domingo, 11 de abril de 2021

FARSANTES: CAPÍTULO 60

 


—Paula dice que soy un viejo estancado en el pasado y que por eso no quiero venderle el rancho —dijo Samuel Harding, caminando al mismo paso que el caballo de Pedro.


—¿Es ésa la verdad? —preguntó Alfonso.


—No. Quiero a todos mis nietos por igual, pero Paula es distinta. Tiene verdadero apego a estas tierras.


—Entonces, ¿por qué no le ha vendido usted la propiedad? —quiso saber Pedro—. Usted, que la comprende mejor que nadie, debería haberle hecho caso, vendiéndole la hacienda hace tiempo.


Samuel sonrió débilmente.


—Quiero a este rancho. Pero la vida aquí es muy dura en muchas ocasiones. Para un hombre ya es difícil encontrar a una media naranja con quien compartir su vida. Para una mujer, es prácticamente imposible. Puede que el mundo haya cambiado mucho, pero aquí lo que te digo sigue siendo complicado. Si Paula y Augusto se hubiesen casado, las cosas habrían sido distintas. Pero nunca han tenido una relación más allá de la amistad.


—Ah —murmuró Pedro, comprendiendo de pronto los motivos por los cuales el abuelo no quería vender su finca a Paula. Lo que quería era que compartiera su vida con un hombre que la apoyara en todo momento. Y, por supuesto, no es que dudara de la capacidad de la joven vaquera para los negocios.


Pero con esa conversación, Alfonso no quería ganar puntos con Samuel, sino asegurar con su colaboración el traspaso de la propiedad a manos de Paula.


Pedro nunca haría daño a la vaquera, ni al rancho. Sin embargó, podía ayudarla a financiar los costes de la hacienda, si las cosas iban mal. En efecto, no todos sus clientes eran detestables: algunos apostaban por nuevos negocios, rebosantes de futuro.


Pedro siguió hablando con Samuel.


—La verdad es que no estamos prometidos. Todo comenzó con una broma, pero la noticia se extendió rápidamente —dijo Pedro, tristemente—. Yo estoy enamorado de ella y ella de mí, pero no nos ponemos de acuerdo. Ella sólo piensa en el rancho. Usted dijo que quería retirarse pronto: yo tengo en el banco una suma suficiente para pagar la compra de la propiedad. Me gustaría que accediese a vender el rancho a su nieta, cuando acabe el verano.


—¿Y si no os ponéis de acuerdo?


Alfonso hizo un gesto amargo.


—Bueno creo que tendrá que concederme una oportunidad, igual que a Paula con la finca. Ella se lo merece, al margen de que nos casamos o no.




FARSANTES: CAPÍTULO 59

 


Había sido un imbécil no siendo consciente de ello, con anterioridad. Si algo le ocurriese a Paula, Alfonso se moriría de pena. No quería verla en peligro de nuevo.


Entró en la cuadra y vio a la joven vaquera pasando un paño húmedo por todo el cuerpo del potro, diciéndole constantemente cosas en un tono suave y reconfortante. Al parecer, lo que había ocurrido en el patio no había sido nada excepcional. Formaba parte de la rutina del rancho.


De pronto, le volvió a la memoria la frase que más agobiaba a Paula. «No quiero tener que elegir entre el rancho y tú». Él tampoco quería que la vaquera hiciese una elección que le pudiese partir el corazón. El rancho formaba parte de la identidad de Paula, como su nombre y su sonrisa. Viviendo fuera del rancho, Paula no sería la misma mujer de la que se había enamorado.


Pero, ¿cómo iba a poder vivir tranquilo sabiendo que el peligro era parte de su trabajo? ¿Y qué iba a ser de sus planes para el futuro, como trasladarse a Nueva York? Si esa meta le parecía poco atractiva, tampoco se sentía lo suficientemente seguro de querer vivir en Montana.


Después de un buen momento, Paula se dio la vuelta y se dirigió a Pedro.


—¿De qué hablabais Augusto y tú? ¿De fútbol o de algo más interesante todavía?


—Le pregunté que si necesitabas ayuda y me contestó que en absoluto.


—Tenía razón.


