sábado, 10 de abril de 2021

FARSANTES: CAPÍTULO 53

 


Se trataba de Gabriela, que perseguida por Claudio, había entrado en el establo. El hermano de Paula, que estaba mucho más tranquilo, ató a los caballos en una valla del corral. Ambos se enzarzaron en una larga discusión, que les condujo al centro del barracón.


La vaquera y el joven no podían acallar sus risas. Pedro, que estaba riendo a mandíbula batiente, se quiso incorporar apoyándose en una cuerda. Antes de que pudiera advertirle de que aquella soga abría una trampilla, Paula y él aterrizaron en pleno suelo del cobertizo.


Gabriela pegó un chillido. Y Claudio, sin sorprenderse demasiado le dijo a su hermana:

—¡Hola Red! ¿Dónde estuviste anoche? La fiesta estuvo muy bien.


Paula no dijo nada y cayó, con la cara aplastada sobre el pecho de Pedro.


Para Gabriela se trataba de un momento crítico: no sólo había perdido a su futuro marido, sino que otra mujer se lo había arrebatado. Paula lo sentía por ella.


—¿Estás bien, querida? —preguntó Pedro.


—Sí, ¿y tú?


—Muy bien. Parece que va siendo una costumbre que aterrices encima de mí. ¿Esta vez has perdido también la camisa, o no?


—Tonto —dijo Paula, pellizcándolo.


—¡Hey! Sólo era una pregunta. Ya sabes que siempre estoy dispuesto a cubrir tu desnudez con mi propia ropa…


—Claro —repuso la vaquera, sacudiendo su melena sobre los hombros.


Miró hacia Gabriela un segundo y le sorprendió que, en vez de estar enfadada, estuviese melancólica. Ella los miró a su vez.


—¡Hola a todos! —dijo Pedro, animadamente, intentando quitar la paja que se les había pegado encima a él y a Paula—. Lo siento, pero tenemos prisa. Justo ahora salíamos a comprobar el estado de las vallas del rancho. Lo comprendéis, ¿verdad?


—Por supuesto, se ve que teníais mucha prisa —exclamó Claudio, viendo la camisa de Paula entreabierta.


Pedro dio la vuelta a la vaquera y se dispuso a abrocharle los botones de la camisa, que difícilmente había conseguido desabrochar. Claudio le caía bien, pero algunas cosas pertenecían a su más estricta intimidad… como el sujetador de encaje de Paula.


—Me ha parecido oírte decir que un animal estaba herido —quiso saber la vaquera.


—No ha sido muy grave, pero la turista no se ha molestado en absoluto por el percance y no hemos podido volver antes.


—Eso no es cierto… —protestó Gabriela, gritando.


Paula frunció el ceño.


—Señorita Scott, siento que no pueda comprenderlo, pero nosotros tenemos que proteger…


—Querida —le interrumpió Alfonso—, eso es un problema que tienen que resolver Claudio y Gabriela.


—Pero…


—Nada. Tenemos mucha prisa esta mañana —replicó Pedro, llevándose a Paula de la mano, a través del establo—. Hemos de pasarlo bien, disfrutando de un picnic en el campo.


Esto último lo dijo Alfonso al oído de Paula, que estaba completamente desconcertada.


—Pero tengo que saber lo que ha ocurrido, porque esto es el negocio de mi familia. Necesito saber si Gabriela ha hecho algo peligroso, para que no lo repita…


—No tiene nada que ver con el rancho, créeme —dijo Pedro con seguridad, mientras ambos se subían a caballo.



viernes, 9 de abril de 2021

FARSANTES: CAPÍTULO 52

 


Paula quería enfadarse: los hombres nunca paraban de pensar en el sexo. Pero, la verdad era que a ella le había pasado lo mismo en los últimos días. Pero lo que ella necesitaba no era únicamente sexo. Era tan fácil estar con Pedro… riendo y hablando del futuro. Hasta las discusiones eran divertidas a su lado, aunque, claro está, Paula prefería el diálogo.


¿Cómo era posible que Pedro no comprendiera, que dos personas diferentes pudiesen congeniar y llevar una vida sana y feliz?


Paula se dio cuenta de que, una vez más, estaba pensando en aquel hombre, haciendo caso omiso a su sentido común. Si ambos seguían así acabarían enamorándose y ella tendría que decidirse entre él o el rancho.


