La tarde estaba siendo perfecta. Había comenzado con un picnic en un parque del siglo XVII cerca del puerto. Los niños habían jugado, habían comido, y se habían manchado todo lo que habían querido.
Luego Pedro había alquilado un coche de caballos para recorrer el casco antiguo de la ciudad al atardecer. Olivia y Baltazar se habían puesto como locos al ver el caballo. Aunque los niños ya tendrían que estar en sus cunitas, Pedro había pagado al conductor para que continuara por la ribera del río. El sonido de los cascos del caballo hizo que los niños se durmieran.
Aquella era una noche tan perfecta que parecía sacada del cuento de Cenicienta. La única diferencia era que Cenicienta tenía un final feliz en el que el príncipe y ella vivían felices para siempre, y para ella aquello sólo era algo temporal.
No podía perder de vista la realidad, ni el hecho de que Pedro Alfonso era un astuto hombre de negocios. Sabía que la deseaba. ¿Podría ser tan retorcido como para estar utilizando a sus hijos para retenerla allí?
Recordó la manera tan intensa en que la había estado mirando unas horas antes, junto a la piscina. Sus ojos habían recorrido su cuerpo con una mirada ardiente, hambrienta.
Años atrás no habría sido incapaz de ponerse en bañador por miedo a que la gente descubriera su secreto y por sus inseguridades. Había superado aquello, pero ante la posibilidad de tener relaciones íntimas con un hombre aquellos temores volvían porque sabía que le preguntarían por qué tenía esas estrías cuando no había tenido ningún hijo. Lo había superado, pero no era algo de lo que la agradase hablar.
Apoyó la barbilla en la cabecita de Baltazar y le preguntó a Pedro, que iba sentado frente a ella con Olivia en brazos:
–¿Qué tal van tus negociaciones con Cortez?
–Parece que vamos avanzando; estamos más cerca de cerrar un trato y mi instinto me dice que hay posibilidades de que consiga añadir a la familia Medina a mi cartera de clientes.
–Bueno, si quiere que sigáis negociando eso tiene que ser buena señal –observó ella.
–Así lo veo yo también –asintió él–. ¿Y tú qué tal has pasado el día? Parecía que estabas divirtiéndote con Victoria.
Los recuerdos de la intensidad con que la había mirado en la piscina y el beso de la noche anterior acudieron a su mente, y la invadió una ola de calor. La brisa jugueteaba con su cabello, desordenándolo. Paula le confesó a Pedro:
–Me siento culpable de llamar a esto trabajo cuando parecen más unas vacaciones.
–Tener que estar pendiente todo el tiempo de dos niños no son vacaciones –apuntó él.
–Pero tú me has echado una mano cada vez que has podido, y Victoria también me ha ayudado mucho hoy.
–Sí, bueno, aunque ninguno de los dos pudimos evitar el incidente de la papilla esta mañana en el desayuno –comentó Pedro riéndose–. Suerte que Cortez es más campechano de lo que esperaba.
Paula cambió con cuidado de postura para que Baltazar estuviera más cómodo.
–Lo de este paseo en coche de caballos ha sido una gran idea –le dijo a Pedro–. A los niños les ha encantado y ahora duermen como benditos.
Pedro sonrió.
–Pasé mucho tiempo en contacto con la naturaleza durante mi infancia, y me gusta que mis hijos disfruten también del aire libre cuando están conmigo.
Ya estaba anocheciendo, y la luz de la luna se reflejaba en las aguas que bañaban el puerto.
–La verdad es que esto es idílico –murmuró ella–: la brisa del mar, el entorno histórico…
–Y el buen tiempo –añadió Pedro–. Me encanta el buen tiempo que hace aquí todo el año.
–Bueno, todo el año… de enero a marzo el viento del océano corta como un cuchillo.
Pedro se echó a reír.
–¡Qué exagerada eres! Para decir eso es evidente que no has estado nunca en Dakota del Norte. A mi tío se le formaban carámbanos en la barba. Del frío.
–¿Me estás tomando el pelo?
–No, en serio. Mis primos y yo salíamos fuera a jugar, hiciera el frío que hiciera; estábamos acostumbrados.
–¿Y qué hacíais para divertiros? –inquirió ella.
–Montábamos a caballo, íbamos de excursión a la montaña, nos deslizábamos por las laderas con nuestros trineos cuando nevaba… Y luego, ya un poco más mayor yo aprendí a pilotar una avioneta y descubrí lo mucho que me gustaba volar.
Paula sonrió. Pedro era mucho más que un hombre de negocios que se había hecho millonario por una idea que había patentado.
–¿Qué me cuentas de ti? ¿Qué querías ser de mayor?
Ella se encogió de hombros y respondió de un modo evasivo:
–Estudié lo que siempre quise estudiar: Historia del Arte
–¿Pero por qué Historia del Arte precisamente?
–Por mi obsesión con buscar la belleza.
Estaban acercándose peligrosamente a aquella parte de su pasado que la incomodaba. Paula señaló un barco con aspecto antiguo, con sus velas y todo, amarrado al muelle, donde se oían música y risas.
–¿Qué será eso?
Pedro vaciló un instante antes de contestar, como si se hubiera dado cuenta de que estaba intentando desviar la conversación.
–Es una réplica de un barco pirata, el Black Raven. Organizan fiestas para niños y adultos –explicó señalando a una pareja vestida con trajes de época que se dirigía allí–. He pensado que algún día podría alquilarlo para organizar la fiesta de cumpleaños de los niños.
Paula se rió.
–Ya te imagino con una camisa pirata, a lo Jack Sparrow. Seguro que estarías más cómodo, sin tener que estar tirándote de la corbata todo el tiempo.
–Vaya, no sabía que se me notara tanto.
Ella se encogió de hombros y se quedó callada.
–Hay un montón de cosas que espero poder enseñarle mis hijos algún día –dijo Pedro. Señaló el cielo–. Enseñarles a distinguir la Osa Mayor. O mi constelación favorita, el cinturón de Orión. ¿Ves esa estrella anaranjada? Es Betelgeuse, una supernova roja.
–Si hubieras nacido antes de que se inventaran los aviones seguro que habrías sido pirata, y habrías surcado los mares guiándote por las estrellas.
–Para volar también es útil conocerlas –le dijo él–. Cuando iba buscando montañistas perdidos y los instrumentos de navegación del avión se estropeaban, Betelgeuse me salvó en más de una ocasión, evitando que me perdiera.
Paula recordó haber leído algo de eso cuando había buscado información sobre él antes de mandarle su propuesta.
–Ah, sí, al principio tu compañía se dedicaba a hacer búsquedas y rescates en la montaña, ¿no?
–Así es. Es lo que más me gustaba. Bueno, y lo sigue siendo –dijo él con pasión.
–¿Y entonces por qué lo has cambiado por el alquiler de aviones privados?
–Por desgracia buscar y rescatar a gente no da mucho dinero; pero ahora que el negocio está yendo bien espero poder crear una fundación en la que me volcaría más, y dejaría el negocio en manos de otra persona
De pronto las piezas del complejo puzzle que era Pedro empezaban a encajar: el millonario, el padre, el filántropo… Y encima era guapo, pensó Paula. Era un auténtico peligro.
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