—Sí, claro —comentó Pedro, un poco asustado todavía.


La vaquera seguía acariciando el morro del potro.


—Tú eres como mi abuelo: piensas que una mujer no puede hacer frente al trabajo de un rancho.


—Yo no pienso eso. Tampoco creo que lo piense Samuel. ¿Te has planteado alguna vez, que lo que quiere es protegerte, o protegerse él mismo por si alguna vez te haces daño de verdad?


—No necesito protección.


—Puede que tú no, pero un padre de familia serio sí protege a su familia. ¿Qué pasaría si estuvieses embarazada? Si piensas que tu marido de dejaría zambullirte en una estampida de vacas o atravesar una ventisca espantosa para ir a alimentar al ganado, estás muy equivocada.


Paula lo miró atónita.


—¿Que qué? —farfulló la vaquera.


—Tú me entiendes perfectamente.


—Bueno, me encantaría tener un socio, no un castillo con mazmorras.


La vaquera siguió al lado del potro para que aprendiera a reconocerla por el tacto y el olor. A él también le había conquistado Paula por su tacto y por su olor, por su risa y su calor. Sobre todo, por el deseo que sentía hacia ella desde el primer día que la conoció.


Pedro sintió dolor y suspiró. Aunque ya se habían dicho todo y ya no quedaban palabras para evitar la ruptura, Alfonso quería que Paula alcanzase sus sueños, aún sin compartirlos con ella.


—Querida, ¿dónde está tu abuelo?


—Creo que salió a dar una vuelta. ¿Por qué?


—Por una cuestión de negocios que tengo que consultarle.


—¿Negocios? —preguntó la vaquera, extrañada.


—Sí —murmuró Pedro, que se dio prisa en sacar a su montura para ensillarla.


El caballo y él habían hecho buenas migas, de modo que después de ponerle la silla, el animal solicitó un premio como era costumbre.


—Ahora mismo te doy una zanahoria —le dijo Alfonso al equino.


En una esquina del establo había un barril lleno de manzanas y zanahorias para premiar a los caballos. Se trataba del último detalle que había incorporado Paula. Como esta idea, cada temporada la vaquera venía llena de nuevas propuestas para hacer más agradable y divertida la vida de los turistas. Con toda certeza, Samuel Harding sabría lo importante que era la aportación de su nieta en la buena marcha del negocio turístico. En el caso de que lo ignorara, Pedro se lo iba a recordar.


—Mi oferta sigue en pie —dijo secamente, Paula, mientras que Pedro estaba listo para salir cabalgando.


—¿Qué oferta?


—Llevarte en avioneta a Rapid City.


Alfonso se sintió mejor, comprobando que no era el único de los dos que estaba confuso y preocupado por el futuro.


—Gracias, pero todavía me quedan dos semanas de vacaciones y pienso aprovecharlas al máximo en Montana.


—En tu caso, lo más inteligente sería marcharse lo antes posible —dijo Paula cáusticamente.


—Pues lo siento, me pienso quedar aquí —replicó Pedro a su vez.



FARSANTES: CAPÍTULO 58

 


De pronto, apareció en el patio Augusto Steele con un camión para transportar caballos.


—Hola, Paula. Traigo un regalo para ti.


Antes de reunirse con Augusto, la vaquera le dirigió una larga mirada a Pedro, con verdadero dolor.


—Por favor, Paula… —trató de retenerla Alfonso.


—No —dijo tristemente la vaquera—. El juego ya se ha terminado; tengo que volver a las tareas cotidianas.


Pedro estaba acostumbrado a conquistar casi todo lo que se proponía. Pero Paula era diferente: no se trataba de un trofeo o de una buena remuneración ingresada en el banco.


Mi mundo…tu mundo… Parecían vivir en planetas distintos.


Caminando tristemente, Pedro se acercó al camión de Augusto.


—Lo eligió tu abuelo —dijo Steele, abriendo la parte de atrás del vehículo—. Es tu regalo de cumpleaños. No te lo dimos ayer porque con tanta gente, el potro se iba a asustar.


El joven ranchero sacó al caballo para que lo vieran: era un semental con largas patas, de un brillante color cobrizo.


—Oh, Augusto. Es precioso —exclamó Paula, impresionada.


