domingo, 21 de marzo de 2021

TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 39

 


Pedro cerró los ojos. ¿Por qué estaba haciendo aquello? ¿Qué estaba esperando? ¿Obligarla a decirle que lo amaba del mismo modo que él se había visto aceptado a admitir que se había equivocado con ella? ¿Era ésa de verdad la clase de hombre que él era, un hombre cuyo orgullo exigía que ella lo amara simplemente porque él la amaba a ella? Pedro sintió un sabor amargo en la boca, un peso en el corazón. ¿No le había hecho ya bastante daño a Pau?


Ella oyó que Pedro suspiraba. No podía ser una señal de arrepentimiento, por supuesto. Ero era imposible. No se creía que pudiera darse la vuelta y mirarlo cuando sabía que él se disponía a abandonar la cama. No lo miró tampoco mientras se vestía y cuando, por fin, se marchó del dormitorio.


Su anterior euforia se había esfumado por completo. Se sentía agotada y vacía, hueca emocionalmente aparte del desgraciado anhelo que existía en su corazón. Lo que deseaba más que nada era que Pedro la tomara entre sus brazos y saber que lo que habían compartido era especial. ¿De verdad era tan necia? ¿Era eso lo que en realidad había esperado, que, como en un cuento de hadas, su beso lo transformara todo e hiciera que Pedro se enamorara perdidamente de ella?


¿Qué se enamorara perdidamente de ella? Eso no era lo que quería en absoluto. ¿O sí?


¿Acaso no estaba escondido en su interior el germen de la jovencita de dieciséis años que había sido, con todos sus sueños e ilusiones románticas?


Enterró el rostro entre las manos. El cuerpo le temblaba mientras trataba de decirse que todo iba a salir bien. Que estaba a salvo y que no amaba a Pedro


En su dormitorio, Pedro estaba inmóvil y silencioso. Debería ducharse, pero aún tenía el aroma de Paula sobre la piel y, dado que eso era lo único que tendría de ella a partir de aquel momento, aparte de sus recuerdos, lo mejor que podría hacer sería aferrarse a aquella esencia todo el tiempo que pudiera, como si fuera un adolescente abrumado por su primer amor de verdad.


O un hombre conociendo a su único amor.


Ya no podía ocultarse la verdad. Jamás había dejado de amar a Paula. Allí era donde le habían llevado los celos y la pasión. Al lugar del odio hacia sí mismo y del arrepentimiento, un verdadero desierto del corazón en el que se sentiría para siempre atormentado por el espejismo de lo que podría haber sido. No le reconfortaba ni le satisfacía saber que Pau también lo había deseado a él o que su deseo, el que él había despertado en ella, había terminado por borrar toda idea de venganza o castigo que ella pudiera tener. Pedro sabía lo suficiente sobre el poder del verdadero deseo para reconocerlo inmediatamente en él y en ella. Si hubiera sido más valiente, la habría forzado a admitir el deseo que sentía hacia él, pero, ¿Qué satisfacción le habría dado eso?


Se había equivocado terriblemente con ella y no había excusas para mitigar ese error ni modo alguno de enmendarlo. Tendría que vivir con eso durante el resto de su vida. Un peso insoportable que debía añadir al que ya llevaba, al que cargaba desde hacía siete años: el peso de amarla sin razón o lógica y tan completamente que en su vida no habría sitio para otra mujer. Ya estaba. Lo había admitido. La había amado entonces y seguía amándola en el presente. Jamás había dejado de amarla. Jamás dejaría de amarla. Nunca.


Sin embargo, era el peso que cargaba la propia Paula el que más pesaba sobre su conciencia y sobre su corazón. Por orgullo y celos, había creído que guardando la inocencia de Pau hasta que fuera lo suficientemente madura para que él pudiera cortejarla, podría ganarse el corazón de la muchacha de quien se había enamorado. No había podido soportar el hecho de que otro hombre pudiera tener lo que él había deseado y se había negado. Se había sentido furioso con Paula por elegir a otro hombre, la había juzgado mal y la había castigado por ello.




TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 38

 


Pedro miró la oscuridad tratando de encontrar el modo de avanzar a tientas. El dormitorio quedaba iluminado por una tenue luz. La oscuridad que tenía que dominar era la que había en su interior, en su negligencia por no haber sabido reconocer la verdad.


–¿Me equivoco al pensar que... la intimidad que acabamos de compartir estaba, al menos por tu parte, buscada por la necesidad de castigarme? ¿De demostrarme que me equivocaba sobre ti?


–No me he pasado los últimos siete años creando un plan para que me sedujeras, si es eso a lo que te refieres –replicó Pau.


