miércoles, 24 de marzo de 2021

TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 47

 


Pedro ansiaba tomarla entre sus brazos para consolarla, pero no lo hizo. Se había jurado a sí mismo que debía permitirle que tuviera libertad, que no debía imponer sobre ella la carga de su amor. Resultaba duro verla tan angustiada y no poder ofrecerle el consuelo que tanto deseaba darle.


En vez de eso, se limitó a decir:

–Deja que te explique.


Pau asintió y se sentó en la silla más cercana. Se sentía confusa, pero aún había algo sobre la imagen de Pedro con la toalla rodeándole las caderas como única prenda que excitaba sus sentidos como si fuera una herida sangrante, recordándole todo lo que nunca podría tener.


–Después de la muerte de mi padre, el control de la familia y de las finanzas recayó sobre mi abuela. Yo era menor de edad y mi abuela pasó a ocuparse de todo lo que me hubiera correspondido a mí con la ayuda del abogado de la familia. El modo en el que mi abuela trató a tu padre, combinado con el hecho de que se negara a ayudar económicamente a tu madre o a reconocerte a ti, tuvo como resultado que tu padre tuviera una depresión. Tu padre era un hombre amable y cariñoso, pero desgraciadamente su salud mental resultó dañada por la determinación de mi abuela de asegurarse de que se casara bien. Tenía mucho talento para la historia y, de joven, dijo que quería abrirse camino en ese campo. Mi abuela se negó. Le dijo que no era aceptable que un hombre de su posición llevara a cabo un empleo remunerado. Como ya te he dicho, tu padre era un hombre bueno y amable, pero mi abuela era una mujer muy testaruda que era capaz de pasar por encima de cualquiera para hacer lo que pensaba correcto. Desde el momento en el que se dio cuenta de que quería seguir su propio camino en la vida, estuvo dispuesta a impedirlo. Jamás permitió que tu padre olvidara que estaba tratando de hacer lo que su verdadera madre hubiera querido para él, y ese hecho lo dejó muy confuso y con un gran sentimiento de culpabilidad. Por eso dejó a tu madre tan fácilmente. Creo que eso también fue la razón de que tuviera esa depresión cuando se enteró de que tu madre estaba embarazada. Quería estar con vosotras dos, pero no podía oponerse a mi abuela. Jamás se recuperó del todo.


Pau notó la tristeza y el arrepentimiento que marcaban la voz de Pedro y no le quedó más remedio que reconocer que él debía de haber querido mucho a su padre.


–Nunca he dejado de sentirme culpable por el hecho de que fuera mi comentario lo que provocó que mi abuela comenzara a interrogar a Felipe y a tu madre sobre su relación. Jamás me perdonaré.


Pau sintió una profunda pena hacia él porque sabía que era sincero en lo que acababa de admitir.


–Eras sólo un niño –le recordó–. Mi madre me dijo que siempre creyó que tu abuela llevaba algún tiempo sospechando algo.


–Sí. A mí me dijo lo mismo cuando la visité por primera vez, después de la muerte de mi abuela. Su amabilidad fue un bálsamo para el sentimiento de culpabilidad que yo tenía.


–¿Cuando la visitaste por primera vez? ¿Cuándo fue eso?


Se dio cuenta de que Pedro había dicho más de lo que había tenido intención.


–Después de la muerte de mi abuela, fui a visitar a tu madre –contestó, aunque de mala gana, la pregunta de Pau—. Como cabeza de mi familia, era mi deber hacerlo para... para... asegurarme de que las dos...


–¿Fuiste a Inglaterra a ver a mi madre?


–Sí. Pensé que a ella le gustaría tener noticias de tu padre. La manera en la que se separaron no fue muy... amable y, además, había que pensar en ti. Quería que tu madre supiera que las dos seríais bienvenidas en España si decidía traerte aquí. Pensé que ella podría querer que tu padre te conociera y que tú lo conocieras a él.


Pedro estaba tratando de elegir muy cuidadosamente sus palabras. Paula había sufrido ya mucho. No quería que sufriera aún más.


Sin embargo, Pau se había imaginado lo que Pedro estaba tratando de ocultarle.


–Mi madre no quería volver a España, ¿verdad? ¿Acaso no quería que yo conociera a mi padre?


Pedro inmediatamente defendió a la madre de Pau.


–Estaba pensando en ti. Tuve que decirle que Felipe había tenido una depresión y a ella le preocupaba el efecto que eso pudiera tener en ti.


–Hay más, ¿verdad? Quiero saberlo todo, Pedro –insistió Pau.