—¿Estás bien? —preguntó Pedro, preocupándose de que su acompañante estuviera cómoda.


Paula se sintió incapaz de empujarlo con sus fuertes brazos, después de que el joven le desabrochara los primeros botones de la camisa.


—No esperarás que te diga que sí —dijo Paula.


—Al menos lo he intentado —replicó Alfonso, a su vez.


Pero una inevitable sonrisa iluminó el rostro de la vaquera y el joven la besó dulcemente los labios.


—¿No crees que todo el mundo debería retozar con su pareja alguna vez en la vida en un pajar, para contárselo a sus nietos? Lo malo es que al estar desnudos, la paja te puede pinchar…


—¿De verdad? —dijo Pedro—. ¿Me lo dices por experiencia, o porque alguien te lo ha contado?


—Eso es información secreta.


—Incluso para tu prometido —insistió Pedro.


—Tú no eres… —balbuceó la vaquera.


De pronto, se oyó un ruido en la entrada del establo que interrumpió a Paula. Ambos se quedaron callados para averiguar de quien se trataba.


Un caballo relinchó. Se oyó el crujido de una tabla y apareció Bandido, contento de reunirse con los jóvenes.


El perro ladró y ellos rieron distendidamente.


—Creo que está deseando que nos pongamos en camino —dijo Paula, a media voz e intentando soltarse de los brazos de Pedro.


—Paula, ¿qué te ocurre hoy? —quiso saber Alfonso, estrechándola aún más fuerte.


La vaquera enarcó una ceja y respondió:

—Pues aparte de haber mentido a mi familia y a mis amigos, de haber cumplido los treinta y de no tener muchas posibilidades de realizar mis propósitos en la vida…


—Menos mal. Creí que estabas enfadada por lo de ayer noche.


Alfonso se quedó perplejo cuando la vaquera se puso a reír alegremente. Uno de sus problemas más acuciantes era la masculinidad de Pedro, entre los muslos de Paula.


La vaquera lo abrazó, sonriendo. Se trataba de un hombre bueno, a pesar de que la traía loca.


—No, no estoy enfadada por nada —repuso Paula.


—Estupendo.


La cálida temperatura del altillo, hizo transpirar el labio superior de Alfonso. A la vaquera se le ocurrió que lamer esos labios podía ser una experiencia deliciosa. Pero conllevaría la necesidad de consumar el deseo sexual de la pareja.


—Más vale que bajemos y nos pongamos en camino. Los caballos están ensillados y nos están esperando.


—Tienes razón, Paula.


Pero ninguno de los dos llegó a levantarse.


—No creas que vamos a practicar el sexo —dijo la vaquera, con resolución.


—Yo no estaría tan segura —contestó Alfonso, excitando a Paula de nuevo con su rotunda masculinidad.


Pedro —murmuró la joven, que se sentía más vulnerable que nunca a las caricias y al aroma suave y cálido de Alfonso.


—No te he dicho que te estoy muy agradecido —dijo de repente el joven.


—¿Por qué? —preguntó la vaquera, imaginando que Pedro le estaría preparando alguna nueva treta, para hacer el amor.


—Porque desde que te vi en lo alto de aquel árbol, me has sacado del profundo aburrimiento en el que vivía, permitiéndome disfrutar tanto de la vida, como lo estoy haciendo.


—¿Sí? —dijo Paula encantada—. ¿A pesar de que un poco más y te quemo la casa?


—Eso es —dijo Pedro, besándola tiernamente en los labios y excitándola con verdadero apetito.


—Bueno, no es que tuviera la intención de quemar nada…


—Me lo imagino —susurró el joven, disfrutando del beso con verdadero deleite.


Pedro también estaba muy excitado y necesitaba aliviar la presión de su virilidad.


—Me habría gustado que Lorena se hubiese podido sentir orgullosa de mi trabajo como ama de llaves. Es un encanto y no es nada tonta. Lo que pasa es que tiene en muy poca estima a los hombres. De hecho, a mí me pasa lo mismo que a ella.


Pedro no estaba muy atento a sus palabras. En el fondo, estaba intentando averiguar qué le pasaba a Paula, aquella mañana. Apenas lo miraba a los ojos y parecía nerviosa. Era algo sutil pero definitivo.