—No está domado del todo, pero me imaginé que tú te encargarías de ello.


El dolor que sentía la vaquera, se suavizó mientras le hablaba al potro.


—Ven aquí, precioso —murmuró Paula en un tono cariñoso pero firme.


El semental se dejaba acariciar notando el particular olor de la que iba a ser su ama. Parecía mentira que un animal de su envergadura, dependiese de una caricia en el morro…


—Buenos días, Alfonso. Si Paula no estuviese tan ansiosa de ocuparse del rancho de Samuel, la contrataría para que domara los caballos de mi propiedad.


Paula iba a dejar al semental en su cuadra, cuando de repente un barullo de ladridos y maullidos se produjo a su paso. Al cabo de unos segundos apareció Bandido, contrariado.


El potro se asustó y se levantó de patas por encima de la vaquera.


Alfonso, horrorizado se lanzó para ayudarla, pero Alfonso se interpuso en su camino.


—Estás loco —gritó Pedro—. ¡La va a matar!


—Maldita sea… espera y verás.


En efecto, Paula ya se las había arreglado para tranquilizar y dominar al joven semental, que aún se movía dubitativamente, de un lado para otro.


—No te portas bien, ¿eh? —siguió diciéndole cosas cariñosas, pero regañándolo al mismo tiempo; la vaquera le acarició el morro y el cuello, como si no hubiera ocurrido nada—. Pero si son Bandido y Pidge: lo más seguro es que Bandido habrá querido conocer a los gatitos de Pidge, y ella no estaba por la labor.


El semental levantó la cabeza, asintiendo a lo que le decía su nueva ama.


—Tienes que llevarte bien con Bandido, porque vamos a trabajar juntos y él te puede enseñar muchas cosas —siguió diciendo Paula al potro, mientras ambos se encaminaban a la cuadra.


—Tendrás que acostumbrarte a situaciones como éstas —le comentó Augusto a Pedro—. Paula está acostumbrada a hacerles frente con toda tranquilidad.


—Pero podría haberla herido —dijo Alfonso, asustado.


—Esto es un rancho, no una boutique… O sea que es mejor que te vayas acostumbrando —comentó Augusto, secamente.


—¿Que me acostumbre? —se indignó Pedro—. Cómo se ve que tú no estás enamorado de ella: no pienso dejar que mi mujer sea víctima de un maldito caballo a medio domar.


—Lo que quiero decir es que Paula jamás se casará contigo si no puedes vivir en el rancho. Y ahora si me disculpas, tengo que marcharme a casa.


Pedro golpeó una valla con el puño y no pudo evitar que la adrenalina se le disparase por las venas. El corazón le había dado un vuelco cuando vio al caballo sobre Paula.


Pedro se dio cuenta de que ella significaba mucho para él. Era lo más importante de su vida…



sábado, 10 de abril de 2021

FARSANTES: CAPÍTULO 57

 


—Hola Pidge —saludó Paula al gato. Escondido entre un montón de paja, al fondo de la cuadra, descansaba el felino con sus crías.


—No pasa nada, Pidge. Sólo quiero ver a tus hijitos, no te los voy a quitar.


—Por fin has encontrado el escondite —dijo Pedro detrás de ella, haciéndola sobresaltarse.


Había sido fácil esquivar a Alfonso mientras que los invitados estuvieron despidiéndose. Gabriela se había marchado también, suspirando por Claudio. A Paula le dio pena, aunque sabía que para su hermano se trataba de una liberación.


—¿Por qué se llama Pidge la gata? —quiso saber Pedro.


—Porque tiene seis dedos en las patas, como los pichones —respondió Paula, notando el cálido hálito de la presencia masculina.


—Ah —murmuró Pedro, tomando el brazo de la vaquera.


Se había reprochado toda la noche el hecho de haber sido tan idiota con ella.


Paula era mucho más sensible y honesta que sus propios padres. Era especialmente cariñosa con todas las personas que necesitaban consuelo… como con la insensata de Gabriela. Había estado escuchando su conversación, espiándolas detrás del porche.


—Querida, me he portado contigo como un imbécil.


—Tienes razón —respondió la vaquera.