Estaban inmóviles en la cama. Por mucho que a Pau le hubiera gustado levantarse y protegerse volviéndose a vestir, sospechaba que, si lo hacía, Pedro sabría inmediatamente que lo hacía porque se sentía vulnerable.


Vulnerable porque su cuerpo se sentía encantado con Pedro y demasiado preparado para explorar la posibilidad de experimentar una repetición del placer que él acababa de darle. Era como si, a cambio de su virginidad, Pedro le hubiera hecho descubrir una necesidad que sólo él pudiera satisfacer. Si eso era cierto...


No. No debía empezar a pensar así. Debía recordar cómo se había sentido antes de ese placer. Debía recordar por qué había sido tan importante para ella que Pedro se enfrentara a la realidad de su virginidad.


–No hay más juegos, Paula –dijo Pedro con voz controlada y vacía de sentimiento–. Me animaste a robarte tu virginidad no para darme placer a mí o a ti misma, sino para castigarme. No se trataba de un acto de intimidad, sino de venganza.


Pau sabía que Pedro sólo estaba tratando de que ella sintiera que se había equivocado. Y lo estaba haciendo porque no quería admitir que era él quien lo había hecho.


–Te equivocaste sobre mí en el pasado y veo que sigues equivocándote –le recordó ella–. Sigues echándome en cara un supuesto pasado. Yo no he planeado deliberadamente nada de lo ocurrido, si eso es lo que crees, pero cuando se presentó la ocasión, sí, efectivamente quise que ocurriera.


–Podrías haber parado cuando te diste cuenta de que yo me había percatado de que eras virgen.


Pau sintió un escalofrío de aprensión. ¿Se habría dado cuenta él de que ella había terminado deseándole tanto que el propósito original de lo que estaba haciendo había dejado de importar? Eso significaría nuevas humillaciones para ella. Tenía veintitrés años, no dieciséis, y no estaba preparada para pensar en la posibilidad de llevar deseándolo todos esos años.


–Tal vez sentí que, si lo hacía, siempre estaría la cuestión sobre... sobre la prueba real y que tú después podrías pensar que te habías imaginado que yo era virgen.


–¿Tal vez?


Pau se encogió de hombros.


–¿De qué servía dejar las cosas en aquel punto? Tú siempre has sentido una gran antipatía hacia mí, Pedro –añadió, antes de que él pudiera responder–. Los dos lo sabemos. Yo quería asegurarme de que los dos conocíamos la verdad.


–¿Significa eso que seguiste siendo virgen por si surgía la oportunidad de enfrentarme a la verdad?


Pedro se estaba burlando de ella. Pau estaba completamente segura. Ella sintió que, poco a poco, iba perdiendo el control.


–¿Tienes idea de lo que se siente al ser etiquetada como tú me etiquetaste a mí? No sólo por lo que pensabas de mí, sino... sino por el modo en el que afectó a lo que yo sentía sobre mí misma. Tengo veintitrés años. ¿Cómo crees que me sentía sobre el hecho de tener que explicar a un hombre del que podría enamorarme que no había tenido relaciones sexuales? Él habría pensado que yo era un bicho raro.


–Entonces, ¿es culpa mía que fueras aún virgen?


–Sí. No. Mira, no veo de qué puede servir que los dos discutamos esto. Yo sólo quiero seguir con mi vida. Como te he dicho, sé que tú jamás has sentido simpatía alguna por mí. Lo demostraste cuando no me dejaste escribir a mi padre.


–Tú me deseabas.


–No, sólo quería justicia.


–Yo te excitaba. Mis caricias...


–No. Me excitaba el hecho de saber que tú te verías obligado a admitir que te habías equivocado. Después de todo, yo ni siquiera te gusto, pero tú... tú... No quiero volver a hablar al respecto –dijo ella. Temía que Pedro volviera a tocarla, a tomarla entre sus brazos. Si lo hacía como había hecho antes...–. Sólo quiero que te vayas.


Eso no era cierto. Quería que Pedro se quedara. Quería que él la tomara entre sus brazos y... y ¿qué? ¿Que la amara? Ya no tenía dieciséis años.




sábado, 20 de marzo de 2021

TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 37

 


Pedro sintió que Pau temblaba entre sus brazos. Debería terminar aquello en aquel mismo instante. Había preguntas que hacer, historia que volver a reescribir. Sin embargo, estaban allí, haciendo justo lo que él llevaba toda una vida deseando. Y ella lo deseaba.


La realidad no tenía ningún sitio allí. Era un lugar en el que los sueños rotos podían volver a reescribirse, en el que las esperanzas podían hacerse realidad. El dolor desapareció.