Durante un instante, pensó que Pedro se iba a negar. Él se dio la vuelta para mirar hacia la ventana.


–Tengo derecho a saberlo –insistió ella.


Pedro suspiró.


–Muy bien, pero recuerda, Paula, que lo único que tu madre quería hacer era protegerte.


–Nada de lo que puedas contarme cambiará lo que siento sobre mi madre –le aseguró Pau. Tampoco nada de lo que ocurriera podría cambiar lo que ella sentía hacia Pedro. Él se había equivocado a la hora de juzgarla, pero parecía que ella había hecho lo mismo con él. Sin embargo, el amor que le tenía permanecería como lo había sido todos esos años atrás.


Pedro se volvió para mirarla. Pau contuvo el aliento. ¿Podría él leer en sus ojos el amor que le profesaba? Bajó rápidamente los párpados para ocultar su expresión.


–Tu madre me dijo que ella no quería que hubiera contacto alguno entre tu padre y tú. Me pidió que le prometiera que así sería. Al principio, tenía miedo de que te pudiera hacer daño. Eras muy joven y tenías una visión muy idealizada de tu padre que tu madre sabía que él no podría igualar. Más tarde, tuvo miedo de que tú pudieras, por amor filial, sacrificar tu propia libertad para estar con tu padre. Yo le prometí lo que ella me había pedido, por lo que cuando llegó tu carta...


–Se la ocultaste a mi padre. Sí, ahora lo entiendo todo, Pedro. Sin embargo, ¿por qué no te limitaste a destruirla? ¿Por qué tuviste que llevarla a Inglaterra para... para hacerme daño?


–Pensé que lo mejor sería hablar de la situación con tu madre en persona. No tenía intención alguna de hacerte daño. Simplemente quería asegurarme de que no volvías a escribir a tu padre.


–¿Y fuiste a Inglaterra sólo para decirle eso?


Pedro guardó silencio. Evidentemente, no quería responder a aquella pregunta. Inmediatamente, Pau comprendió que había más.


–No fuiste sólo para eso, ¿verdad? ¿Qué más había?


Pedro guardó silencio durante unos instantes antes de retomar la palabra.


–Como te he dicho anteriormente, como cabeza de familia, creí que era mi deber. Tu madre había pasado unos años muy difíciles, soportando la pérdida del hombre al que amaba y la dura situación económica que tenía que soportar antes de que...


–Antes de que heredara todo ese dinero –dijo Pau lentamente–. Dinero de una tía abuela que mi madre nunca había mencionado y a la que yo jamás conocí. Dinero que mi madre a menudo decía que agradecía por todo lo que podía hacer por mí. Dinero para comprarnos una hermosa casa en el campo que ella decía que era especialmente para mí. Dinero que significaba que mi madre no tenía que trabajar para que ella pudiera estar siempre conmigo. Dinero para enviarme a buenos colegios y para luego pagarme los estudios en la universidad. Sin embargo, no había tía rica, ¿verdad? –le desafío a Pedro–. No había testamento ni herencia. Eras tú. Tú pagaste todo...


–Paula...


–Es cierto, ¿verdad? –preguntó ella. Se había quedado completamente pálida–. Es cierto. Tú fuiste quien compró la casa, quien pago mi educación...


–Tu madre y tú teníais todo el derecho a que yo os cuidara. Sólo estaba arreglando el mal que mi abuela os hizo. Tu madre se negó a aceptar nada al principio, pero yo le dije que eso sólo se añadiría a la culpabilidad que arrastraba la familia por no haberte dado antes algo que era tuyo de todos modos.


–He estado tan equivocada con respecto a ti... Te he juzgado tan mal...


Pau se sentía tan agitada que se puso de pie y comenzó andar por la sala mientras se retorcía las manos de desesperación.


–No, Pau. Simplemente has malinterpretado los hechos. Eso es todo. Soy yo el culpable de haberte juzgado mal.


–Por favor, no intentes ser amable conmigo –le suplicó Paula–. Eso sólo empeora las cosas.




martes, 23 de marzo de 2021

TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 46

 


Pedro estaba en sus habitaciones, trabajando. Rosa le informó de este hecho en un tono de voz que sugería que él no querría que se le interrumpiera.


Sin darse tiempo para cambiar de opinión, Pau comenzó a subir las escaleras. Sentía un nudo en el estómago y las rodillas amenazaban con doblársele. Tenía la boca seca de aprensión.


Mientras avanzaba por el pasillo, una parte de ella quería darse la vuelta. Pero no lo hizo.