—Pero es que cada vez me siento más y más acorralado —se lamentó Alfonso.


—¿Acorralado? No tienes más que pedírmelo y, en cuanto quieras te llevo en la avioneta a Rapid City.


Pedro le acarició los brazos, deseando abrazarla con ternura.


—No lo entiendes, cuanto más cerca estamos, más me preocupo por ti. Y eso me da mucho miedo, Paula.


La vaquera se quedó tanto tiempo en silencio, que Pedro no sabía si estaba enfadada o muerta de vergüenza ajena.


—¿Cómo crees que me siento yo? —dijo finalmente Paula.


—Por lo menos eres más honesta que yo.


La vaquera rió, con amargura.


—No es que quisiera flirtear. Simplemente quería actuar como lo he hecho siempre, haciendo que la gente lo pasara bien, sin preocuparme de nadie más.


—¿Por qué? —quiso saber Pedro.


Paula lo miró incrédulamente.


—Porque eres un hombre especial y no podría elegir entre el rancho y tú. No quiero pasarme el resto de mis días amando a un hombre que no me puede corresponder.


—Lo siento —dijo Alfonso.


Mientras Paula salía del establo, siguió hablando.


—Guárdate tus excusas. Se acabó. Vuelve a Seattle y yo me ocuparé de deshacer el entuerto de nuestro compromiso.


—No —respondió Pedro, indignado.


La vaquera lo miró con sorpresa.


—Puede que sea un poco torpe y lento, pero no soy un cobarde. Tendríamos que sincerarnos para saber qué es lo que sentimos el uno por el otro.


—Yo ya sé lo que piensas de mí: soy demasiado dramática y excesivamente emocional para ser tu esposa. Pero, cielo santo, soy una mujer de carne y hueso, ése es el problema.


—Pero Paula, estábamos discutiendo y dije unas cuantas tonterías.


—Pero en el fondo eso es lo que piensas de mí —concluyó la vaquera, mostrando signos de cansancio, más que de cólera—. A veces, el matrimonio es algo complejo. No se trata de algo delimitablemente perfecto. ¿Tú crees que mis abuelos nunca han discutido? Pues se pelean y se reconcilian, sabiendo que, probablemente, se volverán a pelear en otra ocasión.


—Pero si has planeado…


Paula le cortó la palabra.


—No, mira. Muchas veces, las discusiones se plantean intempestivamente. Pero lo que sí es algo planeado es la intención de reconciliarse, porque no puede haber en el mundo nada más importante que vivir con tu pareja.



FARSANTES: CAPÍTULO 56

 


—¿Paula?


Paula se quedó de piedra cuando identificó la voz de Gabriela Scott. Ahora se iba a librar del juego de Pedro. Le iba a contar que no estaban realmente comprometidos para que ella aprovechara aún más sus armas de mujer…


—¿Sí, señorita Scott?


Pedro me dijo que no te encontrabas muy bien. La verdad es que necesitaba hablar contigo y pensé que si no te importaba…


Su voz sonaba como si estuviera triste. Pero triste de verdad.


Paula miró a la otra joven y vio que tenía marcas de haber estado llorando.


—¿Qué te pasa? —le preguntó a su clienta.


—Siento haber subido hasta aquí para molestarte. Has sido tan amable conmigo y yo, me he portado tan mal contigo… Se trata de Claudio.


Paula pestañeó, sorprendida.


—¿Qué pasa con Claudio? —preguntó la vaquera.


—Estoy enamorada de él, pero él no quiere casarse conmigo.


—Oh, ¿sí? —dijo la vaquera, sin poder imaginar a su hermano con Gabriela al lado—. ¿Has intentado hablar con él del asunto?


—Muchas veces. No puedo creer que me haya enamorado de él. Papá no aprobaría nunca nuestra relación.


Paula tenía ganas de mandar a la porra al papá de Gabriela…


—¡Me temo que Claudio no es la persona que esté más a favor del matrimonio!


Pedro era igual, hasta que te lo propuso a ti.


—Pero no es lo mismo.


