ella con Olivia en brazos:

–¿Qué tal van tus negociaciones con Cortez?


–Parece que vamos avanzando; estamos más cerca de cerrar un trato y mi instinto me dice que hay posibilidades de que consiga añadir a la familia Medina a mi cartera de clientes.


–Bueno, si quiere que sigáis negociando eso tiene que ser buena señal –observó ella.


–Así lo veo yo también –asintió él–. ¿Y tú qué tal has pasado el día? Parecía que estabas divirtiéndote con Victoria.


Los recuerdos de la intensidad con que la había mirado en la piscina y el beso de la noche anterior acudieron a su mente, y la invadió una ola de calor. La brisa jugueteaba con su cabello, desordenándolo. Paula le confesó a Pedro:

–Me siento culpable de llamar a esto trabajo cuando parecen más unas vacaciones.


–Tener que estar pendiente todo el tiempo de dos niños no son vacaciones –apuntó él.


–Pero tú me has echado una mano cada vez que has podido, y Victoria también me ha ayudado mucho hoy.


–Sí, bueno, aunque ninguno de los dos pudimos evitar el incidente de la papilla esta mañana en el desayuno –comentó Pedro riéndose–. Suerte que Cortez es más campechano de lo que esperaba.


Paula cambió con cuidado de postura para que Baltazar estuviera más cómodo.


–Lo de este paseo en coche de caballos ha sido una gran idea –le dijo a Pedro–. A los niños les ha encantado y ahora duermen como benditos.


Pedro sonrió.


–Pasé mucho tiempo en contacto con la naturaleza durante mi infancia, y me gusta que mis hijos disfruten también del aire libre cuando están conmigo.


Ya estaba anocheciendo, y la luz de la luna se reflejaba en las aguas que bañaban el puerto.


–La verdad es que esto es idílico –murmuró ella–: la brisa del mar, el entorno histórico…


–Y el buen tiempo –añadió Pedro–. Me encanta el buen tiempo que hace aquí todo el año.


–Bueno, todo el año… de enero a marzo el viento del océano corta como un cuchillo.


Pedro se echó a reír.


–¡Qué exagerada eres! Para decir eso es evidente que no has estado nunca en Dakota del Norte. A mi tío se le formaban carámbanos en la barba. Del frío.


–¿Me estás tomando el pelo?


–No, en serio. Mis primos y yo salíamos fuera a jugar, hiciera el frío que hiciera; estábamos acostumbrados.


–¿Y qué hacíais para divertiros? –inquirió ella.


–Montábamos a caballo, íbamos de excursión a la montaña, nos deslizábamos por las laderas con nuestros trineos cuando nevaba… Y luego, ya un poco más mayor yo aprendí a pilotar una avioneta y descubrí lo mucho que me gustaba volar.


Paula sonrió. Pedro era mucho más que un hombre de negocios que se había hecho millonario por una idea que había patentado.


–¿Qué me cuentas de ti? ¿Qué querías ser de mayor? 


Ella se encogió de hombros y respondió de un modo evasivo:

–Estudié lo que siempre quise estudiar: Historia del Arte


–¿Pero por qué Historia del Arte precisamente?


–Por mi obsesión con buscar la belleza.


Estaban acercándose peligrosamente a aquella parte de su pasado que la incomodaba. Paula señaló un barco con aspecto antiguo, con sus velas y todo, amarrado al muelle, donde se oían música y risas.


–¿Qué será eso?


Pedro vaciló un instante antes de contestar, como si se hubiera dado cuenta de que estaba intentando desviar la conversación.


–Es una réplica de un barco pirata, el Black Raven. Organizan fiestas para niños y adultos –explicó señalando a una pareja vestida con trajes de época que se dirigía allí–. He pensado que algún día podría alquilarlo para organizar la fiesta de cumpleaños de los niños.


Paula se rió.


–Ya te imagino con una camisa pirata, a lo Jack Sparrow. Seguro que estarías más cómodo, sin tener que estar tirándote de la corbata todo el tiempo.


–Vaya, no sabía que se me notara tanto.


Ella se encogió de hombros y se quedó callada.


–Hay un montón de cosas que espero poder enseñarle mis hijos algún día –dijo Pedro. Señaló el cielo–. Enseñarles a distinguir la Osa Mayor. O mi constelación favorita, el cinturón de Orión. ¿Ves esa estrella anaranjada? Es Betelgeuse, una supernova roja.


–Si hubieras nacido antes de que se inventaran los aviones seguro que habrías sido pirata, y habrías surcado los mares guiándote por las estrellas.