La puerta de las habitaciones de Pedro estaba entornada. Pau llamó suavemente y esperó. Un cobarde alivio se apoderó de ella cuando no se produjo una respuesta inmediata.


Dejó caer la mano. Estaba a punto de darse la vuelta cuando oyó que la voz de Pedro resonaba desde dentro e invitaba a pasar con voz potente a quien hubiera llamado.


Pau puso la mano en el pomo. Se sentía algo mareada, como si hubiera bebido.


Al entrar en la sala, en lo primero en lo que se fijó fue que aquella estancia estaba decorada de un modo más moderno que el resto de la casa y estaba amueblada como un funcional despacho. Lo segundo fue que Pedro estaba de pie entre la puerta que había entre la sala en la que ella estaba y una ducha adyacente, con sólo una toalla rodeándole el cuerpo mojado. Él la miraba de un modo que dejaba muy claro que su presencia allí no era esperada ni deseada.


Incapaz de decir nada, sintiéndose indefensa de deseo y amor, al igual que plenamente consciente de que estaba en peligro de traicionar todo lo que él le había hecho sentir, Pau se obligó a apartar la mirada.


Comprendió que Pedro le había permitido que pasara porque había creído que era un miembro del servicio. Ciertamente no parecía contento de verla. Pau lo notaba por la sombría expresión de su rostro.


Con desesperación, vio que él estaba dándose la vuelta y que se disponía a marcharse.


–¡No! –protestó ella abalanzándose hacia delante y deteniéndose en seco al ver que él volvía a darse la vuelta tan rápidamente que sólo los separaba una corta distancia–. Quiero hablar contigo. Hay algo que quiero saber.


–¿Y es?


–¿Fuiste verdaderamente tú quien me impidió ponerme en contacto con mi padre?


El silencio que se produjo en la sala fue eléctrico. El aire prácticamente vibraba con la tensión de Pedro. Pau supo inmediatamente que aquel silencio significaba que la pregunta que le había hecho a Pedro lo había pillado completamente por sorpresa.


–¿Qué te hace preguntarme eso?


–Algo que se le ha escapado a tu madre, por accidente –dijo ella. Sabía que si quería saber la verdad tenía que ofrecerle su propia verdad primero–. Eso me hizo pensar que lo que siempre he dado por sentado podría no ser verdad.


–Cuando se tomó esa decisión, se hizo pensando en lo que más te interesaba.


Paula notó que estaba escogiendo muy cuidadosamente sus palabras. Demasiado cuidadosamente, lo que sugería que él estaba ocultando algo... o tal vez protegiendo a alguien.


–¿Quién tomó esa decisión? –preguntó ella–. Tengo derecho a saberlo, Pedro. Tengo derecho a saber quién tomó esa decisión y por qué. Si no me lo dices, volveré a hablar con tu madre y se lo preguntaré a ella una y otra vez hasta que me diga la verdad –le amenazó.


–No harás tal cosa.


–En ese caso, dime la verdad. ¿Fue tu abuela? ¿Mi padre? Tiene que ser uno de ellos. No había nadie más. La única otra persona implicada era mi madre...


Pau prácticamente había estado hablando sola, pero el repentino movimiento de la cabeza de Pedro, la breve tensión de su mandíbula cuando Pau mencionó a su madre lo delataron. Ese hecho hizo que ella se tensara y lo mirara con incredulidad.


–¿Mi madre? –susurró–. ¿Fue mi madre? Dime la verdad, Pedro. Quiero saber la verdad.


–Ella creía que estaba haciendo lo mejor para ti –respondió Pedro, evitando así la cuestión.


–¡Mi madre! Sin embargo, fuiste tú quien me devolvió la carta, tú... –murmuró. Se sentía atónita y desilusionada, tanto que no sabía si podía creer aquellas palabras–. No lo comprendo.



TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 45

 

NO podía seguir allí tumbada para siempre, presa de una pena tan intensa que ni siquiera las lágrimas podrían aliviar. Debía de haberse duchado y vestido después de que Pedro se hubiera marchado, pero no recordaba haberlo hecho. De lo único de lo que se acordaba era de las últimas palabras que Pedro le había dedicado, de su crueldad. Había estado loca por pensar que lo que había ocurrido entre ellos podía cambiar cualquier cosa. Él la odiaba.


Alguien estaba llamando a la puerta del dormitorio. Se tensó y luego se echó a temblar. ¿Habría regresado Pedro? ¿Quería seguir humillándola? El corazón se le encogió de dolor.


Volvieron a llamar a la puerta. Pau tendría que contestar. Se levantó y se dirigió hacia ella. Cuando la abrió y vio que se trataba de la duquesa, respiró de alivio.