—Gracias por tu voto de confianza. Creo que tu opinión es aterradora. Pero no me importa, porque eres sencillamente maravillosa y me gustas tal y como eres.


—Gracias —murmuró ella, entre besos sensuales y profundos.


Pedro le acarició los pechos con las palmas de las manos, rozando delicadamente los pezones erectos. El cuerpo de Paula se arqueó, pletórico de sensaciones. Cada vez le excitaban más esas caricias. Paula deseaba que la tocara, que su boca besara sus pezones, gozando de ellos como de un exquisito manjar. Sobre todo, tenía prisa por colmar el vacío que sentía en el interior de su cuerpo.


Sin embargo, algo le advertía que tenía que parar aquella locura.


El sonido de los caballos la devolvió a la realidad y la liberó de su tortura interna.


—Maldita sea. Tenemos compañía —susurró Pedro.


—¿Quién será? —dijo Paula, guiñando los ojos por la claridad.


Los dos jóvenes se arrastraron por el altillo para ver lo que ocurría.



FARSANTES: CAPÍTULO 51

 


—¿Paula?


Paula estaba en la parte de arriba del establo. Si conseguía que Pedro no la descubriera, podría pasar el día sin tener que ocuparse de él.


Lo que le pasaba en el fondo, era que la presencia de Pedro le gustaba demasiado. Además, tenía fantasías a plena luz del día, en las que se veía rodeada de niños morenos como Alfonso, con sus mismos dientes blancos.


—¿Querida? —continuó llamándola el joven.


Paula suspiró, diciendo:

—Estoy aquí arriba, Pedro, dentro del establo.


—¿Dónde? —preguntó Alfonso, con la mirada desenfocada por el contraste de luz.


—Aquí. Tenía unos minutos libres y me he puesto a buscar a Pidge y su familia.


El joven tomó una escalera para subir y encontrarse con Paula.


—¿Quién es Pidge?


—Se trata de una gata. Es buenísima cazando ratones. Tuvo gatitos hace unos días y todavía no sé donde los tiene escondidos. Ya sabes que las gatas recién paridas son extremadamente protectoras con sus crías y el trajín de los turistas les molesta especialmente. No se lo podemos reprochar, porque es algo instintivo.


—Esto parece un buen escondite para tener intimidad…


Paula protestó. Estaba reconociendo la mirada que se le ponía a Pedro cuando hablaba de intimidad. La vaquera tuvo la necesidad de bajar y salir fuera del establo: no quería que ambos se reunieran en la oscuridad, porque no podía hacerse responsable de sus actos.


—Vayamos a buscar a los caballos —dijo Paula sin darle tiempo a reaccionar.


—No tenemos ninguna prisa. Lo que quieren tus abuelos es que pasemos el día juntos. Nuestro compromiso ha sido muy agradable, porque todo el mundo desea que estemos solos. ¡Qué considerada es la gente!


—Querrás decir nuestro falso compromiso —puntualizó Paula, teniendo en cuenta que él no tenía la intención de casarse con nadie, y menos con ella.


Pedro se apoyó en una paca de heno.


—Se está muy bien aquí. Como en el resto del rancho, no falta detalle para que todo sea práctico y cómodo.


—Gracias —dijo la vaquera.


Estaba un poco triste porque a pesar de que no debía tener relaciones sexuales con él, era lo que más le apetecía en el mundo.


Pedro, a su vez, se había sorprendido a sí mismo pensando cómo serían sus hijos si alguna vez se casara… desde luego no con alguien como ella.


—No has encontrado a los gatos, ¿no es cierto?


—Pues no.


—¿Crees que la gata se encontrará bien?


Paula se puso a juguetear con el pañuelo que tenía anudado al cuello.


—Ha aparecido por casa para comer. Hasta que las crías no sean más grandes, Pidge no va a compartirlas con nadie. Ya sabes lo independientes que son los gatos, excepto cuando las hembras están en celo, claro.


Paula era consciente de que no paraba de hablar, porque Alfonso se acercaba más y más a su pecho, y teniendo en cuenta lo sensible que tenía el corazón…


—Es curioso las repercusiones que llegan a tener ciertas cosas con el sexo —comentó Alfonso.


Las mejillas de la vaquera se sonrojaron.


