El avión descendió hacia una isla más pequeña que tenía una pista de aterrizaje y un muelle con un ferri. ¿Un ferri sólo para pasar de allí a la isla principal? Era evidente que se tomaban en serio lo de la seguridad.
Paula pensó en la clase de vida que había dejado atrás al cortar lazos con sus padres. Era un sensación extraña volver a ese mundo. Pero ya no podía dar marcha atrás y regresar a Charleston. Ni tampoco quería hacerlo. Quería estar con Pedro.
La noche se presentaba llena de oportunidades para Pedro. Había cerrado el trato con Cortez y pasarían el día siguiente planificando y concretando, pero esa noche era una noche para celebrar aquel éxito, y esperaba poder celebrarlo con Paula.
Cerró la puerta del cuarto de los gemelos, que estaba justo al lado del de la niñera. Justo antes de acostarlos había llamado a Pamela, y esa vez, por fin, había contestado. La había oído muy animada, quizá en exceso, y había colgado cuando había intentado pasarla con los niños para que les diera las buenas noches. Había algo raro, pero no sabía qué, y en ese momento lo que ocupaba su mente era volver a hacer suya a Paula.
Entró en sus aposentos, que eran como un lujoso apartamento. A Paula y a él les habían dado habitaciones separadas, pero esa noche esperaba que se durmiera en sus brazos exhausta y satisfecha.
Sin embargo, cuando entró en el dormitorio de Paula sólo encontró su maleta abierta sobre la cama. Entonces se dio cuenta de que se oían las olas y de que las ventanas estaban abiertas de par en par y Paula estaba allí fuera, apoyada en la barandilla.
La brisa del océano hacía que se le pegase el vestido al cuerpo, resaltando sus femeninas curvas.
–Te doy un dólar si me cuentas qué estás pensando –le dijo saliendo a la terraza para apoyarse en la barandilla junto a ella.
Ella lo miró de reojo.
–No quiero que me pagues más dinero por no trabajar. De hecho, desde que hemos llegado aquí no he hecho nada. La niñera se está ocupando de Baltazar y de Olivia, y tengo que admitir que parece que los maneja muy bien.
–¿Habrías preferido que se pusieran a llorar para que fueras tú?
–¡Pues claro que no! Es sólo que… me gusta sentirme útil.
–La mayoría de las mujeres a las que conozco estarían encantadas de pasarse una tarde recibiendo un masaje y haciéndose la manicura –dijo Pedro. Era lo que habían estado haciendo Victoria y ella mientras ellos hablaban de negocios.
–No te confundas: me gusta tanto sentirme mimada como a cualquiera. De hecho, creo que tú también te mereces relajarte un poco –tomó un busca que había dejado sobre la mesa de la terraza y lo levantó–. La niñera puede llamarnos si nos necesita, así que… ¿qué te parece si bajamos a la playa? He pedido al servicio que nos preparen allí algo de comer y de beber.
Tomó su mano y la siguió por los escalones de la terraza que bajaban a la playa.
Paula se quitó las sandalias, esperó a que él se quitara también los zapatos y los calcetines, y caminaron sin prisa de la mano en dirección a la carpa, que se alzaba a unos metros de la orilla del mar.
–Esto es un auténtico paraíso –comentó Paula cuando llegaron–. A lo largo de mi vida he visto muchas mansiones, pero ninguna tan impresionante como ésta, y sobre todo en un entorno tan privilegiado. La realeza sí que sabe.
Entraron en la carpa, donde el servicio había colocado dos tumbonas, y una mesita baja con uvas, queso y vino. Paula se sentó en una de las tumbonas y Pedro siguió su ejemplo.
Paula sirvió el vino, y le tendió una copa antes de tomar un sorbo de la suya.
–Victoria me dijo en el avión que veía en ti a un solitario, como su marido –comentó.
–¿En serio?, ¿un solitario? –repitió él, sin comprender a qué venía eso.
–Tienes familia en Charleston, ¿no? El otro día llamaste a algún pariente para pedirle ayuda cuando te encontraste con los niños en el avión.
–Tengo dos primos, Victor y Carla. Me crié con ellos en Dakota del Norte cuando mis padres murieron en un accidente –le explicó Pedro–. Su coche se salió de la carretera en medio de una tormenta cuando yo tenía once años –añadió antes de apurar su copa de un trago, como si fuera un vaso de agua.
–Lo siento mucho.
–No tienes que sentir lástima de mí. Tuve suerte de tener parientes dispuestos a hacerse cargo de mí –le dijo Pedro–. Mis padres no me dejaron ningún dinero, y aunque mi tío y mi tía nunca se quejaron por tener otra boca que alimentar, me juré a mí mismo que algún día les devolvería con creces todo lo que me habían dado.
–Mírate ahora; es increíble lo que has conseguido.
Pedro se quedó mirando las oscuras aguas y el cielo plagado de estrellas.
–Sí, pero por desgracia ellos también murieron hace años, y ya es tarde. Me ha llevado demasiado tiempo encontrar mi camino.
–Por amor de Dios, Pedro. Pero si no debes tener más de…
–Treinta y ocho.
–¿Y te parece demasiado tiempo? ¡Millonario a los treinta y ocho! –exclamó ella riéndose–. Yo no llamaría a eso demasiado tiempo.
Tal vez, pero todavía le quedaban sueños por cumplir.
–No era lo que pretendía –añadió–. Al principio quería volar con las Fuerzas Aéreas, y llegué a alistarme en la ROTC en la Universidad de Miami, pero tenía un problema de salud que no es un inconveniente en el Ejército más que en las Fuerzas Armadas. Así que terminé mis estudios y volví a casa. Abrí una escuela de aviación y llevaba con mi avioneta a mi primo, que es veterinario, de una granja a otra hasta que nos mudamos a Carolina del Sur. Ahora mi lucha es darle a mis hijos todo lo que yo no pude tener, pero al mismo tiempo enseñarles los valores de la gente humilde.
–Bueno, yo diría que el hecho de que eso te preocupe ya dice mucho de ti como padre, lo consigas o no –dijo ella alargando la mano para apretar la de él.
Pedro se llevó la mano de Paula a los labios y la besó en la muñeca.
–Tú te criaste en un mundo de privilegios pero eres una mujer de principios. ¿Algún consejo que puedas darme?
Paula dejó escapar una risa amarga.
–Mis padres son gente superficial que se gastaron cada centavo que habían heredado en vivir bien. Mi padre llevó a la familia a la ruina y ahora tengo que trabajar como el resto de los mortales para ganarme el sustento, lo cual no es una tragedia ni nada de eso; tan sólo la realidad.
Se quedaron callados un largo rato, mirándose a los ojos mientras él le acariciaba la mano. El ruido de las olas parecía aislarlos del resto del mundo. Pedro se inclinó para besarla, pero de pronto ella lo detuvo, poniendo una mano en su pecho.
–Para.
–¿Qué?
La voz de Pedro sonó algo ronca, porque no se había esperado aquello, pero se quedó quieto. Si una mujer decía que no, era que no.
–Anoche, cuando lo hicimos, dejé que llevaras la voz cantante –murmuró ella levantándose para sentarse a horcajadas sobre él. El calor de la parte más íntima de su cuerpo lo quemaba a través incluso del vestido de algodón de ella y de sus pantalones–. Esta vez, Pedro, soy yo quien está al mando.
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