–¿Puedo entrar? –le preguntó la duquesa–. Tengo algo que decirte, sobre lo que Pedro y tú dijisteis antes.


Paula se dio cuenta, demasiado tarde, de que cuando había estado discutiendo con Pedro, se había olvidado por completo de la presencia de la duquesa, que había estado allí como testigo silencioso de las acusaciones de ambos. Ella se había enfrentado con su hijo. Como no le quedaba más remedio, asintió y se hizo a un lado para que la duquesa pudiera pasar.


–Tenía que hablar contigo –dijo la duquesa mientras tomaba asiento en una de las butacas que había junto a la chimenea. Pau se sentó frente a ella–. A ninguna madre le gusta oír que se habla de su hijo en los términos en los que tú hablaste de Pedro antes. Sin embargo, es precisamente por el bien de Pedro por lo que quiero hablar contigo, Paula. Y también por tu propio bien. La amargura y el resentimiento son sentimientos muy destructivos. Corroen a una persona hasta que no queda nada más que destrucción. No me gustaría pensar que eso es lo que os ocurre a vosotros, en especial cuando esos sentimientos no son necesarios.


–Lo siento mucho si le hice a usted daño o la ofendí de algún modo. No era mi intención, pero el modo en el que Pedro se ha comportado, evitando que yo me pusiera en contacto con mi padre...


–Eso no es cierto. No fue Pedro. Al contrario. De hecho, le debes mucho a Pedro y gracias a él has tenido... ¡Oh!


La duquesa se colocó la mano sobre la boca y sacudió la cabeza.


–Sólo he subido para defender a Pedro, no para... Sin embargo, me he dejado llevar por mis sentimientos. Te ruego que te olvides de lo que he dicho.


¿Olvidar? ¿Cómo podía olvidar?


–¿Qué es lo que no es cierto? –preguntó Pau con urgencia–. ¿Qué es lo que le debo? Por favor, le ruego que me lo diga.


–No puedo decir más –respondió la duquesa, muy incómoda–. Ya he dicho demasiado.


–No puede decir algo así y no explicarlo –protestó Pau.


–Lo siento –se disculpó la duquesa–. No debería haber subido. Estoy furiosa conmigo misma. Lo siento, Pau. De verdad.


Con eso, la duquesa se levantó y se dirigió hacia la puerta. Allí, se detuvo para mirarla.


–Lo siento mucho, de verdad.


Paula miró la puerta cerrada después de que la duquesa se marchara. ¿Qué había querido decir? ¿Qué se había negado a contarle? Por supuesto, era normal que una madre defendiera a su hijo. Ella lo comprendía perfectamente, pero había habido mucho más que la protección de una madre en la voz de la duquesa. Había habido certeza. Conocimiento. Un conocimiento que ella no tenía. ¿De qué se trataba? ¿De algo que tenía que ver con el padre de Paula? ¿Algo relacionado con el hecho de que Pau no hubiera podido nunca ponerse en contacto con él? Era algo que tenía derecho a saber. Algo que sólo una persona podía decirle si tenía el valor suficiente para pedir una respuesta.


Pedro.


¿Tendría valor?


Seguramente no se trataría de nada importante. No habría ningún secreto que ella debiera saber, pero, ¿y si no era así? ¿Y si...? ¿De qué podría tratarse? Pedro le había dicho que él había interceptado la carta que ella le escribió a su padre y que no podía volver a escribirle. ¿Por qué?


Tenía que hablar con Pedro.





TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 44

 


Comenzó a depositar suaves besos por la parte de atrás de la rodilla y luego por el interior del muslo mientras comenzaba a acariciarle su henchido sexo. El pulso latía allí con una gran intensidad, empujándola hasta el objetivo que tanto ansiaba su cuerpo. Las caricias de Pedro contra la íntima humedad de su sexo eran muy placenteras, pero la empujaban a desear más. Trató de detenerle la mano para demostrarle lo que de verdad quería, pero él se lo negó. Inclinó la cabeza y comenzó a acariciarla con la lengua. Pau se aferró a lo que le quedaba de razón hasta que ya no pudo más. Entonces, comenzó a gritarle que completara el placer que él le estaba dando.


–¡Ahora! ¡Ahora! –le suplicó a Pedro.


Había perdido por completo el control y se había visto atrapada por la vorágine del deseo que él había despertado en ella. Los sentidos de Pau, ya suficientemente excitados, absorbieron la realidad de su esencia de hombre cuando él se detuvo y se colocó encima de ella con una potente y firme erección.