–Para volar también es útil conocerlas –le dijo él–. Cuando iba buscando montañistas perdidos y los instrumentos de navegación del avión se estropeaban, Betelgeuse me salvó en más de una ocasión, evitando que me perdiera.


Paula recordó haber leído algo de eso cuando había buscado información sobre él antes de mandarle su propuesta.


–Ah, sí, al principio tu compañía se dedicaba a hacer búsquedas y rescates en la montaña, ¿no?


–Así es. Es lo que más me gustaba. Bueno, y lo sigue siendo –dijo él con pasión.


–¿Y entonces por qué lo has cambiado por el alquiler de aviones privados?


–Por desgracia buscar y rescatar a gente no da mucho dinero; pero ahora que el negocio está yendo bien espero poder crear una fundación en la que me volcaría más, y dejaría el negocio en manos de otra persona


De pronto las piezas del complejo puzzle que era Pedro empezaban a encajar: el millonario, el padre, el filántropo… Y encima era guapo, pensó Paula. Era un auténtico peligro.




FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 24

 


Los pisos parecían pasar muy despacio. De pronto el ascensor se detuvo y cuando las puertas se abrieron entró el matrimonio anciano con el que se habían encontrado al bajar a desayunar.


Esa vez iban vestidos para salir a bailar y a cenar. La mujer se inclinó hacia Olivia y le preguntó:

–¿Qué pasa, bonita, por qué estás llorando?


–Se ha metido algo en la nariz –explicó Pedro, tenso por la preocupación. Miró la pantalla que indicaba el piso por el que iban, como si eso fuese a hacer que el ascensor fuera más rápido–. La llevamos a urgencias.


Como si notase lo tenso que estaba su padre, Olivia apretó el rostro contra el cuello de Paula.


La mujer miró a su marido y le guiñó un ojo con complicidad. El caballero, que iba muy elegante con su esmoquin, alargó el brazo hacia Olivia.


–¿Qué es eso que tienes detrás de la oreja, pequeña? –dijo, como si fuera a hacer un truco de magia.


La niña giró la cabeza para mirar y entonces la mujer, rápida como el rayo, alargó la mano y deslizó un dedo con fuerza por la nariz de Olivia. Un botón blanco cayó en su mano. La mujer lo levantó para compararlo con los de la camisa de Pedro. ¡Era de su camisa! Ni siquiera se habían dado cuenta de que le faltaba uno, justo debajo del primero.


Sorprendido, Pedro le dio las gracias y se apresuró a guardarlo en el bolsillo antes de que Olivia pudiese echarle mano.


–Debía estar suelto y me lo habrá arrancado antes, cuando la saqué del corralito –dijo.


Paula se había quedado maravillada de la facilidad con que la pareja se las había apañado para sacar el botón de la nariz de Olivia.


–¿Cómo lo han hecho?


El hombre se ajustó la pajarita con una sonrisa.


–Cuando se han tenido varios hijos uno va adquiriendo práctica, y hay cosas que nunca se olvidan. Ya verán como dentro de poco le van pillando el truco.


La pareja salió del ascensor, dejando dentro a Paula y Pedro. Las puertas se cerraron de nuevo, y Paula apoyó la espalda aliviada contra la pared mientras Pedro llamaba a recepción para decirles que podían cancelar el taxi. Volvieron a subir a la suite, pero antes de entrar se detuvo y se volvió hacia Paula.


–Gracias –le dijo.


–¿Por qué? Me siento como si te hubiera defraudado –murmuró.


Se sentía tan aturdida aún por el susto y la preocupación que no podía ni imaginarse como debía sentirse él, que era el padre.


–Por estar a mi lado. Mi familia siempre está diciéndome que me cuesta mucho pedir ayuda, y es verdad. Soy un hombre orgulloso y me cuesta admitir que no puedo hacerlo todo yo solo. Pero ahora tengo que reconocer que tener a alguien a tu lado hace que las cosas sean más fáciles. Como hoy.


Sus ojos verdes esmeralda la miraban de un modo cálido. Paula necesitaba tanto creer en la sinceridad que veía en sus ojos… Se sentía apreciada, valorada como persona.


–No hay de qué.


Por un momento creyó que iba a besarla, y un cosquilleo recorrió sus labios anticipando el momento, pero Pedro miró a los niños y sacó la llave de la suite.


–¿Te parece que nos cambiemos y preparemos la bolsa con las cosas de los niños para irnos? Aún tenemos toda la tarde por delante.


Paula parpadeó y se quedó paralizada un instante, aturdida. ¿Aún tenían toda la tarde por delante? Ella estaba agotada emocionalmente, sin embargo, la idea de pasar fuera la tarde con Pedro y los niños resultaba demasiado tentadora como para declinar.