El cuerpo de Pedro tomó su propia decisión. El movimiento hizo que Paula pronunciara un suave ronroneo en lo más profundo de la garganta. Lo miraba del mismo modo en el que lo había mirado a los dieciséis, pero su mirada era ya la de una mujer, igual que su deseo. Llevaba tanto tiempo deseándola. La había amado desde hacía tanto tiempo...


¡No!


Era demasiado tarde para poder negar nada. Su cuerpo ya no escuchaba. Estaba poseído por una oleada de deseo que era imposible de detener.


Se movió dentro de ella, cuidadosa pero firmemente, silenciando el pequeño grito que ella exhaló cuando sintió que su cuerpo se tensaba y que lo que había comenzado como dolor se transformaba en placer. Su cuerpo quedó libre para responder a aquella posesión. Poco a poco, fue perdiendo constancia de todo lo que la rodeaba. Sólo quedó Pedro para ayudarla a cabalgar sobre las oleadas de placer.


Finalmente, las sensaciones parecieron llegar a su punto más álgido y estallaron en un placer tan intenso, que ella casi no lo pudo soportar. Gritó el nombre de Pedro en medio de un revuelo de palabras cuando el orgasmo se apoderó de ella. Pedro la agarró con fuerza y dejó que su propio cuerpo se acompasara también a los espasmos finales del gozo de ella.




TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 36

 


Una horrible sensación de vergüenza se apoderó de ella. Durante un minuto, Pau sintió la tentación de decirle que se marchara, pero la ira que había sentido anteriormente volvió a surgir dentro de ella y, con ésta, la necesidad de justicia.


Levantó la barbilla, se encogió de hombros y dijo en lo que esperaba que fuera una voz sugerente:

–¿No seguir adelante cuando me has... cuando te deseo tanto, Pedro?


¿Había esperado él que ella pusiera fin a aquello? ¿Que tuviera la fuerza de voluntad que sabía que ella no tenía? Vio la suave y rosada boca, henchida por los besos. Tenía los labios entreabiertos, los ojos medio cerrados, como si estuviera a punto de desmayarse por la presión de su propio deseo.


Pedro sintió ira y vergüenza contra sí mismo y contra Paula. Sin embargo, ninguno de los dos sentimientos fue lo bastante fuerte como para contener la necesidad que lo estaba empujando y que lo llevaba más allá de la lógica y del razonamiento a un lugar en el que lo único que existía era su anhelo por una única mujer.


Se hundió en su cuerpo lentamente. Necesitaba absorber cada segundo de algo que se le había negado durante mucho tiempo, sabiendo de antemano que sus cuerpos encajarían perfectamente.


No debería estar sintiéndose así. Sabía lo que ella era, después de todo, pero era como si algo dentro de él no quisiera reconocer esa realidad, como si una debilidad en sí mismo se negara a creerlo y deseara creer que lo que estaba ocurriendo entre ellos les pertenecía exclusivamente a ellos. Su cuerpo respondía a lo que estaba sintiendo. A lo que deseaba. A lo que necesitaba.


Su anterior enojo dio paso a un anhelo por olvidar el pasado y llevarlos a los dos a un lugar en el que pudieran empezar desde el principio Estaba perdiendo la capacidad de ver lo que era real. La ira y el desprecio que habían marcado sus creencias durante tanto tiempo se estaba rompiendo bajo la presión de la intimidad física con Paula. En lo más profundo de su ser, Pedro podía sentir el creciente anhelo de un sentimiento que no podía erradicar para que las cosas fueran diferentes, para que ellos fueran diferentes, para que lo que estaba ocurriendo en aquellos momentos entre ellos pudiera nacer del...


¿Se había olvidado del pasado? ¿De verdad importaba ese pasado? ¿No era mucho más importante el hecho de que ella estuviera allí, entre sus brazos, del modo que más había ansiado estar con ella? ¿Dónde estaba su orgullo? ¿De verdad estaba admitiendo ante sí mismo que la amaba?


Pedro no lo sabía. Sólo sabía que tenerla entre sus brazos de aquella manera estaba derribando las barreras que había levantado contra ella. Su orgullo podría decir que no debía amarla, pero, ¿y su corazón? Negación, ira, anhelo, pérdida... Experimentó todos aquellos sentimientos, un tormento de posibilidades que lo abrumaban.


Instintivamente, Pau sintió el cambio que se producía en Pedro y, antes de que pudiera resistirse, su propio cuerpo estaba respondiendo, dándole la bienvenida, deseándolo, deseándolo al tiempo que su anterior determinación daba paso a algo más elemental e irresistible. Quería que Pedro alimentara ese sentimiento, aquel nuevo e intenso deseo.