Pau se echó a temblar por la agonía de placer que sintió al notarla contra la entrada de su propio cuerpo. Su sexo ardía de anhelo. Los músculos le temblaban de anticipación por el placer que él le prometía. El primer movimiento de Pedro, rápido y urgente, la hizo gritar presa de un paroxismo de increíble placer. Su cuerpo esperó en la cresta de ese placer a que él le diera más de lo que tanto ansiaba. Otro movimiento, más profundo, más duro. El cuerpo de Pau se tensó en torno al de él.


–Me deseas –dijo él.


–Sí. Sí. Te deseo. Pedro. Te necesito ahora mismo –susurró. Las cálidas y apasionadas palabras se le escaparon de los labios mientras se aferraba a él, abrazándolo, temblando de placer y anticipación.


–Dímelo otra vez –le pidió él mientras se hundía más profundamente dentro de ella–. Dime cuánto me deseas.


–Tanto... tanto... más de lo que puedo describir con palabras –le confesó Pau mientras depositaba besos frenéticos sobre el rostro de Pedro.


Él comenzó a moverse dentro de ella, satisfaciéndola por completo. Pau se aferró a él a medida que la tensión que había en su interior comenzó a crecer hasta que la poseyó por completo, hasta que fue dueño de su sangre y de su corazón, de todo su ser. Entonces, tras un segundo de espera, sintió una fuerte contracción de su cuerpo que la llevó a la más alta excitación posible. Su orgasmo se produjo al mismo tiempo que el de Pedro.


Perdido en las agradables sensaciones de tan maravillosa intimidad, Paula se sintió indefensa y muy vulnerable ante lo que estaba sintiendo. Se aferró a él, sabiendo ya con toda seguridad que no era sólo deseo lo que la poseía. Era amor. ¿Qué sentiría él hacia ella?


Notó el cálido aliento de Pedro contra el oído.


–¿Pedro? –susurró, con voz temblorosa.


El pecho de él se tensó. Oía la emoción en la voz de Paula. El modo en el que temblaba al decir su nombre había sido como una caricia física contra su piel. Ese sentimiento, sin embargo, provenía de la satisfacción de su deseo. Nada más.


Respiró lentamente. Entonces, le dijo secamente:

–Ya estamos iguales. Tú utilizaste mi deseo para demostrar que yo me había equivocado contigo. Ahora, yo he utilizado el tuyo para demostrar que tú me mentiste cuando me dijiste que no me deseabas.


Paula oyó la fría voz de Pedro. Aún estaba tumbada en la cama con él, después de haberlo amado tan íntima e intensamente, completamente incapaz de protegerse de la crueldad de las palabras que él acababa de pronunciar.




lunes, 22 de marzo de 2021

TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 43

 


Pau trató de responder, pero fue demasiado tarde. Pedro comenzó a besarla, fiera y apasionadamente. En cuestión de segundos, ella comenzó a devolverle el beso con idéntica pasión y necesidad.


La mano de Pedro le cubrió un seno y sus dedos encontraron un pezón ya erecto.


Aquello era lo último que Pau hubiera esperado y, sin embargo, era lo primero que había deseado. No podía negarlo, pero trató de hacerlo. No obstante, no encontró las palabras para hacerlo. Su cuerpo, sus sentidos, sus sentimientos ya habían dicho que sí.


Pedro reconoció lo mucho que se había esforzado por luchar contra el deseo que sentía hacia ella y que se estaba adueñando de él en aquellos momentos. Había fracasado completamente. No había planeado que aquello ocurriera. De hecho, se había esforzado todo lo que había podido para evitar que sucediera. Sin embargo, en aquellos momentos ya no podía controlar el deseo que sentía hacia Pau más de lo que ella podía ocultar su respuesta hacia él.


Pau pensó que era inútil huir y más aún permitirse amarlo. Eso era exactamente lo que estaba haciendo. Pedro la miró profundamente a los ojos y la besó lenta y delicadamente. La sensación de su boca moviéndose sobre la de ella con tanta sensualidad estaba minando su resistencia. Lo único que Pau quería hacer era responderle, darse a él, sentir cómo él la abrazaba, la tocaba y la poseía. La fuerza de esa necesidad hizo que todo su cuerpo se echara a temblar en brazos de Pedro, como si fuera un junco meciéndose con el viento. Necesitaba el apoyo de él para que la protegiera de su propia vulnerabilidad.


Pedro se apartó y se quitó la camisa. Entonces, le enmarcó el rostro y le besó el cuello. Este simple gesto provocó cálidas oleadas de placer.


