Pedro ansiaba tomarla entre sus brazos para consolarla, pero no lo hizo. Se había jurado a sí mismo que debía permitirle que tuviera libertad, que no debía imponer sobre ella la carga de su amor. Resultaba duro verla tan angustiada y no poder ofrecerle el consuelo que tanto deseaba darle.
En vez de eso, se limitó a decir:
–Deja que te explique.
Pau asintió y se sentó en la silla más cercana. Se sentía confusa, pero aún había algo sobre la imagen de Pedro con la toalla rodeándole las caderas como única prenda que excitaba sus sentidos como si fuera una herida sangrante, recordándole todo lo que nunca podría tener.
–Después de la muerte de mi padre, el control de la familia y de las finanzas recayó sobre mi abuela. Yo era menor de edad y mi abuela pasó a ocuparse de todo lo que me hubiera correspondido a mí con la ayuda del abogado de la familia. El modo en el que mi abuela trató a tu padre, combinado con el hecho de que se negara a ayudar económicamente a tu madre o a reconocerte a ti, tuvo como resultado que tu padre tuviera una depresión. Tu padre era un hombre amable y cariñoso, pero desgraciadamente su salud mental resultó dañada por la determinación de mi abuela de asegurarse de que se casara bien. Tenía mucho talento para la historia y, de joven, dijo que quería abrirse camino en ese campo. Mi abuela se negó. Le dijo que no era aceptable que un hombre de su posición llevara a cabo un empleo remunerado. Como ya te he dicho, tu padre era un hombre bueno y amable, pero mi abuela era una mujer muy testaruda que era capaz de pasar por encima de cualquiera para hacer lo que pensaba correcto. Desde el momento en el que se dio cuenta de que quería seguir su propio camino en la vida, estuvo dispuesta a impedirlo. Jamás permitió que tu padre olvidara que estaba tratando de hacer lo que su verdadera madre hubiera querido para él, y ese hecho lo dejó muy confuso y con un gran sentimiento de culpabilidad. Por eso dejó a tu madre tan fácilmente. Creo que eso también fue la razón de que tuviera esa depresión cuando se enteró de que tu madre estaba embarazada. Quería estar con vosotras dos, pero no podía oponerse a mi abuela. Jamás se recuperó del todo.
Pau notó la tristeza y el arrepentimiento que marcaban la voz de Pedro y no le quedó más remedio que reconocer que él debía de haber querido mucho a su padre.
–Nunca he dejado de sentirme culpable por el hecho de que fuera mi comentario lo que provocó que mi abuela comenzara a interrogar a Felipe y a tu madre sobre su relación. Jamás me perdonaré.
Pau sintió una profunda pena hacia él porque sabía que era sincero en lo que acababa de admitir.
–Eras sólo un niño –le recordó–. Mi madre me dijo que siempre creyó que tu abuela llevaba algún tiempo sospechando algo.
–Sí. A mí me dijo lo mismo cuando la visité por primera vez, después de la muerte de mi abuela. Su amabilidad fue un bálsamo para el sentimiento de culpabilidad que yo tenía.
–¿Cuando la visitaste por primera vez? ¿Cuándo fue eso?
Se dio cuenta de que Pedro había dicho más de lo que había tenido intención.
–Después de la muerte de mi abuela, fui a visitar a tu madre –contestó, aunque de mala gana, la pregunta de Pau—. Como cabeza de mi familia, era mi deber hacerlo para... para... asegurarme de que las dos...
–¿Fuiste a Inglaterra a ver a mi madre?
–Sí. Pensé que a ella le gustaría tener noticias de tu padre. La manera en la que se separaron no fue muy... amable y, además, había que pensar en ti. Quería que tu madre supiera que las dos seríais bienvenidas en España si decidía traerte aquí. Pensé que ella podría querer que tu padre te conociera y que tú lo conocieras a él.
Pedro estaba tratando de elegir muy cuidadosamente sus palabras. Paula había sufrido ya mucho. No quería que sufriera aún más.
Sin embargo, Pau se había imaginado lo que Pedro estaba tratando de ocultarle.
–Mi madre no quería volver a España, ¿verdad? ¿Acaso no quería que yo conociera a mi padre?
Pedro inmediatamente defendió a la madre de Pau.