Era completamente incapaz de detener los sonidos de placer que le brotaban de la garganta mientras su cuerpo respondía a los movimientos rítmicos que el cuerpo de Pedro realizaba dentro del suyo propio, incrementando cada vez más el placer. Ese placer se apoderó de ella, llenándola por dentro, aprisionándola, demandando su sumisión, haciéndole olvidar la razón por la que estaba ocurriendo aquel acto de intimidad.


Perdido en la amarga dulzura de lo que podría haber sido, Pedro se tensó de incredulidad cuando notó el himen en el interior del cuerpo de Pau. Aquella sensación lo llenó de confusión. La miró, pero estaba perdida en su propio placer.


Ella no tardó en darse cuenta de que Pedro había detenido los deliciosos movimientos que le habían estado proporcionando tanto gozo. En la expresión de su rostro, Pau vio sorpresa y notó que estaba a punto de retirarse, algo que no deseaba.


–No...


Se aferró a él, animándolo a completar la sensual posesión que había iniciado, mirándolo para que se diera cuenta de que deseaba que él le diera lo que tanto ansiaba.


¿Qué le estaba ocurriendo? ¿Dónde estaba la ira que debía estar sintiendo? ¿Cómo era posible que Pedro hubiera conseguido robársela y reemplazarla por aquella deliciosa dulzura? No lo sabía. No era capaz de razonar lógicamente. Sus sentimientos eran demasiado fuertes para eso. Sólo sabía que todo lo que siempre había deseado estaba allí, con Pedro.




TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 35

 


No hizo intento de resistirse cuando Pedro la tomó en brazos y la llevó a la cama, colocándola encima. La mirada de él absorbía todos los detalles del cuerpo desnudo de Pau, de tal modo que le resultaba imposible apartarla. Una sensualidad que Pau no había conocido que poseyera le hizo mover el cuerpo lánguidamente bajo esa mirada, sintiendo un placer tan femenino que la llevó a soltar un ligero gemido cuando Pedro se unió junto a ella sobre la cama. La abrazó, la moldeó con las manos, la poseyó con el beso más apasionado sin dejar de acariciar su cuerpo.


El roce de las yemas de sus dedos contra el estómago le provocó una intensa necesidad de que él la tocara más íntimamente. Su cuerpo se tensó, el aliento se le quedó en los pulmones cuando Pedro movió la mano un poco más abajo, cubriéndole el sexo, inyectándole un calor que le provocó un anhelo incontrolable hacia él. Ese deseo floreció húmedamente entre los delicados pliegues de su feminidad, que sentía cada más hinchados, como si estuviera abriéndose bajo la mano de él.


Pau lo deseaba desesperadamente. En su imaginación, ya podía sentirlo en el interior de su cuerpo y éste pulsaba frenéticamente bajo el estímulo de lo que estaba pensando. Lo deseaba tanto que lo que sentía le resultaba abrumador.


La respiración de Pedro era inestable. Su boca contra la piel de Pau era apasionada y urgente. El suave contacto de los dientes contra el pezón causó que el cuerpo de ella se convulsionara de puro placer.


Él le soltó el pezón lentamente y levantó la cabeza para mirarla. Vio en los ojos de Pau todo lo que necesitaba para saber que ella lo deseaba. Aquella mirada igualaba la anticipación de su cuerpo desnudo.


–Quítate la ropa –le dijo ella con voz ronca–. Quiero verte. Quiero sentir tu piel contra la mía, tu cuerpo contra el mío, sin nada que se interponga. Te quiero dentro de mí, poseyéndome como un hombre debería poseer a una mujer. Te deseo, Pedro.


Paula escuchó sus propias palabras, sus propios requerimientos con una vaga sensación de sorpresa, como si hubiera sido otra persona la que las hubiera pronunciado. Sin embargo, Pedro no parecía estar escandalizado ni siquiera sorprendido. Estaba haciendo lo que ella le había pedido sin dejar de mirarla, inmovilizándola prácticamente contra la cama mientras se quitaba la ropa.


Paula levantó una mano para trazar la línea de oscuro vello que dividía en dos su torso, deteniéndose tan solo cuando llegó al ombligo. Sin decir ni una sola palabra, Paula se incorporó y procedió a retomar el sendero trazado por los dedos con una línea de dulces besos que se fueron haciendo gradualmente más intensos. Sin embargo, Pedro le inmovilizó la mano y la cabeza, impidiéndole llegar a su objetivo.


