jueves, 8 de abril de 2021

FARSANTES: CAPÍTULO 47

 


—Me gusta este lugar —dijo Pedro.


Habían estado en ese sitio durante cuatro horas, mirando las estrellas, mientras que en el rancho, todo el mundo dormía.


—¿De verdad? —preguntó Paula, medio dormida.


—Sí, no tanto como cuando nos besamos, pero al fin y al cabo es algo relajante —dijo Alfonso, dando un sorbito de champán y volviendo a mirar al cielo.


—Mmh —susurró Paula, tumbada al revés que Pedro—. A mí también me gusta.


Bandido estaba encantado de tener a aquellos humanos tan cerca, pero por si acaso no se despegaba del lado de Paula, cosa que Alfonso tuvo en cuenta por si decidía iniciar una incursión en dirección a la vaquera.


—Cuéntame Pedro —dijo Paula, poniéndose otra copa de champán sin apenas burbujas—, ¿por qué le tienes tanto miedo al matrimonio? Puede que tus padres tuviesen una experiencia nefasta en ese sentido, pero eso no tiene por qué repetirse contigo.


—¿Estás muy interesada en el tema?


Paula se atragantó y derramó parte del vino espumoso, sobre las piernas de Pedro.


—Noooo. Era una pregunta de interés general, del tipo de ¿…crees tú que hay vida inteligente en otros planetas…?.


—No te preocupes, tampoco creo que sea el peor marido del mundo —dijo Alfonso, realmente ofendido.


—Bueno, como ni fumas, ni eres amante del juego, ni asaltas comercios para vivir, se puede decir que tienes muchas bazas a tu favor.


—Claro —dijo Alfonso incorporándose—. Si alguna vez decido casarme, no sería con alguien como… —Pedro paró en seco, a pesar de ser de noche, la luz de la luna había iluminado la expresión de odio de la vaquera. Estaba claro que iba a meter la pata.


—¿Cómo yo, no es cierto? —continuó Paula, amargamente.


—Bueno, querría tener a mi lado a alguien tranquilo. No es que tú no lo seas. Pero, la experiencia me ha enseñado, que la unión entre personas de mucho carácter suele terminar mal.


—En otras palabras, quieres una esposa aburrida. Tendrás que actualizar tu lista cuando llegues a casa.


Pedro estaba harto de la famosa lista, que traía de cabeza a Paula.


«Maldita sea. Si no hubiera metido la pata con Paula, ahora estaríamos disfrutando del final del champán, contando estrellas», pensó Alfonso, molesto.


—Querida, creo que eres alguien muy especial. Quizá, si las circunstancias cambiasen… —balbuceó Alfonso, torpemente.


—No van a cambiar en absoluto. Además, recuerda: no cumplo los requisitos de la lista de tu hermano.


—¿Por qué te empeñas en seguir teniendo en cuenta esa estupidez? Cuando la escribió, Saúl acababa de divorciarse y no quería que yo cometiera los mismos errores que él.


—Muy bien, pues comete tus errores solo. Yo me voy a la cama. ¡Bandido, vamos a casa! —dijo Paula, intentando que el perro la obedeciera—. Bueno, quédate… Al fin y al cabo, los hombres sois todos iguales.


—Paula, por favor, no te vayas —le suplicó Pedro.


Aquel ruego, le llegó directamente al corazón. Estaba demasiado afectada por los treinta años que acababa de cumplir, había muchas decisiones importantes que tomar. De hecho, probablemente, sería la última vez que celebrara su cumpleaños bajo las estrellas, haciendo planes para el futuro.


—Lo siento, querida —susurró Alfonso, mientras le tomaba los brazos y la acariciaba lentamente; la copa de Paula se cayó sobre la hierba y ambos se juntaron en un abrazo—. Heriste mi orgullo y quise devolverte el golpe. La verdad es que eres maravillosa.


Pedro —susurro Paula, notando como el joven deslizaba sus brazos por su cintura y se pegaba a ella por completo. Alfonso se estaba poniendo cada vez más excitado…


—Nunca he deseado tanto a una mujer como a ti —dijo Pedro a su prometida—. Y sé que tú también me deseas a mí. En esto es en lo único que no hemos engañado a nadie, con nuestro compromiso.


Paula sintió como algo se le helaba en el interior de su cuerpo. Por una parte, quería que el compromiso fuese auténtico en su totalidad. Pero eso le daba mucho miedo, enamorarse de Pedro sería lo más temerario que hubiese hecho en su vida. Era demasiado guapo e inteligente, su porvenir se encontraba en Nueva York.


La Gran Manzana significaba kilómetros y kilómetros de cemento, sin prados ni cielos abiertos. Hasta la nieve que caía no era blanca, sino gris. Sin duda, se trataba de una ciudad apasionante, pero ella se ahogaría allí, teniendo tan lejos la naturaleza.




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