—La idea de que nos casáramos fue de papá, porque así, él no podría abandonar nunca la compañía —explicó Gabriela—. Ya sé que no estuvo bien por mi parte perseguirlo y fastidiarle las vacaciones, pero ahora que se va a casar contigo, espero que no me guarde rencor.


—Por supuesto que no —dijo Paula, intentando ser comprensiva.


—Te seré sincera —continuó Gabriela—. Pedro siempre me ha asustado un poco. Es tan inteligente y controvertido con todo lo que hace… Estará mucho mejor contigo puesto que tú también eres inteligente; así podréis tener conversaciones interesantes.


Paula se mordió el labio, preguntándose qué podrían tener en común una joven de la alta sociedad con Claudio y, de qué podrían hablar Pedro y ella, a parte de lanzarse insultos…


—Necesito a mi lado a alguien más básico que Pedro y Claudio es el hombre más adecuado.


En eso Gabriela tenía razón: realmente Claudio era un tipo muy sencillo… ¡Desde luego, el amor era algo impredecible! Te llevaba a hacer tonterías y rarezas, perdiendo la razón.


Paula lo sabía, por experiencia: se había enamorado de Pedro, a pesar de haberlo evitado por todos los medios. Por lo menos era consciente de ello.


En esos momentos, su caso era como el de Gabriela. Ambas se habían enamorado de dos hombres que no creían en el matrimonio y que vivían en mundos ajenos a los suyos.


Sacudiendo la cabeza amargamente, Paula le daba palmadas en la espalda a Gabriela, para consolarla. No sabía muy bien qué decirle. Estaba claro que Claudio no iba a abandonar su vida de soltero por ninguna mujer, y menos aún, por una joven cosmopolita con más dinero que inteligencia. Aunque fuera su tipo y estuviesen enamorados, su hermano mayor no podría mantener a su familia, con el sueldo de vaquero.


—No sé qué hacer —dijo Gabriela, llorando sinceramente—. Sería capaz de quedarme a vivir en Montana, si fuese necesario.


Paula seguía pensando que aquella joven no tenía dos dedos de frente… pero al fin y al cabo se trataba de una mujer agradable.




FARSANTES: CAPÍTULO 55

 


Aquella noche, Pedro estaba apoyado en la pared del establo, mordisqueando una paja. Se trataba de la última fiesta que se celebraba por la noche, para los turistas que iban a abandonar el rancho el domingo. Todo el mundo estaba pasándolo bien, excepto Alfonso.


Paula estaba bailando una polca con Augusto Steele y ambos reían como nunca. La conciencia de Pedro se puso furiosa: parecía como si Paula fuese la prometida de Steele. Aunque, realmente tampoco era la suya.


Había estado poco pendiente de Alfonso durante la velada. Sin embargo había hablado y bailado con casi todo el mundo. Se había ocupado de que todos los invitados bailasen por lo menos una vez, y de que hasta los más tímidos no se quedasen sin pareja.


Todos los hombres solteros estaban embobados observándola y parte de los casados, también.


De repente, aparecía al lado de Alfonso, pero en seguida salía corriendo a bailar.


Pedro estaba celoso, porque Paula estaba compartiendo muchas canciones con Augusto y sus hijos. Estaba claro que Steele era la pareja perfecta para Paula.


Era un hombre amante de la familia. Le encantaban los niños, y con Paula habría tenido una docena más. Había crecido en un rancho y conocía el negocio por dentro y por fuera. En la actualidad, se dedicaba a la cría de caballos. Los abuelos de Paula le tenían mucho cariño. Y para colmo, vivía en la finca de al lado…


Pedro detestaba sentirse celoso: era la táctica de su madre, que se había pasado la vida flirteando con otros hombres para fastidiar a su padre. De ese modo, le había hecho sentirse un fracasado como marido y como persona.


Para calmarse, bebió un poco de limonada. Paula no sería capaz de portarse así con él, ¿o, estaba equivocado? Mientras Alfonso seguía el torbellino de la vaquera, la pregunta se mantenía en su cerebro, sin descanso.


—¡Oh, cielos! Me encanta bailar la polca —dijo Paula entusiasmada, abanicándose con las dos manos.


—Ya lo veo —arguyo Augusto, frotándose la rodilla derecha—. Casi no puedo seguirte, eso quiere decir que me estoy haciendo viejo.