—El sexo es más fácil para los machos que para las hembras. Al fin y al cabo, son ellas las que se quedan preñadas… No se puede decir que haya muchos gatos machos que desempeñen el papel de padre —dijo Paula.


—Puede que no se sientan muy válidos en ese papel —añadió Pedro, y ambos supieron que no se refería a los gatos.


—Estoy segura de que si lo intentaran, se darían cuenta de que no es tan difícil…


—Puede que los padres carezcan de lo que más les puede gustar a sus bebés —dijo Alfonso, mirando hacia el pecho de Paula.


—Eso son excusas —repuso la vaquera, intentando ponerse en pie—. Salgamos de aquí. No me apetece seguir hablando de la vida sexual de los gatos.


—Pues, a mí no me apetece hablar en absoluto —añadió Alfonso, mientras introducía un dedo en la trabilla del cinturón de Paula y la tendía en el suelo del altillo.


—¡Pedro!


—¡Paula! —saltó Alfonso, imitando el mismo tono de voz de la vaquera—. Lo único que quiero es disfrutar un poco de intimidad con mi prometida.


Pedro se dedicó a dibujarle el rostro con la punta del dedo índice.


—Hemos dormido juntos esta noche. ¿Qué más puedes esperar de mí? —se quejó Paula.


—Lo más divertido del asunto. Podemos probarlo entre el heno de aquella esquina



FARSANTES: CAPÍTULO 50

 


El rancho recibía en verano a los turistas, como un ingreso complementario, porque lo que realmente generaba ganancias era el ganado. El negocio de la hacienda no era ningún juego. Los rancheros cuidaban a las reses con esmero y desarrollaban toda una serie de actividades suplementarias, propias de la vida del campo. Aquello era mucho más natural que crear ganancias a los que, de por sí ya tenían dinero y, sobre todo, mucho más satisfactorio.


Cada vez comprendía mejor a Paula y su pasión por poseer el rancho.


—¿Dónde se conocieron Samuel y usted? —le preguntó Pedro a Eva, mientras empujaba la silla de Paula, con corrección.


La abuela de la vaquera se preparó una taza de café y se sentó con ellos a la mesa.


—Samuel acababa de graduarse en una universidad de California, obteniendo el título de ingeniero agrónomo. Y yo iba en tren a ver a una prima que vivía en Sacramento. Me confundí de parada y cuando me quise dar cuenta ya me había bajado del tren. Le pedí ayuda a un joven que parecía un gigante y que me dijo:

—Es usted la joven con la que me voy a casar.


—No dije eso —aseguró Samuel, entrando en la cocina.


—No le hagas caso, Pedro. No quiere que sepáis lo romántico que era.


—Nunca fui romántico y además, recuerdo perfectamente lo que te dije —apuntó el abuelo, sonriendo—. Te dije que tendrías que tener mejor sentido de la orientación si querías casarte conmigo y venir a vivir a Montana.


—Siempre fuiste un poco gallito —le dijo Eva, cariñosamente.


Pedro sonrió y miró a Paula. Seguro que había oído la historia cientos de veces, pero le encantaba oírla una vez más.


—¿Al cabo de cuántos días se casaron? —siguió preguntando Alfonso.


—Cinco días —respondió Samuel.


«Cinco días, Dios mío», pensó Pedro, quedándose perplejo.


Era obvio que los Harding habían sido muy felices, durante mucho tiempo, pero ¿cómo pudieron conocerse en cinco días y arriesgarse, casándose para el resto de sus días? En cinco días la gente apenas si podía elegir un coche, pero casi nada más.


En el caso de que él quisiera casarse, lo haría pensándolo mucho.


Pedro, se encontró de repente confundido.


Si le hubieran hablado de contraer matrimonio, una semana antes, Alfonso habría mandado a paseo al inoportuno de turno. Pero, después de haber conocido a Paula, ya no pensaba igual. No sólo porque era realmente guapa, sino porque se trataba de una joven muy especial… Le encantaba su risa, su carácter firme, su honradez y ese sentido del humor que llevaba siempre consigo.


Después de todo, casarse con ella no estaría nada mal.


Quizá se encontraba un poco eufórico por estar en plenas vacaciones. En esos momentos, no quería ni oír hablar de su trabajo.


