Volvieron al palacio después de un paseo de tres horas en el coche y de una breve parada en un pequeño pueblo para comer. Pedro la acompañó a la habitación de Mia, donde descubrieron que acababa de quedarse dormida.
–Avísame en cuanto se despierte –le pidió Paula a Karina, luego se volvió hacia Pedro y le lanzó una de esas miradas que no dejaba lugar a dudas sobre sus intenciones.
Pero esa vez Pedro propuso que fueran a su habitación, en lugar de a la de ella.
–Pero, Pedro, si alguien nos viera entrar juntos…
–Esa zona del palacio es completamente privada. No tenemos por qué hacer nada, excepto hablar, y podríamos dejar la puerta abierta si tú quieres.
–No sé.
A pesar del riesgo que existía de que los viera algún empleado, Pedro la agarró de la mano.
–No nos queda mucho tiempo. Dame la oportunidad de que al menos comparta contigo una parte de mi vida.
La vio ablandarse frente a sus ojos y finalmente sonrió.
–Está bien.
Los empleados con los que se cruzaron por el camino hacia su habitación se limitaron a saludarlos con una inclinación de cabeza, sin ningún tipo de mirada sospechosa.
–¡Vaya! –exclamó Paula en cuanto abrió la puerta–. Pero esto es todo un apartamento.
–Tiene cocina, despacho, salón y dormitorio.
–Es muy bonito –se volvió hacia él–. Ya puedes cerrar la puerta –otra vez tenía esa mirada.
–Pensé que habíamos dicho que…
–Cierra la puerta, Pedro. Con llave.
Pedro obedeció y luego fue hasta ella, que le pasó la mano por el pecho lentamente antes de empezar a desabrocharle la camisa.
–¿Entonces has cambiado de opinión?
–Puede que sea por el peligro, pero cuanto más nos acercábamos, más excitada estaba –se puso de puntillas y lo besó en la boca–. Y a lo mejor es porque cuando estoy a solas contigo, no puedo controlarme. Sé que está mal, pero es superior a mis fuerzas. Soy una persona horrible, ¿verdad?
–Si lo eres, yo también lo soy –porque el sentimiento era mutuo–. Puede que eso quiera decir que nos merecemos el uno al otro.
Entonces la levantó del suelo y se la echó al hombro, a lo que ella respondió con un grito de sorpresa y con una carcajada.
–¡Pedro! No es que me importe, pero, ¿qué haces?
–Es para demostrarte que no soy tan amable como tú crees –le dijo mientras la llevaba al dormitorio.
–Me queda claro –dijo Paula en cuanto la dejó en el suelo, luego le puso las manos en los hombros, lo tiró de espaldas sobre la cama y lo besó apasionadamente.
Cada vez que hacían el amor pensaba que era imposible que fuera mejor que la anterior, pero Paula siempre acababa superándose. Parecía saber qué tenía que hacer para volverlo completamente loco. Era una amante atrevida, sexy y segura de sí misma. Si había un amante ideal para cada persona, estaba claro que él había encontrado la suya.
Claro que quizá no fuera tanto por sus dotes como amante como por el amor y el cariño que había entre los dos. Estaba pensando eso cuando notó su mano colándosele bajo los pantalones y agarrándole la erección, y apenas pudo seguir pensando. Solo pudo preguntarse cómo sería esa vez, lento y tierno o rápido y apasionado. O quizá pondría esa mirada traviesa y haría algo por lo que muchas mujeres se sonrojarían.
Paula se sentó encima de él y se quitó el vestido.
Rápido y apasionado, pensó él con satisfacción mientras ella bajaba sobre su erección y comenzaba a sentir ya su interior caliente y húmedo. Entonces tuvo que dejar de pensar hasta que, después de alcanzar juntos el clímax y quedar rendidos el uno en los brazos del otro, se dijo a sí mismo que tenía que haber una manera de convencerla para que se quedara.
Pero al mismo tiempo, su conciencia le planteó una nueva duda: ¿para qué?