–Estaba pensando en ti. Tuve que decirle que Felipe había tenido una depresión y a ella le preocupaba el efecto que eso pudiera tener en ti.
–Hay más, ¿verdad? Quiero saberlo todo, Pedro –insistió Pau.
Durante un instante, pensó que Pedro se iba a negar. Él se dio la vuelta para mirar hacia la ventana.
–Tengo derecho a saberlo –insistió ella.
Pedro suspiró.
–Muy bien, pero recuerda, Paula, que lo único que tu madre quería hacer era protegerte.
–Nada de lo que puedas contarme cambiará lo que siento sobre mi madre –le aseguró Pau. Tampoco nada de lo que ocurriera podría cambiar lo que ella sentía hacia Pedro. Él se había equivocado a la hora de juzgarla, pero parecía que ella había hecho lo mismo con él. Sin embargo, el amor que le tenía permanecería como lo había sido todos esos años atrás.
Pedro se volvió para mirarla. Pau contuvo el aliento. ¿Podría él leer en sus ojos el amor que le profesaba? Bajó rápidamente los párpados para ocultar su expresión.
–Tu madre me dijo que ella no quería que hubiera contacto alguno entre tu padre y tú. Me pidió que le prometiera que así sería. Al principio, tenía miedo de que te pudiera hacer daño. Eras muy joven y tenías una visión muy idealizada de tu padre que tu madre sabía que él no podría igualar. Más tarde, tuvo miedo de que tú pudieras, por amor filial, sacrificar tu propia libertad para estar con tu padre. Yo le prometí lo que ella me había pedido, por lo que cuando llegó tu carta...
–Se la ocultaste a mi padre. Sí, ahora lo entiendo todo, Pedro. Sin embargo, ¿por qué no te limitaste a destruirla? ¿Por qué tuviste que llevarla a Inglaterra para... para hacerme daño?
–Pensé que lo mejor sería hablar de la situación con tu madre en persona. No tenía intención alguna de hacerte daño. Simplemente quería asegurarme de que no volvías a escribir a tu padre.
–¿Y fuiste a Inglaterra sólo para decirle eso?
Pedro guardó silencio. Evidentemente, no quería responder a aquella pregunta. Inmediatamente, Pau comprendió que había más.
–No fuiste sólo para eso, ¿verdad? ¿Qué más había?
Pedro guardó silencio durante unos instantes antes de retomar la palabra.
–Como te he dicho anteriormente, como cabeza de familia, creí que era mi deber. Tu madre había pasado unos años muy difíciles, soportando la pérdida del hombre al que amaba y la dura situación económica que tenía que soportar antes de que...
–Antes de que heredara todo ese dinero –dijo Pau lentamente–. Dinero de una tía abuela que mi madre nunca había mencionado y a la que yo jamás conocí. Dinero que mi madre a menudo decía que agradecía por todo lo que podía hacer por mí. Dinero para comprarnos una hermosa casa en el campo que ella decía que era especialmente para mí. Dinero que significaba que mi madre no tenía que trabajar para que ella pudiera estar siempre conmigo. Dinero para enviarme a buenos colegios y para luego pagarme los estudios en la universidad. Sin embargo, no había tía rica, ¿verdad? –le desafío a Pedro–. No había testamento ni herencia. Eras tú. Tú pagaste todo...
–Paula...
–Es cierto, ¿verdad? –preguntó ella. Se había quedado completamente pálida–. Es cierto. Tú fuiste quien compró la casa, quien pago mi educación...
–Tu madre y tú teníais todo el derecho a que yo os cuidara. Sólo estaba arreglando el mal que mi abuela os hizo. Tu madre se negó a aceptar nada al principio, pero yo le dije que eso sólo se añadiría a la culpabilidad que arrastraba la familia por no haberte dado antes algo que era tuyo de todos modos.
–He estado tan equivocada con respecto a ti... Te he juzgado tan mal...
Pau se sentía tan agitada que se puso de pie y comenzó andar por la sala mientras se retorcía las manos de desesperación.
–No, Pau. Simplemente has malinterpretado los hechos. Eso es todo. Soy yo el culpable de haberte juzgado mal.
–Por favor, no intentes ser amable conmigo –le suplicó Paula–. Eso sólo empeora las cosas.
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