Consciente de que la vaquera lo estaba mirando, Pedro bebió cuidadosamente un sorbo de café negro. Le daba la impresión de que Paula estaba más callada aquella mañana… No era de extrañar: aún tenían que decirle a todo el mundo que lo del compromiso había sido puro teatro.


—¿Qué planes tenemos para hoy, señor Harding? —preguntó Alfonso, para borrar sus pensamientos sombríos—. Es más tarde que otros días.


—No pasa nada. Podéis ir a comprobar en qué estado están las vallas lindantes con el este del rancho.


Paula casi se atraganta con lo que estaba tomando. No le importaba trabajar duro, pero no por puro capricho del abuelo.


—¡Pero si Sebastian y tú lo estuvisteis revisando antes de ayer! Están en perfecto estado.


—Verificadlo de nuevo —ordenó Samuel Harding, sin más palabras.


—Pero…


—Venga, en marcha. Ya va siendo hora de que os pongáis en camino. Habéis trabajado duro durante toda la semana, no pasa nada por que os relajéis un poco hoy.


—De acuerdo —aceptó Paula.


Samuel Harding era el jefe del rancho; por mucho que no estuviera de acuerdo con él, Paula acataría sus órdenes.


—Me parece estupendo que disfrutéis de estos días. Al fin y al cabo es el momento adecuado para que celebréis vuestro compromiso —aconsejó la abuela de Paula.


La vaquera fue consciente de nuevo del lío en el que le había metido Pedro. Y estaba dispuesta a solucionarlo lo antes posible. Pero ¿cómo? Si hacían como que habían reñido para romper el compromiso, estarían mintiendo de nuevo. Por otra parte, decir la verdad iba a ser tan bochornoso…


—Lo pasaremos bien recorriendo las vallas —dijo Pedro con entusiasmo—. Podríamos hacer otro picnic.


—Lo dudo… —susurró secamente, la vaquera.


—Estupendo —se entusiasmó Eva, haciendo caso omiso de las palabras de su nieta—. Ahora mismo os preparo la comida para que os la llevéis.


Paula asesinó con la mirada a Pedro y dijo:

—Termina tu desayuno tranquilamente. Nos reuniremos dentro de una hora en el patio central.


Como respuesta, Alfonso le dedicó la mejor de sus sonrisas.



jueves, 8 de abril de 2021

FARSANTES: CAPÍTULO 49

 


—Querida, levántate. 


Paula murmuró algo incomprensible y se acurrucó un poco más al lado de su acompañante.


—Nos hemos quedado dormidos. Deben pensar que nos hemos fugado —dijo Pedro, consultando su reloj—. Son cerca de las ocho y media.


—No puede ser. Nunca me duermo por las mañanas —comentó Paula, sorprendida.


—Siempre hay una primera vez.


Paula se incorporó y se sentó sobre la manta, diciendo suavemente:

—¡Es de día!


—Es lo que te acabo de decir. Estoy seguro de que ya habrán organizado un pelotón de linchamiento o lo que sea necesario, por nuestra fechoría.


—No te has portado mal… Al revés, has sido un perfecto caballero.


Pedro creyó notar cierta decepción en su modo de pronunciar la palabra caballero.


—La verdad es que lo que más me apetecía era transgredir las normas del honor…


—Mmh —murmuró Paula bostezando y estirándose con gracia—. Si tener fantasías sexuales fuese un delito, la población masculina al completo debería estar encarcelada. Pero tú, sin embargo, estarías a salvo.


Pedro no quedó muy satisfecho con ese comentario de Paula.


«¿Hasta cuándo tendré que reprimir mis ardientes deseos?», pensó Alfonso, desesperadamente.


En efecto, el hecho de ver como se estiraba su acompañante, lo excitó y le hizo sentirse incómodo. La verdad era que durante toda la noche había sentido una necesidad de hacer el amor, prácticamente incontenible.


Paula tenía el cabello despeinado y no llevaba ni pizca de maquillaje, teniendo en cuenta que su cutis era perfecto. La camisa que llevaba era verde y realzaba más aún el color de sus ojos. Y los téjanos que llevaba eran anchos y cómodos.


—Más vale que volvamos pronto al rancho. No quiero que tus abuelos se preocupen por nosotros. Me caen bien y no quiero molestarlos.


