lunes, 22 de marzo de 2021

TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 42

 


LA casa de Granada bullía de actividad. Pau sabía que la razón era el hecho de que su dueño y señor estaba a punto de marcharse a Chile para celebrar una reunión de negocios a finales de la semana con el socio que tenía en el país andino.


–Sé que es una tontería, pero no puedo evitar sentirme un poco nerviosa cada vez que Pedro tiene que volar a América del Sur. Siempre recuerdo la muerte de su padre y me hace preocuparme por la seguridad de Pedro. Sin embargo, jamás se lo digo a él. Pensaría que soy una exagerada –le confió la duquesa a Paula mientras desayunaban juntas en la galería del patio dos días después de que Pau hubiera regresado del castillo–. Supongo que tú también vas a regresar pronto a Inglaterra, pero debes mantener el contacto con nosotros, Paula. Después de todo, ya eres parte de la familia.


¿Parte de la familia? Pues Pedro no quería que ella lo fuera.


Como si sus pensamientos hubieran conjurado su presencia de algún modo, el propio Pedro salió de la casa y se acercó a reunirse con ellas. Se inclinó para besar a su madre en la mejilla y le dedicó una sonrisa. La mirada que le dedicó a Paula fue mucho más fría.


–He concertado una cita con el señor González mañana por la mañana para que pueda empezar a preparar el contrato de compraventa de la casa de tu padre.


–No voy a vender.


Las palabras salieron solas, como si Pau no tuviera control alguno sobre ellas. Se quedó igual de desconcertada que Pedro al escucharlas. Hasta aquel momento, ni siquiera se le había pasado por la cabeza quedarse con la casa de su padre, pero tras decirle a Pedro que no iba a venderla, le pareció de repente que quedársela era lo más natural.


Casi como si la hubieran tocado físicamente, sintió de algún modo la aprobación y la alegría de sus padres. Ellos querían que se quedara con la casa. Estaba más segura de eso de lo que nunca lo había estado de nada más en toda su vida. Supo que, por mucho que Pedro tratara de hacer que cambiara de opinión para que le vendiera la casa, ella no lo haría porque, sencillamente, no podía hacerlo.


–Esa casa pertenece al ducado –le dijo Pedro secamente–. Cuando se le dio a Felipe...


–Cuando mi padre me la dejó, lo hizo porque quería que yo la tuviera –le interrumpió ella–. Si él hubiera querido que regresara al ducado, eso habría sido lo que hubiera hecho. Es mía y tengo la intención de quedármela.


–¿Para fastidiarme? –sugirió Pedro fríamente.


–No. Tengo la intención de quedarme la casa por mí misma... por mis hijos. Para que al menos ellos puedan saber algo de sus antepasados españoles.


¿Qué hijos? Los únicos hijos que Paula deseaba tener eran los de Pedro, unos hijos que jamás se le permitiría tener. Sin embargo, las palabras parecieron haber sido suficientes para enojar a Pedro. De eso estaba segura.


Los ojos le ardían como si fueran oro líquido cuando le desafió.


–¿Y esos hijos los traerás aquí a España? ¿Junto al hombre con el que los hayas tenido?


–Por supuesto que sí –dijo ella negándose a sentirse intimidada–. ¿Y por qué no iba a hacerlo? Mi padre me dejó la casa porque quería que tuviera algo suyo. Por supuesto que la compartiré con mis hijos –añadió. Se sentía abrumada por lo que estaba sintiendo–. Tal vez pudieras impedirme que tuviera contacto con mi padre, pero no pudiste evitar que él me dejara su casa, aunque sin duda lo intentaste.


Pau no pudo seguir hablando. Simplemente no estaba segura de que la voz fuera a acompañarla. Sacudió la cabeza, se levantó de la silla y prácticamente echó a correr hacia el interior de la casa en su desesperación por escapar de la presencia de Pedro antes de que se derrumbara por completo.


Sólo cuando alcanzó por fin la seguridad y la intimidad de su dormitorio, dejó que sus sentimientos se desbordaran. Entonces, la puerta de su dormitorio se abrió de repente. Pau se quedó helada al ver que era Pedro quien entraba.