–Tócame –le susurró él al oído. Entonces, le tomó la mano, se la colocó sobre su cálido torso y la retuvo allí–. Tócame, Pau, como he querido que me tocaras desde el momento que te vi.


Incapaz de detenerse, Pau obedeció. ¿Acaso no era aquello lo que tanto había ansiado? En aquellos momentos, mientras exploraba el torso de Pedro, sintió cómo las yemas de sus dedos iban excitando la piel de Pedro a cada paso. Se hizo más osada y fue explorando cada vez más abajo, hasta llegar a la lisa llanura donde el vello desaparecía por debajo de los pantalones. Sabía que llegar hasta allí era peligroso. Pasar más allá podría ser fatal porque la conduciría a un estado de plenitud que no querría volver a abandonar.


–Quieres seguir atormentándome, ¿verdad? –dijo él–. En ese caso, tal vez yo también te debería atormentar un poco.


Antes de que Pau pudiera detenerlo, Pedro la tomó en brazos y la llevó a su dormitorio, muy minimalista en diseño y decoración. No obstante, la cama sobre la que él la colocó le parecía ser el lugar más sensual y peligroso que hubiera conocido nunca. ¿O acaso era porque Pedro la estaba desnudando y se estaba desvistiendo él también, entre besos? Cada beso, cada caricia la llevaba a un lugar de tan intensa necesidad que nada más existía. Su cuerpo, ya desnudo, temblaba con la fuerza de su anhelo.


–¿Ves cuánto me deseas? –le dijo Pedro.


Pau no pudo negarlo. Por supuesto que lo deseaba. Lo deseaba, lo necesitaba. Lo amaba. Su cuerpo lo admitía en silencio.


Pedro se inclinó sobre ella y le acarició el cuerpo desde la cadera a los pechos con un exigente movimiento que terminó con él inclinando la cabeza para tomar un pezón entre los labios y provocarle tanta necesidad, que ella se echó a temblar. Con la mano que le quedaba libre, le cubrió el otro seno y empezó a separarle las piernas con una rodilla.


El deseo que se desató en ella fue como un volcán de calor líquido. La satisfacción de sentir el sexo erecto de Pedro contra el suyo fue en principio muy placentera, pero pronto se convirtió en una forma de exquisita tortura porque empezó a ansiar más intimidad. Apretó la parte inferior de su cuerpo contra la de él mientras que Pedro, por su parte, la levantaba contra sí, abriéndole las piernas para envolvérselas alrededor de su cuerpo.


Pau ansiaba tenerlo dentro de él. Sólo pensarlo le hacía sentir un deseo insoportable, pero Pedro la apartó de su lado, dejándola. ¿Qué estaba haciendo?


–Todavía no –le dijo muy suavemente–. Quiero acariciarte entera, saborearte por todas partes, conocerte primero.



TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 42

 


LA casa de Granada bullía de actividad. Pau sabía que la razón era el hecho de que su dueño y señor estaba a punto de marcharse a Chile para celebrar una reunión de negocios a finales de la semana con el socio que tenía en el país andino.


–Sé que es una tontería, pero no puedo evitar sentirme un poco nerviosa cada vez que Pedro tiene que volar a América del Sur. Siempre recuerdo la muerte de su padre y me hace preocuparme por la seguridad de Pedro. Sin embargo, jamás se lo digo a él. Pensaría que soy una exagerada –le confió la duquesa a Paula mientras desayunaban juntas en la galería del patio dos días después de que Pau hubiera regresado del castillo–. Supongo que tú también vas a regresar pronto a Inglaterra, pero debes mantener el contacto con nosotros, Paula. Después de todo, ya eres parte de la familia.


¿Parte de la familia? Pues Pedro no quería que ella lo fuera.


Como si sus pensamientos hubieran conjurado su presencia de algún modo, el propio Pedro salió de la casa y se acercó a reunirse con ellas. Se inclinó para besar a su madre en la mejilla y le dedicó una sonrisa. La mirada que le dedicó a Paula fue mucho más fría.


–He concertado una cita con el señor González mañana por la mañana para que pueda empezar a preparar el contrato de compraventa de la casa de tu padre.


–No voy a vender.


Las palabras salieron solas, como si Pau no tuviera control alguno sobre ellas. Se quedó igual de desconcertada que Pedro al escucharlas. Hasta aquel momento, ni siquiera se le había pasado por la cabeza quedarse con la casa de su padre, pero tras decirle a Pedro que no iba a venderla, le pareció de repente que quedársela era lo más natural.