—De acuerdo —dijo Paula, recogiendo los cristales rotos, la manta y lo que quedaba de la botella de champán.


Pero antes de buscar a su montura, Pedro la tomó por los hombros.


—Querida, respecto a lo que te dije anoche… no tuve la intención de herirte. Eres una persona realmente especial para mí.


Mientras cabalgaban, Paula lo escuchaba en silencio, mordiéndose la punta de la lengua para no deshacer el encanto del momento. Según Alfonso ella era especial, pero sin duda, no lo suficiente para su status. Por otra parte, el rancho era algo sólido y real, nada comparable a un amor pasional que le fuese a romper el corazón.


—No te preocupes. Yo tampoco quise herir tu orgullo, Pedro.


—Lo que pasa es que te deseo tanto, que mi cabeza no funciona bien —murmuró Alfonso acariciando sensualmente con sus pulgares, las mejillas y los labios de Paula.


—Por favor, no hablemos de eso, dijo la vaquera trotando con su montura al mismo ritmo que Pedro y la suya.


—¿Por qué? No somos un par de adolescentes condicionados por el comportamiento de nuestras hormonas desbocadas. Somos adultos y como tales, podemos hablar de nuestras necesidades sexuales con toda libertad.


—Sí, somos dos adultos, pero con unas hormonas incontrolables. Es como si pusiéramos una cerilla encendida en un charco de gasolina… Démonos prisa, aunque falta poco, no quiero que piensen que nos hemos fugado. En fin, lo más probable es que nos hayan visto desde la casa principal.


—Si yo fuera tu abuelo, no te habría dejado dormir conmigo antes de la boda.


—¿Sabes lo que te digo Pedro Alfonso? Eres un impostor y además, un mojigato —dijo Paula, sonriendo.


—Te equivocas.


—Por supuesto que estoy en lo cierto.


Paula le observó de arriba abajo: tenía el pelo revuelto, la barba le oscurecía la cara y los ojos todavía adormilados. Era todo un hombre. El sexo opuesto, por excelencia. La vaquera tuvo que admitir que realmente era perfecto, a pesar de su pizca de gazmoñería.


—No me gusta que me veas como un mojigato. Los hombres jamás son cursis en ese sentido.


—Eres muy moderno queriendo tener una aventura conmigo, pero si se tratase de tu hija, al mínimo problema llamarías a la policía.


—No pienso tener una hija —dijo Pedro, testarudamente.


Paula reaccionó con un gesto de desaprobación.


—Pues peor para ti.


—¡Hey! Tampoco es un crimen no querer tener hijos. Los chicos de la zona donde vivo me llaman el Ogro.


¿Acaso le gustaría a un crío que a su padre lo llamaran el Ogro?


Ya habían regresado al rancho.


Paula estaba a punto de decirle a Pedro que se merecía el apodo, cuando de repente, abrió la puerta de la casa su abuela.


Eva Harding era pura complicidad: no paraba de sonreírles y de guiñarles el ojo.


—Pasad y tomad el desayuno. Me preguntaba si todavía estaríais dormidos.


—Sentimos haberla preocupado, señora Harding —dijo Pedro, notando la mirada airada de su acompañante—. Quiero decir, abuela. La culpa de que nos hayamos quedado dormidos la ha tenido el champán.


Eva rió e investigó el interior de la cesta que les había dado la noche anterior: todavía quedaba vino espumoso.


—Os habéis embriagado mutuamente, sin apenas alcohol. ¡Cielos! Todavía me acuerdo de cuando Samuel y yo estábamos recién casados —dijo la abuela, sonriendo tiernamente—. Subimos a esa misma roca y estuvimos hablando durante horas y horas.


—Nosotros también estuvimos hablando… —comentó Paula, con la intención de aclarar cómo habían pasado la noche.


—¡Es la hora del desayuno! —les instó Eva, sin hacer caso de la puntualización de su nieta.


En la mesa había crujientes panecillos con jamón y patatas fritas del lugar. Además, de postre podrían tomar fresas y melocotones en conserva, así como mantequilla recién hecha de la casa. ¡Menudo festín! Pedro estaba realmente hambriento: el aire puro de Montana y el trabajo duro le habían abierto el apetito notablemente, en los últimos días.