—Pobrecito… —dijo Paula sonriendo y dándole una palmada en le mejilla, que le sentó a Pedro como una patada en la espinilla—. No puedes parar ahora, teniendo en cuenta que llevamos veinte años perfeccionando el estilo.


Pedro, por favor, sálvame —exclamó Augusto cuando descubrió a Alfonso, medio escondido en una esquina—. El próximo baile es para vosotros dos.


—Gracias —murmuró Pedro.


Paula rió de buena gana. Su amigo siempre se quejaba cuando bailaban juntos, pero ella nunca le hacía caso.


—No te pierdas la próxima polca: verás en acción a un auténtico agente de bolsa, llamado Pedro Alfonso


Pedro paró a Paula por el codo y le susurró:

—Me tendrías que pedir este baile, Paula. Estaría encantado de concedértelo.


La vaquera no entendió lo que quería decirle Alfonso.


—Hemos bailado varias canciones. ¿Qué es lo que ocurre?


—Nada —respondió Pedro, molesto.


Ante ese panorama, Augusto se despidió y fue a buscar a los niños, para volver a casa.


—Nos veremos el próximo fin de semana —dijo la vaquera.


—Mañana por la mañana, estaré por aquí, tengo que tratar un asunto con Samuel.


Cuando Steele se alejó, Paula dio media vuelta hacia Pedro.


—¿Se puede saber qué es lo que te pasa? Has estado toda la noche en un rincón y con aire ausente —quiso saber Paula.


—¿Yo? —dijo Pedro, sorprendido.


—Te has portado altivamente, sin querer hablar con nadie. Pensé que habías cambiado desde que llegaste a Montana, pero ya veo que no ha sido así.


—Y yo creía que un novio tenía derecho a pasar más de cinco minutos por hora, con su prometida. Sin duda, estaba en un error.


—Eres… —murmuró Paula, dejándole con la palabra en la boca y volviendo a la pista de baile.


¡Menuda cara tenía ese hombre! Un compromiso falso no le daba ningún derecho sobre ella. Ni siquiera un auténtico compromiso, la haría cambiar de actitud con los invitados.


—Espera un momento, Paula.


La vaquera lo miró y giró hacia él.


—¿Qué quieres?


—Perdona, no tendría que haber hablado de nuestro compromiso.


—Por supuesto que no. No soy de tu propiedad y te recuerdo que no estamos prometidos. Todo esto no es más que una broma que te has inventado para divertirte y está claro que no debía haberte seguido el juego.


—De acuerdo —respondió Pedro, tratando de calmarse antes de hablar—. Pero no se puede decir que disfrute sintiendo celos, no esperaba que recurrieses a ese tipo de devaneos conmigo.


—¿Qué devaneos? —preguntó Paula, anonadada.


—Has estado flirteando con todos los hombres de la fiesta. ¿Cómo querías que me sintiese?


—No estaba flirteando, estaba haciendo mi trabajo. Por si te interesa, aún trabajo para el rancho —dijo Paula, agresivamente—. Lo que hacía era intentar que todos los invitados estuviesen cómodos y relajados, como en su casa.


—Sí, pero Augusto y tú…


—Para mí, Augusto es como mi hermano mayor: somos amigos y nada más. Además, desde que perdió a su esposa, no se le ha visto con otra mujer.


—Quizá he metido la pata —dijo Pedro, confuso.


—¿No me digas? —dijo Paula, con los brazos cruzados y derramando un par de lágrimas cálidas—. No paras día a día para conseguir tu objetivo conmigo. Pero al mismo tiempo, tampoco paras de decirme que no tienes la intención de casarte, y menos conmigo.


—Intenta comprenderme —le insistió Pedro—. Tus abuelos son el único matrimonio bien avenido que conozco en el mundo. Siempre había pensado que ese tipo de unión no podía existir.


—Lo comprendo, pero, ¿sigues pensando que tienes derecho a sentirte celoso? Yo siempre he sido muy clara contigo: mi intención era poseer el rancho, casarme y tener hijos. ¿Por qué iba a querer ponerte celoso?


—Querida…


—No me llames así y déjame en paz.


