La acusación de Pedro la había herido. Era cierto que lo único que le interesaba en la vida era el rancho. Por otra parte, Alfonso le había dicho que estaba loco por ella. Eso le sonaba a sexo sin amor. Aunque la verdad era que ella también lo deseaba con toda su alma.
Instintivamente, había guiado al caballo a su lugar favorito: la roca donde había pasado la noche con su prometido. Recordaba las palabras de amor y las caricias que se habían prodigado mutuamente. Siempre había soñado encontrar al hombre de su vida, pero Alfonso no se parecía demasiado al prototipo. Era frío, calculador y además, posesivo y celoso.
Pero lo amaba.
—¿Qué voy a hacer? —suspiró Paula, hecha un lío—. ¿Qué pasaría si lo aceptase como socio y como marido?
De repente, supo con claridad que aunque tuviese que elegir entre el rancho o él, se quedaría con él, porque la tierra de sus ancestros no significaba nada sin el amor.
—Dime algo —le dijo Paula a Pedro, que estaba esperándola en el porche.
Estaba serio, ¡tan sólido y real! Sin duda, esperaba la respuesta de la vaquera.
—¿Qué es lo que me tienes que decir?
—¿Habrías venido a Montana si hubieses sabido lo que nos iba a pasar?
Pedro hizo un gesto de amargura.
—Depende de lo que me digas en los próximos cinco minutos. De todas formas, te aviso que yo también soy testarudo y no me quedo arrinconado por nada…
—Lo sé —contestó Paula, metiéndose las manos en los bolsillos.
Era una experta domando caballos y llevando el negocio del rancho, pero era muy torpe en el amor. Y Pedro era sensacional: gustaba a todo tipo de mujeres.
El rancho la había alejado de los peligros que acarreaba el hecho de estar enamorada. Pero, sobre todo, de la alegría. No podía olvidar la alegría que había sentido al estar en los brazos de Alfonso, aunque, por otra parte, el amor había resultado ser verdaderamente traumático. El romanticismo se había evaporado, hasta agotarse.
—Bueno, querida —dijo Pedro—. Puede que no sea el marido perfecto pero estoy dispuesto a intentar cambiar mi forma de ver el matrimonio. ¿Qué te parece? ¿Estarías dispuesta a compartir el sueño de tu vida?
—Yo… —murmuró Paula.
No podía articular palabra. Él no le había dicho todavía que la amaba, pero ella sabía que estaba loca por él. Ese estado de enamoramiento la asustaba terriblemente. Después de todo, ella no era ni rubia ni sofisticada…
Pedro le tomó la mano entre las suyas, tiernamente. Ella sabía que las estaba observando detenidamente: los dedos eran finos y delicados, pero no se había arreglado las uñas. En un rancho, la manicura no tenía razón de ser… Paula no estaba segura de poder vivir en Nueva York, por mucho que lo intentara. Estaba claro que no era el tipo de persona que disfrutase prodigándose en todas las fiestas, con modelos de diseñadores famosos.
Alfonso apretó un poco mas las manos de la futura ranchera.
—¿Sabes una cosa? No podría casarme con una mujer del estilo de Saul —dijo Pedro, tomando un mechón de pelo color canela—. Las rubias sin sustancia son perfectas para el instituto, pero yo preferiría el castaño rojizo de una mujer de verdad, que fuese el amor de mi vida.
—Pero… —quiso decir Paula.
—Yo buscaba una pareja que fuese reservada y elegante. Sin duda estaba pensando en Grace Kelly. Como realmente no quería tener esposa, lo idóneo era pensar en una mujer distante y fría, como la actriz.
—Podrías haber elegido entre cientos de mujeres —comentó su acompañante.
—Eso es algo halagador, pero no del todo cierto —repuso Pedro, mientras le acariciaba la palmas de las manos—. Sigamos… yo ansiaba la sofisticación. Pero hay muchas maneras de ser sofisticada. Por ejemplo, apreciando a la gente tal y como es, consolando a Gabriela Scott a pesar de haberse portado mal previamente.
—Oh… ¿Estuviste escuchándonos cuando estuvimos hablando? —preguntó la vaquera poniéndose colorada, pero sintiendo una punzada de satisfacción en el pecho.
—Sí, os estuve espiando. Te portaste fenomenal, siendo tan comprensiva con una persona que no se lo merecía…
—Estaba realmente triste; creo que se ha enamorado sinceramente de Claudio.
—¡Eso sería un milagro! —comentó Alfonso divertido, en vez de mostrarse sarcástico—. ¿Te das cuenta de que esa lista era para gente sin la más mínima intención de casarse? No estaba hecha para nosotros dos.
—Y entonces, ¿qué piensas de que sea tan emocional?
Pedro la estrechó entre sus brazos fuertemente, sin apenas dejarla respirar. El contacto de sus cuerpos hizo que Paula sintiera una sensación nueva aunque muy placentera, en su interior. Además, Alfonso estaba sonriendo porque en cuanto a sensaciones, los dos iban en el mismo barco.
—Pedro —arguyó desesperadamente, la vaquera—. No quiero que sigas acariciándome.
—Oh, pensé que era parte de la imperancia de tus emociones. Además sé perfectamente que me deseas y que eres incapaz de ocultar tus sentimientos. ¡Eres tan honesta, Paula! —Alfonso se puso serio y la besó sensualmente en el cuello—. No eres como mis padres: ellos nunca fueron honestos entre sí.
—No estoy muy convencida de ser tan honesta.
—Claro que lo eres —repuso Pedro.
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