Una sonrisa de satisfacción apareció en los labios de Alfonso, a pesar de estar molesto por tener que seguir con la comedia del compromiso. ¡Nunca había disfrutado tanto de un desayuno!




FARSANTES: CAPÍTULO 48

 


En el caso remoto de que ambos se enamoraran, Paula tendría que elegir entre vivir con Pedro, u ocuparse del rancho. Eso la hizo tiritar.


—No te preocupes, querida —dijo Alfonso—. Te prometí que no te daría ni un beso esta noche.


Paula, que estaba distraída, cayó en la cuenta de lo que le decía el joven.


—Échate de nuevo en la manta —le rogó el joven, tomándola esta vez en sus fuertes brazos. Paula se sentía muy bien con él, era tierno y sexual al mismo tiempo.


La joven lo abrazó a su vez, y cerró los ojos mientras respiraba el aire fresco de la noche y el distinguido aroma de Pedro. La otra copa que quedaba, cayó rodando por el suelo.


—No eran parte de tu herencia, ¿verdad? —preguntó Alfonso, irónicamente.


—No.


—Estupendo —contestó el joven, alisando con sus dedos los largos cabellos de la vaquera—. No querría haber destrozado algo verdaderamente importante para Eva Harding.


La familia… se quedó pensando Paula, sintiendo las pulsaciones aceleradas de su corazón.


Pedro, ¿cómo es que no viniste cuando Lorena te invitó a la cena de Navidad?


La vaquera pensó que de nuevo había tocado un tema difícil para él.


Alfonso se las arregló para contestar:

—Detesto tener que decirte que… aquello fue muy violento para mí.


—¿Porque te había invitado tu ama de llaves? —preguntó Paula, contando hasta diez, para no estallar de cólera, hasta que le diera una respuesta coherente. Alfonso no era un snob.


—No se trataba de eso, es que me costaba mucho relacionarme en un ambiente familiar relajado y normal. Habría chafado la cena de Navidad a todo el mundo.


Paula no se esperaba esa respuesta.


—Pero tú también tienes familia, por lo menos a tu hermano Saúl, ¿no es así?


—Sí, tengo un hermano, dos hermanas y a mis padres. Desafortunadamente, siguen casados, destrozándose uno al otro —le contó Pedro, con un hilo de voz, lo que hizo automáticamente que Paula tuviese ganas de llorar—. No creo que puedas entenderme, porque tu familia es maravillosa. ¡Os queréis tanto!


Con la palma de la mano, Pedro acarició la mejilla y los armoniosos labios de Paula.


Pedro… —susurró la vaquera.


—¿Quieres saber por qué necesito tanto triunfar en la vida? Es muy sencillo. Era el niño más pobre del colegio y que vivía en un barrio no muy recomendable. Mi padre, no es que estuviera en paro, es que no quería trabajar… Y teníamos a la policía en casa cada viernes y sábado por la noche, para intervenir en las peleas de mis padres, que bebían con bastante frecuencia.


El dolor de Pedro rompió el corazón de Paula. Ella lo besó suavemente, en la garganta. Tanto sufrimiento no produjo rechazo en la vaquera, sino todo lo contrario.


—No pasa nada, no te preocupes —dijo Paula, dulcemente.


—Sí que importa. No quería que supieses esas cosas tan desagradables de mi vida.


—Pedro, deberías sentirte muy orgulloso de ti mismo —repuso Paula—. Lograste ir a la Universidad y tienes un trabajo con prestigio. No es mi tipo desde luego, pero te ha permitido cambiar tu forma de vida… Desde luego, no todo el mundo es capaz de cumplir sus sueños.


El joven se quedó más tranquilo, después de contar sus confidencias a la vaquera.


—¿Sabes una cosa, Paula Chaves? Eres sorprendente.


—Soy simplemente yo.


—A eso es a lo que me refiero.






FARSANTES: CAPÍTULO 47

 


—Me gusta este lugar —dijo Pedro.


Habían estado en ese sitio durante cuatro horas, mirando las estrellas, mientras que en el rancho, todo el mundo dormía.


—¿De verdad? —preguntó Paula, medio dormida.


—Sí, no tanto como cuando nos besamos, pero al fin y al cabo es algo relajante —dijo Alfonso, dando un sorbito de champán y volviendo a mirar al cielo.


—Mmh —susurró Paula, tumbada al revés que Pedro—. A mí también me gusta.


