Después de una semana de lluvias torrenciales, el cielo por fin se despejó y salió el sol, atrayéndolos al exterior a pesar de lo mucho que Pedro habría deseado pasar un día más en la habitación de Paula.
Dejaron a Mia con Karina, que parecía contenta de tener por fin algo que hacer, ya que Paula se hacía cargo de su hija en todo momento, y salieron los dos juntos en su coche.
–Mi abuelo y yo solíamos salir a pasear por el campo en este coche y me contaba historias de cuando era niño. Él se había convertido en rey con solo diecinueve años; en ese momento a mí me parecía emocionante, pero luego fui dándome cuenta de la responsabilidad que implicaba y empezó a preocuparme que mi padre muriera y yo tuviera que reinar sin estar preparado.
Paula guardó silencio unos segundos.
–¿Qué te parece si en lugar de salir a navegar como habías propuesto, me llevas al campo, adonde ibas con tu abuelo?
–¿De verdad?
–Sí. Me encantaría ver los lugares a los que te llevaba.
–¿No te aburrirás?
Paula se acercó, le agarró la mano y sonrió.
–Contigo, imposible.
–De acuerdo.
Paula parecía disfrutar de cosas tan sencillas como charlar, jugar con su hija o salir a pasear en coche. No pedía ni exigía nada, pero lo daba todo, mucho más de lo que él jamás le pediría. Ni siquiera había imaginado que pudieran existir mujeres como ella. Por eso le parecía tan ridículo haber podido creer que pudiera tener motivos ocultos.
–¿Puedo hacerte una pregunta? –le dijo y, al ver que él asentía, continuó–: ¿Cuándo dejaste de pensar que iba tras la fortuna de tu padre?
Parecía que, además, tenía el don de leerle el pensamiento.
–Cuando fuimos al pueblo y no utilizaste ni una vez la tarjeta de crédito que te dejó mi padre.
Paula lo miró boquiabierta.
–¿Lo sabías?
–Me lo dijo la secretaria de mi padre porque estaba preocupada.
–La verdad es que ni siquiera la he sacado del cajón.
–Si no hubiese bastado con la tarjeta de crédito, me lo habría confirmado el modo en que reaccionaste cuando te regalé los pendientes.
Ella se llevó la mano a las orejas.
–¿Por qué?
–Porque nunca había visto a una mujer emocionarse tanto por un regalo de tan poco valor.
–Lo que importa es que me los compraste porque quisiste, porque sabías que me gustaban, no porque estuvieses intentando ganarte mi cariño. Me compraste los pendientes porque eres amable.
–Yo no soy amable.
–Claro que lo eres –aseguró ella, riéndose–. Eres uno de los hombres más amables que he conocido.Tengo la sensación de estar tentando a la suerte quedándome tanto tiempo porque en cualquier momento alguien podría darse cuenta de lo que está pasando y la noticia podría llegar a oídos de Gabriel. No quiero hacerle daño.
Tampoco él quería hacer daño a su padre, pero cada vez le resultaba más difícil la idea de dejarla marchar.
–¿Y si se enterara? Entonces a lo mejor no tendrías que marcharte, podríamos explicárselo y hacérselo comprender.
Paula cerró los ojos y suspiró.
–No puedo, Pedro. No podría hacerle eso, ni a él ni a ti. Jamás me perdonaría haberme interpuesto entre vosotros.
–Acabaría superándolo. Estoy seguro de que no le costará tanto cuando vea lo mucho que significas para mí.
–¿Y si no es así? No estoy dispuesta a correr ese riesgo.
Si fuera como las mujeres que había conocido hasta entonces, no le habría importado quién saliera perjudicado. Pero claro, entonces él no se habría enamorado de ella. También sabía que si había decidido marcharse, nada podría hacerla cambiar de opinión.
Esa obstinación suya era muy frustrante, pero también admirable. Le gustaba que siempre le desafiara y lo obligara a ser sincero. La amaba demasiado como para correr el riesgo de hacer algo que provocara que ella dejara de respetarlo.
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