Agarró el teléfono con un suspiro de resignación y mirando la puerta del baño, ahora cerrada.
–Pau, ¿dónde demonios estabas? Estaba muy preocupado. ¿Dónde está Mia? ¿Está bien?
–Perdona por no haberte llamado, es que he salido del país –le explicó Paula, preguntándose si estaba preocupado por las dos o solo por Mia.
–¿Has salido del país? –repitió como si fuera un crimen imperdonable–. ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Y dónde está mi nieta?
–Conmigo.
–¿Dónde estás?
Sabía que estaba furioso por no poder controlar la situación; si le hubiese pedido permiso para marcharse, no habría habido el menor problema. Normalmente cuando le hablaba así Paula volvía a sentirse como una niña pequeña, pero esa vez solo se sentía molesta.
–Estoy en Varieo, ese pequeño país cerca de…
–Sé dónde está. ¿Qué diablos estás haciendo allí? ¿Es que te han despedido del hotel?
Empezaba a estar algo más que molesta.
–No, no me han despedido.
–No me hables en ese tono, jovencita.
¿Jovencita? ¿Acaso volvía a tener cinco años?
De pronto estalló algo dentro de ella y se dio cuenta de que estaba harta de que la tratase como si fuera una irresponsable.
–Tengo veinticuatro años, papá. Merezco el mismo respeto que tú me exiges a mí. Estoy harta de que me hables de esa manera y de que siempre pienses lo peor de mí. Ya está bien de que me hagas sentir que nada de lo que hago es lo bastante bueno para ti. Soy una persona inteligente y me va muy bien; tengo muchos amigos que me quieren. Así que, si no se te ocurre nada positivo que decirme, no te molestes en volver a llamarme.
Colgó el teléfono y, aunque el corazón estaba a punto de salírsele del pecho y le temblaban las manos, se sentía bien. Se sentía fantásticamente bien.
El timbre del teléfono la sobresaltó. Era su padre. Sintió la tentación de no responder y dejar que saltara el contestador, pero ya que había empezado, lo mejor sería terminarlo.
–Lo siento.
Aquellas dos palabras la dejaron boquiabierta.
–¿Qué?
–He dicho que lo siento –repitió, y parecía realmente compungido.
No recordaba haber oído a su padre disculparse por nada jamás.
–Y yo siento haber levantado la voz –pero entonces se dio cuenta de que no había hecho nada malo–. No, la verdad es que no lo siento. Te lo merecías.
–Tienes razón. No tenía derecho a hablarte así, pero tenía miedo de que te hubiese pasado algo.
–Estoy bien y Mia está bien. Siento haberte asustado. Solo hemos venido a visitar a… unos amigos.
–No sabía que tuvieras amigos allí.
–Lo conocí en el hotel.
–¿Entonces es un hombre?
–Sí. Es… –¿por qué no decirle la verdad? Al fin y al cabo, le daba igual lo que pensara–. Es el rey.
–¿El rey?
–Sí y, lo creas o no, quiere casarse conmigo.
–¿Te vas a casar con un rey? –parecía contento. Por una vez le gustaba algo de ella, pero su alegría no iba a durar mucho.
–No, no voy a casarme con él porque estoy enamorada de otro.
–¿De otro rey? –preguntó con sarcasmo.
–No.
–¿Entonces de quién?
–Del príncipe. De su hijo.
–¡Paula!
Se preparó para escuchar gritos y maldiciones de todo tipo, pero no fue así.
Podía sentir la tensión a través del teléfono, pero su padre no dijo nada.
–¿Estás bien, papá?
–Un poco confundido, la verdad. ¿Cómo y cuándo ha ocurrido todo esto?
No podía culparlo, a veces ella misma no podía creer lo que estaban haciendo.
–Como te he dicho, lo conocí en el hotel y nos hicimos amigos.
–¿Al rey o al príncipe?
–Al rey, a Gabriel. Él se enamoró de mí, pero yo solo le quería como amigo. Gabriel estaba convencido de que si lo conocía mejor, acabaría enamorándome también, así que me invitó a venir a pasar un tiempo a su país. El problema fue que cuando yo llegué había tenido que marcharse y le pidió a Pedro, el príncipe, que me atendiera. Así fue como… bueno, nos enamoramos.
–¿Qué edad tiene ese príncipe?
–Veintiocho años, creo.
–¿Y el rey?
–Cincuenta y seis –dijo y prácticamente pudo oír el horror de su padre–. Otro de los motivos por los que no estaba segura de querer casarme con él.
–Comprendo –fue todo lo que dijo, pero era evidente que quería decir más.
Paula apreció el esfuerzo que estaba haciendo y pensó que quizá debería haberse enfrentado a él mucho antes.
–Entonces deduzco que vas a casarte con el príncipe.
–No, no me voy a casar con nadie.
–Pensé que lo amabas.
–Y lo amo, pero no podría hacerle eso a Gabriel. Es un buen hombre, papá, y ha sufrido mucho últimamente. Él me quiere, no puedo traicionarlo. Me siento fatal porque las cosas hayan salido así, siento que le he fallado. Por no hablar de que esto podría acabar con la relación entre su hijo y él. No podría hacerles algo así a ninguno de los dos. Se necesitan el uno al otro más de lo que me necesitan a mí.
Su padre se quedó callado unos segundos antes de volver a hablar por fin.
–Bueno, veo que has tenido unas semanas muy ajetreadas.
Normalmente aquel comentario habría estado cargado de sarcasmo, pero ahora solo parecía sorprendido.
–Ni te lo imaginas –dijo con una mezcla de alegría y tristeza, que era algo que sentía a menudo últimamente.
–Entonces supongo que no te veré el jueves.
–No, pero volveremos pronto y quizá podamos pasar por Florida antes de ir a casa.
–Me encantaría que lo hicierais –hizo una pausa antes de decir–. ¿Entonces de verdad quieres a ese hombre?
–Sí y Mia también lo adora. Se ha encariñado mucho con él y le encanta estar aquí.
–¿Estás segura de que vas a hacer lo mejor? Marchándote, quiero decir.
–No puedo hacer otra cosa.
–Bueno, cruzaré los dedos para que encuentres otra solución. Pau, sé que he sido muy duro contigo y quizá no te lo diga muy a menudo, pero estoy orgulloso de ti.
Cuánto tiempo llevaba esperando oír eso, sin embargo, al escucharlo se dio cuenta de que su autoestima y su valía como persona no dependían de ello.
–Gracias, papá.
–Es admirable que estés dispuesta a sacrificar tu felicidad por proteger los sentimientos del rey.
–No lo hago para parecer admirable.
–Precisamente por eso lo es. Llámame cuando vayas a venir.
–Lo haré. Te quiero, papá.
–Yo a ti también, Pau.
Colgó el teléfono pensando que era lo más bonito que le había dicho nunca su padre.