Mientras recorría la casa, pensó en su madre y en su padre. La tristeza que sintió por ellos, por todo lo que nunca habían tenido llenaba sus sentimientos y sus pensamientos. Dos buenas personas que simplemente no habían sido lo suficientemente fuertes contra los que no habían querido que estuvieran juntos.
Sin embargo, ella era la prueba viviente de que su amor había existido. Estaba en la puerta del dormitorio principal de la casa, pero no había sido el que su padre había ocupado. Según Pedro, su padre había preferido dormir en un dormitorio más pequeño, más sencillo, al final del pasillo. Una habitación que, con su desnudez, no le decía mucho sobre el hombre responsable de su existencia.
Tras terminar de recorrer la casa, sólo le quedaba esperar a que Pedro regresara. Nada que hacer aparte de tratar de no pensar en la intimidad que los dos habían compartido. A sus dieciséis años, ella se había pasado muchas horas imaginándose cómo Pedro le hacía el amor. Ya lo había conseguido, pero quería que él volviera a hacerlo una y otra vez. Quería que el placer que Pedro le había dado fuera de ella exclusivamente. Quería que Pedro fuera suyo exclusivamente.
¿Qué era lo que había hecho? Por demostrar a Pedro que él se había equivocado a la hora de juzgarla, se había limitado a cambiar una carga emocional por otra. Ya no tenía ira tras la que ocultar sus verdaderos sentimientos hacia Pedro. ¿Sus verdaderos sentimientos? ¿Podía una mujer enamorarse de por vida a la edad de dieciséis años? ¿Podría de verdad saber una mujer que la posesión del primer amante era la única que desearía? Su corazón y sus sentidos respondieron inmediatamente. Amaba a Pedro. Su ira contra él por haberla juzgado equivocadamente se mezclaba con dolor porque él no le correspondía.
Amaba a Pedro.
Desde la ventana del dormitorio principal vio que se acercaba un coche a la casa. Era el coche de Pedro. Había regresado para recogerla, tal y como le había dicho. Muy pronto estarían de camino a Granada. Muy pronto ella regresaría a Londres y a la vida que llevaba allí. Una vida sin Pedro. ¿Podría soportarlo?
Tendría que hacerlo.
Llegó al recibidor justo cuando Pedro abría la puerta principal.
–¿Has visto ya todo lo que querías ver? –le preguntó él.
Pau asintió. No se atrevió a articular palabra en aquellos momentos, cuando su corazón ansiaba estar a su lado y conseguir su amor.
Más tarde, Paula comprendió que, a partir de aquel momento, cuando oliera el aroma de los cítricos, pensaría en el valle de Lecrín, en el contacto de las manos de Pedro sobre su piel, en la pasión de sus besos y en el modo en el que la había poseído. No obstante, los recuerdos le proporcionarían un placer agridulce.
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