Bandido estaba encantado de tener a aquellos humanos tan cerca, pero por si acaso no se despegaba del lado de Paula, cosa que Alfonso tuvo en cuenta por si decidía iniciar una incursión en dirección a la vaquera.


—Cuéntame Pedro —dijo Paula, poniéndose otra copa de champán sin apenas burbujas—, ¿por qué le tienes tanto miedo al matrimonio? Puede que tus padres tuviesen una experiencia nefasta en ese sentido, pero eso no tiene por qué repetirse contigo.


—¿Estás muy interesada en el tema?


Paula se atragantó y derramó parte del vino espumoso, sobre las piernas de Pedro.


—Noooo. Era una pregunta de interés general, del tipo de ¿…crees tú que hay vida inteligente en otros planetas…?.


—No te preocupes, tampoco creo que sea el peor marido del mundo —dijo Alfonso, realmente ofendido.


—Bueno, como ni fumas, ni eres amante del juego, ni asaltas comercios para vivir, se puede decir que tienes muchas bazas a tu favor.


—Claro —dijo Alfonso incorporándose—. Si alguna vez decido casarme, no sería con alguien como… —Pedro paró en seco, a pesar de ser de noche, la luz de la luna había iluminado la expresión de odio de la vaquera. Estaba claro que iba a meter la pata.


—¿Cómo yo, no es cierto? —continuó Paula, amargamente.


—Bueno, querría tener a mi lado a alguien tranquilo. No es que tú no lo seas. Pero, la experiencia me ha enseñado, que la unión entre personas de mucho carácter suele terminar mal.


—En otras palabras, quieres una esposa aburrida. Tendrás que actualizar tu lista cuando llegues a casa.


Pedro estaba harto de la famosa lista, que traía de cabeza a Paula.


«Maldita sea. Si no hubiera metido la pata con Paula, ahora estaríamos disfrutando del final del champán, contando estrellas», pensó Alfonso, molesto.


—Querida, creo que eres alguien muy especial. Quizá, si las circunstancias cambiasen… —balbuceó Alfonso, torpemente.


—No van a cambiar en absoluto. Además, recuerda: no cumplo los requisitos de la lista de tu hermano.


—¿Por qué te empeñas en seguir teniendo en cuenta esa estupidez? Cuando la escribió, Saúl acababa de divorciarse y no quería que yo cometiera los mismos errores que él.


—Muy bien, pues comete tus errores solo. Yo me voy a la cama. ¡Bandido, vamos a casa! —dijo Paula, intentando que el perro la obedeciera—. Bueno, quédate… Al fin y al cabo, los hombres sois todos iguales.


—Paula, por favor, no te vayas —le suplicó Pedro.


Aquel ruego, le llegó directamente al corazón. Estaba demasiado afectada por los treinta años que acababa de cumplir, había muchas decisiones importantes que tomar. De hecho, probablemente, sería la última vez que celebrara su cumpleaños bajo las estrellas, haciendo planes para el futuro.


—Lo siento, querida —susurró Alfonso, mientras le tomaba los brazos y la acariciaba lentamente; la copa de Paula se cayó sobre la hierba y ambos se juntaron en un abrazo—. Heriste mi orgullo y quise devolverte el golpe. La verdad es que eres maravillosa.


Pedro —susurro Paula, notando como el joven deslizaba sus brazos por su cintura y se pegaba a ella por completo. Alfonso se estaba poniendo cada vez más excitado…


—Nunca he deseado tanto a una mujer como a ti —dijo Pedro a su prometida—. Y sé que tú también me deseas a mí. En esto es en lo único que no hemos engañado a nadie, con nuestro compromiso.


Paula sintió como algo se le helaba en el interior de su cuerpo. Por una parte, quería que el compromiso fuese auténtico en su totalidad. Pero eso le daba mucho miedo, enamorarse de Pedro sería lo más temerario que hubiese hecho en su vida. Era demasiado guapo e inteligente, su porvenir se encontraba en Nueva York.


La Gran Manzana significaba kilómetros y kilómetros de cemento, sin prados ni cielos abiertos. Hasta la nieve que caía no era blanca, sino gris. Sin duda, se trataba de una ciudad apasionante, pero ella se ahogaría allí, teniendo tan lejos la naturaleza.