Aquella vez, ni siquiera se había molestado en llamar. Aquella vez, simplemente había abierto la puerta y había entrado, cerrándola de un portazo a sus espaldas.


Se sentía enojado, furioso, salvaje y apasionadamente enojado. Paula se dio cuenta. Algo en su interior cobró vida para igualar esos sentimientos con una salvaje y tempestuosa intensidad que la llevaron a enfrentarse a él con gesto desafiante.


–No sé qué es lo que quieres, Pedro...


–¿No? Entonces, deja que te lo demuestre.


Recorrió la distancia que los separaba antes de que Pau pudiera reaccionar. La tomó entre sus brazos con la pasión y la necesidad de un hombre.


–Esto es lo que quiero, Paula, y sé que tú también lo deseas. Por lo tanto, ni siquiera te molestes en tratar de fingir que no es así. Lo sentí, lo vi, lo saboreé en ti y sé que sigue ahí, latente. ¿No se te ha ocurrido nunca que al entregarte a mí podrías haber desatado algo que ninguno de los dos puede controlar, algo por lo que los dos tenemos que pagar un precio? No, por supuesto que no. Igual que, evidentemente, jamás se te ocurrió que un hombre que siente celos al ver a una muchacha de dieciséis años a la que desea, pero que se ha negado a poseer por la creencia moral de que ella es demasiado joven, podría juzgarla equivocadamente cuando la encuentra en la cama con otro hombre.


¿Qué estaba haciendo? Ni siquiera debería estar allí, diciendo cosas como aquéllas. Debería estar guardando las distancias entre Paula y él todo lo que pudiera. Habían sido las palabras de Pau sobre el hecho de que quería quedarse con la casa de su padre para compartirla con sus hijos lo que le había provocado aquella reacción. La angustia de imaginársela con el hijo de otro hombre, concibiéndolo, gestándolo, amándolo como amaba al hombre que se lo había dado había sido mucho más de lo que él podía soportar. Una voz en su interior lo animaba a guardar silencio, a dejarlo estar mientras aún era posible, pero el dolor que sentía por el deseo que experimentaba hacia Pau la ahogaba irremisiblemente.


–Yo no estaba en la cama con Ramiro –dijo Pau. Fue la única protesta que pudo pronunciar. Su mente no dejaba de pensar en lo que Pedro acababa de decir.


¿Pedro la deseaba? ¿Se había sentido celoso por el hecho de verla con otro hombre?


–Me prometí a mí mismo que no haría esto –decía él con voz airada–. Me dije que me rebaja como hombre utilizar el deseo sexual que sentimos el uno por el otro para tales propósitos, pero no me dejas elección.


–¿Que no te dejo elección?


Pau no iba a pensar en lo que él acababa de decir, en el hecho de que los dos compartieran un deseo sexual, como tampoco iba a pensar en la alegría que las palabras de Pedro le habían dado. En vez de eso, se centraría en la práctica y en la lógica, en la arrogancia de que él creyera que podía entrar en su dormitorio y pensar que... ¿Qué se esperaba?


El cuerpo de Pau se había empezado a excitar y sus pensamientos daban vueltas hasta estar fuera de control. Eran pensamientos salvajes, eróticos, sensuales y muy peligrosos, que querían enviarla a los brazos de Pedro.


–No cuando me hablas de tus planes para el futuro, un futuro que incluye tomar un amante que te dé hijos. Tal vez te los dé, pero primero yo te daré esto y tú me darás la pasión que me prometiste todos esos años atrás. No trates de negarlo. Ya me has demostrado que me deseas.


–Cualquier mujer es capaz de fingir placer sexual.


–El cuerpo humano no miente. Tu cuerpo me deseaba. Me dio la bienvenida. Ansiaba mi contacto. Cuando ese momento llegó, él me demostró que yo le había dado placer, como volveré a hacerlo ahora. No me lo impedirás porque no deseas hacerlo, aunque intentes convencerte de todo lo contrario.




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