La vaquera pensaba que todos los hombres eran iguales. Su hermana Lorena había tenido suerte: su prometido era un auténtico calavera, fácil de identificar y de mandarlo a paseo. Los hombres como Pedro primero eran agradables, pero luego te partían el corazón.


Paula subió el camino que llevaba a la casa principal, pero se quedó sentada en el balancín del porche. Allí podía tener un momento de intimidad, observando el panorama del rancho apaciblemente.


Pedro podía volver a Seattle con toda tranquilidad.


No pensaba volver a verlo nunca más.


Pedro permaneció en la fiesta. Su ego se había visto amenazado y lo había pagado con Paula, de nuevo. ¡Pero es que había sido tan cariñosa con Augusto! La vaquera debería haber sido consciente de que él la estaba mirando…


—¿Pedro?


¡Qué espanto! Se trataba de Gabriela Scott. Con la paciencia al límite, la saludó brevemente.


—Hola.


—¿Dónde está Paula? Necesito hablar con ella.


—No se encontraba muy bien y se ha marchado a su casa.


—¡Oh! Voy a verla, a ver cómo está —se empeñó Gabriela.


Realmente, era lo último que necesitaba Paula en ese momento, enfrentarse a esa arpía, pero él no pensaba mover ni un dedo por ninguna de las dos mujeres…




FARSANTES: CAPÍTULO 54

 


Los dos jóvenes cabalgaron rápidamente y solo cuando estuvieron lejos, aflojaron la marcha de sus monturas.


Al cabo de un rato, Paula dijo:

—Pedro, debería averiguar qué ha pasado exactamente. No tenía que haber ocurrido ningún incidente. Para estos casos, hacemos firmar a los turistas un escrito en el que no nos hacemos responsables de lo que les pueda pasar, pero eso no quiere decir que no nos preocupemos de ellos. Al contrario, hacemos todo lo posible para proteger a nuestros invitados.


—Paula, ya que puedes comprender a los animales, trata de decirme lo que se estaban diciendo Claudio y Gabriela sin palabras.


—Eso es ridículo —protestó la vaquera.


—Verdaderamente, han ocurrido cosas muy serias entre esos dos y si te fijas en la banda del sombrero de tu hermano, se puede decir que él también protege bien a las turistas… A este paso, va a tener que reponer su almacén de preservativos, antes de que termine la semana…


Paula hizo una mueca de desesperación.


El propio Pedro estaba sorprendido: Claudio no era muy exigente a la hora de tirarle los tejos a una mujer.


Y Alfonso siguió diciendo:

—Hacen una buena pareja. Son como Conan el Bárbaro y la madrastra de Blancanieves.


—Para, Pedro —dijo Paula, riendo abiertamente—. Estoy segura de que Gabriela tiene también sus cosas buenas.


—Dime alguna.


La vaquera se mordió el labio, intentando reconocer algo positivo en ella.


—Bueno… Ella es… Su coche es muy bonito.


—¡Aja! — masculló Pedro, triunfante—. O sea, que te gustan los coches caros, ¿eh? Pues te regalaré un deportivo rojo como regalo de compromiso.


—No he dicho que quiera uno, sino que me gustan. Y en cuanto al lado positivo de Gabriela, tú lo tienes que conocer mucho mejor que yo.


—¿Quieres saber algo bueno de ella? —sonrió Alfonso—. Me ha dado la oportunidad de conocer Montana y le estoy muy agradecido.


—¡Oh! —repuso Paula, mientras que se le encendían los colores.


—¿Qué te parece, querida?


—Me alegro de que estés disfrutando tanto en el rancho.


—Gracias —replicó Pedro, educadamente.


El joven se acercó más a la montura de Paula y, le acarició la trenza que le colgaba sobre el pecho. A continuación, notó bajo sus dedos el encaje del sujetador que llevaba puesto. Dio un suspiro, recordando sus insinuaciones sobre Gabriela y Claudio.


—Lo pasaría mucho mejor, si… —siguió hablando Alfonso.


—¡Calla, Pedro! —dijo dulcemente, Paula, ordenándole a su caballo que se alejara—. Deberías aprender a abandonar la partida, cuando vas ganando.