Casi como si la hubieran tocado físicamente, sintió de algún modo la aprobación y la alegría de sus padres. Ellos querían que se quedara con la casa. Estaba más segura de eso de lo que nunca lo había estado de nada más en toda su vida. Supo que, por mucho que Pedro tratara de hacer que cambiara de opinión para que le vendiera la casa, ella no lo haría porque, sencillamente, no podía hacerlo.


–Esa casa pertenece al ducado –le dijo Pedro secamente–. Cuando se le dio a Felipe...


–Cuando mi padre me la dejó, lo hizo porque quería que yo la tuviera –le interrumpió ella–. Si él hubiera querido que regresara al ducado, eso habría sido lo que hubiera hecho. Es mía y tengo la intención de quedármela.


–¿Para fastidiarme? –sugirió Pedro fríamente.


–No. Tengo la intención de quedarme la casa por mí misma... por mis hijos. Para que al menos ellos puedan saber algo de sus antepasados españoles.


¿Qué hijos? Los únicos hijos que Paula deseaba tener eran los de Pedro, unos hijos que jamás se le permitiría tener. Sin embargo, las palabras parecieron haber sido suficientes para enojar a Pedro. De eso estaba segura.


Los ojos le ardían como si fueran oro líquido cuando le desafió.


–¿Y esos hijos los traerás aquí a España? ¿Junto al hombre con el que los hayas tenido?


–Por supuesto que sí –dijo ella negándose a sentirse intimidada–. ¿Y por qué no iba a hacerlo? Mi padre me dejó la casa porque quería que tuviera algo suyo. Por supuesto que la compartiré con mis hijos –añadió. Se sentía abrumada por lo que estaba sintiendo–. Tal vez pudieras impedirme que tuviera contacto con mi padre, pero no pudiste evitar que él me dejara su casa, aunque sin duda lo intentaste.


Pau no pudo seguir hablando. Simplemente no estaba segura de que la voz fuera a acompañarla. Sacudió la cabeza, se levantó de la silla y prácticamente echó a correr hacia el interior de la casa en su desesperación por escapar de la presencia de Pedro antes de que se derrumbara por completo.


Sólo cuando alcanzó por fin la seguridad y la intimidad de su dormitorio, dejó que sus sentimientos se desbordaran. Entonces, la puerta de su dormitorio se abrió de repente. Pau se quedó helada al ver que era Pedro quien entraba.


Aquella vez, ni siquiera se había molestado en llamar. Aquella vez, simplemente había abierto la puerta y había entrado, cerrándola de un portazo a sus espaldas.


Se sentía enojado, furioso, salvaje y apasionadamente enojado. Paula se dio cuenta. Algo en su interior cobró vida para igualar esos sentimientos con una salvaje y tempestuosa intensidad que la llevaron a enfrentarse a él con gesto desafiante.


–No sé qué es lo que quieres, Pedro...


–¿No? Entonces, deja que te lo demuestre.


Recorrió la distancia que los separaba antes de que Pau pudiera reaccionar. La tomó entre sus brazos con la pasión y la necesidad de un hombre.


–Esto es lo que quiero, Paula, y sé que tú también lo deseas. Por lo tanto, ni siquiera te molestes en tratar de fingir que no es así. Lo sentí, lo vi, lo saboreé en ti y sé que sigue ahí, latente. ¿No se te ha ocurrido nunca que al entregarte a mí podrías haber desatado algo que ninguno de los dos puede controlar, algo por lo que los dos tenemos que pagar un precio? No, por supuesto que no. Igual que, evidentemente, jamás se te ocurrió que un hombre que siente celos al ver a una muchacha de dieciséis años a la que desea, pero que se ha negado a poseer por la creencia moral de que ella es demasiado joven, podría juzgarla equivocadamente cuando la encuentra en la cama con otro hombre.


¿Qué estaba haciendo? Ni siquiera debería estar allí, diciendo cosas como aquéllas. Debería estar guardando las distancias entre Paula y él todo lo que pudiera. Habían sido las palabras de Pau sobre el hecho de que quería quedarse con la casa de su padre para compartirla con sus hijos lo que le había provocado aquella reacción. La angustia de imaginársela con el hijo de otro hombre, concibiéndolo, gestándolo, amándolo como amaba al hombre que se lo había dado había sido mucho más de lo que él podía soportar. Una voz en su interior lo animaba a guardar silencio, a dejarlo estar mientras aún era posible, pero el dolor que sentía por el deseo que experimentaba hacia Pau la ahogaba irremisiblemente.


