La joven se acurrucó contra el pecho de Alfonso. Se suponía que era profesora de ciencias: debería saber todo lo que ocurre en el cuerpo humano, con eficiencia y seguridad. Pero no comprendía por qué las sensaciones que le producía Pedro eran tan maravillosas.
—Te quiero —susurró Paula.
—¿Qué dices? —preguntó atónito, Pedro, sin poder creer lo que estaba oyendo.
—Te quiero —repitió ella, rápidamente—. Y me iré contigo a Seattle o Nueva York, si es necesario. No te prometo que encaje muy bien en tu estilo de vida, pero lo voy a intentar. Entonces, ¿te vas a casar conmigo, o no?
Alfonso miró a Paula, que esperaba su contestación con la barbilla desafiante, preparada para oír tanto un sí, como para aceptar un posible rechazo.
Pedro no sabía si reír, o si zarandearla.
—Por supuesto que vamos a casarnos. Por cierto: ¿te he dicho que te quiero?
—¿Sí? —pronunció Paula, llena de alegría y con los verdes ojos, más brillantes que nunca.
Alfonso jamás pudo imaginar que existiese una mujer tan llena de vida y tan valiente. ¡Para colmo, ambos estaban hechos el uno para el otro!
—Te amo, Paula. He sido muy terco hasta que lo he aceptado. Si no te hubiera conocido subida en aquel árbol, me habría perdido lo mejor de la vida. Por mucho dinero que hubiera ganado, no habría sido igual. Quiero que veamos a nuestros hijos crecer en el rancho, es lo mejor que les podemos ofrecer —dijo Pedro, acariciando sensualmente los ojos y los labios de su prometida.
—¿Nuestros hijos?
—Claro, un montón de ellos —contestó Alfonso, rápidamente—. ¿Acaso no te gusta la idea?
—Sí, por supuesto.
—Pero tendrás que permanecer tranquila cuando estés embarazada y te dejarás cuidar con esmero. En ese sentido, sé que soy muy tradicional.
—Sí, verdaderamente, eres un poco dinosaurio: el embarazo no incapacita a las mujeres para seguir con sus actividades profesionales —replicó Paula, muerta de risa.
—¡Querida, no estoy bromeando!
—De acuerdo, tendré cuidado.
Aunque le hiciera caso, Pedro estaría alerta por si acaso. ¡Era tan independiente!
—Además, no vamos a vivir en una ciudad —ordenó el joven—. Detesto las ciudades. Son el polo opuesto de lo que necesitan los niños para crecer saludablemente.
—No odias la ciudad —insistió su prometida—. Recuerdo perfectamente que dijiste que detestabas los pueblos pequeños; la verdad es que no te entiendo.
—No me gustan las ciudades grandes, pero lo bueno que tienen es que no hay tantos cotillas siguiéndote la pista en cada instante. Por otra parte, la ciudad es la mejor plataforma para adquirir reputación. De ese modo, lograría mi sueño dorado: dejar de ser un chico de segunda en un barrio equivocado.
Paula le tomó la cara con las manos y le dio un beso largo y lleno de ternura.
—No tienes nada que demostrar, ni a mi ni a nadie. No vas a volver a ser una persona de segunda, en la vida. ¿Comprendido, Pedro Alfonso?
Pedro respiró con más libertad, tras las palabras de su prometida. Ella lo amaba y creía en él. Las demostraciones no eran necesarias entre los dos.
—De acuerdo —aceptó Alfonso, mirándola a los ojos—. Viviremos en Montana y no quiero oír ni una queja al respecto.
—Pero…
Alfonso llevó a Paula al balancín del porche porque desde allí estaban libres de cualquier mirada por parte de los trabajadores del rancho.
—Supongo que tendremos grandes discusiones —sonrió Pedro, abrazando más fuerte a su prometida.
Paula le sonrió a su vez con deseo y eso hizo que Alfonso sintiese necesidad y ternura, al mismo tiempo.
—¿Estás preocupado por las peleas? —le preguntó Paula a su prometido.
—En absoluto. Alguien me dijo que el truco consiste en desear la reconciliación, más que nada en el mundo —dijo Pedro, desabrochando un botón de la camisa y besándole el hombro.
—Creo que esto se va a poner divertido —adujo Paula, guiñándole un ojo al joven.
—Por supuesto que sí. Vete practicando la manera de resolver nuestros enfrentamientos… —propuso Pedro, besándola de nuevo en el hombro.
De pronto, se oyó un ruido.
—Ejem…
Paula descubrió a sus abuelos, por encima del hombro de Pedro.
—Hola, abuelos. Estaba hablando con Pedro y…
Alfonso se echó a reír y su prometida le dio un golpe en el pecho.
—Supongo que estaréis celebrando una nueva fiesta de compromiso —dijo Eva, con las manos en las caderas.
—Pero si ya hemos tenido una —respondió Paula, sintiéndose culpable.
—Esta vez será distinto. Haremos una gran fiesta para un compromiso auténtico.
—¿Ya sabíais que todo había sido una comedia? —quiso saber Paula.
—Pues claro que lo sabían, querida. ¡No ves que son personas inteligentes! —dijo Alfonso con énfasis.
—Pero como no dijiste nada cuando accediste a vendernos el rancho…
Samuel se excusó.
—Tu prometido tenía razón. Debí venderte la hacienda hace tiempo.
—O sea que ya sabías que nuestro compromiso era falso, cuando estuvimos hablando esta tarde y, por fin, me cediste el relevo del rancho —dijo Paula.
—Sí, me lo dijo Pedro cuando estuvimos charlando sobre el futuro de la finca —reconoció Samuel.
—¿Por qué no me lo habías dicho antes, Pedro?
—De verdad que lo intenté, pero no me diste la oportunidad de contártelo.
La vaquera no tuvo más remedio que excusarse.
—Lo siento, es verdad que no quise oír tus argumentos.
—No importa. Finalmente parece que todo se ha resuelto felizmente —exclamó Alfonso, sonriendo abiertamente.
—¿Entonces estáis prometidos de verdad, esta vez? —quiso saber Eva, con ansiedad.
—Sí, abuela —contestó la nieta besando a su prometido, alegremente.
—Y fueron precisos doce días para tomar la decisión, siete más que para tus abuelos —bromeó Alfonso—. Nuestros hijos se divertirán cuando se lo cuente.
Ambos intercambiaron una mirada de complicidad.