–Yo no estaba en la cama con Ramiro –dijo Pau. Fue la única protesta que pudo pronunciar. Su mente no dejaba de pensar en lo que Pedro acababa de decir.


¿Pedro la deseaba? ¿Se había sentido celoso por el hecho de verla con otro hombre?


–Me prometí a mí mismo que no haría esto –decía él con voz airada–. Me dije que me rebaja como hombre utilizar el deseo sexual que sentimos el uno por el otro para tales propósitos, pero no me dejas elección.


–¿Que no te dejo elección?


Pau no iba a pensar en lo que él acababa de decir, en el hecho de que los dos compartieran un deseo sexual, como tampoco iba a pensar en la alegría que las palabras de Pedro le habían dado. En vez de eso, se centraría en la práctica y en la lógica, en la arrogancia de que él creyera que podía entrar en su dormitorio y pensar que... ¿Qué se esperaba?


El cuerpo de Pau se había empezado a excitar y sus pensamientos daban vueltas hasta estar fuera de control. Eran pensamientos salvajes, eróticos, sensuales y muy peligrosos, que querían enviarla a los brazos de Pedro.


–No cuando me hablas de tus planes para el futuro, un futuro que incluye tomar un amante que te dé hijos. Tal vez te los dé, pero primero yo te daré esto y tú me darás la pasión que me prometiste todos esos años atrás. No trates de negarlo. Ya me has demostrado que me deseas.


–Cualquier mujer es capaz de fingir placer sexual.


–El cuerpo humano no miente. Tu cuerpo me deseaba. Me dio la bienvenida. Ansiaba mi contacto. Cuando ese momento llegó, él me demostró que yo le había dado placer, como volveré a hacerlo ahora. No me lo impedirás porque no deseas hacerlo, aunque intentes convencerte de todo lo contrario.




TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 41

 


Mientras recorría la casa, pensó en su madre y en su padre. La tristeza que sintió por ellos, por todo lo que nunca habían tenido llenaba sus sentimientos y sus pensamientos. Dos buenas personas que simplemente no habían sido lo suficientemente fuertes contra los que no habían querido que estuvieran juntos.


Sin embargo, ella era la prueba viviente de que su amor había existido. Estaba en la puerta del dormitorio principal de la casa, pero no había sido el que su padre había ocupado. Según Pedro, su padre había preferido dormir en un dormitorio más pequeño, más sencillo, al final del pasillo. Una habitación que, con su desnudez, no le decía mucho sobre el hombre responsable de su existencia.


Tras terminar de recorrer la casa, sólo le quedaba esperar a que Pedro regresara. Nada que hacer aparte de tratar de no pensar en la intimidad que los dos habían compartido. A sus dieciséis años, ella se había pasado muchas horas imaginándose cómo Pedro le hacía el amor. Ya lo había conseguido, pero quería que él volviera a hacerlo una y otra vez. Quería que el placer que Pedro le había dado fuera de ella exclusivamente. Quería que Pedro fuera suyo exclusivamente.


¿Qué era lo que había hecho? Por demostrar a Pedro que él se había equivocado a la hora de juzgarla, se había limitado a cambiar una carga emocional por otra. Ya no tenía ira tras la que ocultar sus verdaderos sentimientos hacia Pedro. ¿Sus verdaderos sentimientos? ¿Podía una mujer enamorarse de por vida a la edad de dieciséis años? ¿Podría de verdad saber una mujer que la posesión del primer amante era la única que desearía? Su corazón y sus sentidos respondieron inmediatamente. Amaba a Pedro. Su ira contra él por haberla juzgado equivocadamente se mezclaba con dolor porque él no le correspondía.


Amaba a Pedro.


Desde la ventana del dormitorio principal vio que se acercaba un coche a la casa. Era el coche de Pedro. Había regresado para recogerla, tal y como le había dicho. Muy pronto estarían de camino a Granada. Muy pronto ella regresaría a Londres y a la vida que llevaba allí. Una vida sin Pedro. ¿Podría soportarlo?


Tendría que hacerlo.


Llegó al recibidor justo cuando Pedro abría la puerta principal.


–¿Has visto ya todo lo que querías ver? –le preguntó él.


Pau asintió. No se atrevió a articular palabra en aquellos momentos, cuando su corazón ansiaba estar a su lado y conseguir su amor.


Más tarde, Paula comprendió que, a partir de aquel momento, cuando oliera el aroma de los cítricos, pensaría en el valle de Lecrín, en el contacto de las manos de Pedro sobre su piel, en la pasión de sus besos y en el modo en el que la había poseído. No obstante, los recuerdos le proporcionarían un placer agridulce.