–No puedo dejar que sigas. Ahora no, no cuando mi cuerpo ansía la intimidad con el tuyo tan desesperadamente.


–Sí, Pedro..


Cuando él la soltó y se apartó de ella, se levantó de la cama para tomar los pantalones que había arrojado al suelo. Pau trató de abrazarlo, de protestar, pero se detuvo al ver que él sacaba la cartera y la abría.


Pedro pensó que era una suerte que hubiera tomado medidas para protegerse por si terminaba en la cama con Mariella. Pau no tardó en darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Lejos del cuerpo de Pedro, los preparativos que él estaba llevando a cabo sirvieron para romper el embrujo bajo el que se encontraba. La realidad de lo que estaba ocurriendo era muy diferente a la fantasía que ella se había creado. Sin duda, aquél era el momento de detenerse, de ser sincera y contarle a Pedro la verdad. ¿Cómo podía hacerlo?


Respiró profundamente y le dijo con voz ronca:

–No hay necesidad de que hagas esto porque...


Había tenido la intención de decirle que era virgen, pero antes de que pudiera hacerlo, Pedro la interrumpió.


–Podría no ser capaz de controlar el deseo que despiertas en mí, Paula, pero no soy tan necio como para correr los riesgos para mi salud sexual que la intimidad contigo podría acarrearme si no uso preservativo. Por supuesto, si prefieres no seguir adelante...



TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 34

 


La completa exploración a la que la sometió la lengua de Pedro provocó el estallido del deseo que, en estado líquido, pareció ir vertiéndose por todo su cuerpo. Cuando él retiró la lengua para lamerle los labios, Paula se aferró a él. Se sentía a la deriva en un mar interior de salvaje intensidad sexual.


La razón por la que estaban juntos ya no importaba. Se había evaporado como la bruma de la mañana bajo el calor del sol.


Después, fue Pau la que atrapó la lengua de Pedro, absorbiéndola profundamente hacia el interior de su boca para acariciarla con la de ella. Estaba en brazos de Pedro y se estaban besando como si el vínculo entre ellos hubiera surgido como una fuerza invisible que los unía.


Le gustaban las caricias posesivas de las manos de Pedro sobre sus pechos desnudos. Todo su cuerpo tembló de puro gozo cuando él comenzó a apretarle los pezones entre los dedos proporcionándole unas eróticas sensaciones que hicieron que ella clavara las uñas sobre los fuertes músculos de los brazos de él.


Pedro no necesitaba que ella le dijera lo que le estaba haciendo sentir o lo que quería que le hiciera. Parecía comprenderla instintivamente. Ella por su parte, no tenía voluntad más que la de someterse al placer que le estaba dando. Se sentía perdida en un intenso calor que la envolvía, poseyendo sus sentidos, sus pensamientos y su fuerza de voluntad igual que Pedro estaba poseyendo su cuerpo. Deseaba lo que estaba ocurriendo más de lo que había deseado nunca nada en toda su vida. Era su destino. Una sensación que tenía el poder de hacer que se sintiera plena.


Las manos de Pedro moldeaban y le acariciaban los senos mientras volvía a besarla, los dedos acariciaban la ansiosa dureza de los pezones e igualaban el rítmico movimiento de la lengua contra la de ella. Todo ello creó una rápida y creciente oleada de sensaciones, que produjo un anhelo que recorrió el cuerpo de Pau. Como si su deseo hubiera estado preparado sólo para responder a las caricias de Pedro, el cuerpo se movió al ritmo que él imponía. La luz de la lámpara le daba a la piel desnuda un suave brillo dorado que quedaba aún más destacado con el rubor que la excitación le había producido en pecho y garganta.


Una voz en el interior de la cabeza de Pedro lo animaba a detenerse, diciéndole que era su deber negarse el placer que le estaba proporcionando el deseo que sentía hacia ella, pero ese deseo era demasiado primitivo como para que pudiera resistirse a él. Lo había sentido desde el primer momento que la vio. Era algo que superaba toda lógica y que respondía a algo dentro él que no se había dado cuenta de que existía: la necesidad masculina de conquistar, de poseer, de ser dueño de la mujer a la que abrazaba y acariciaba. Aquel deseo de posesión tenía todo el poder de la fuerza del agua, que destruye todo lo que se interpone en su camino.


Era un instinto tan antiguo como el tiempo, que lo obligó a posar las manos sobre la temblorosa carne del vientre de Pau y luego a agarrarle las caderas para pegarla contra su cuerpo y hacer que ella pudiera sentir la excitación que había despertado en él. Sobre la pared, sus sombras conjuntas revelaban la intimidad de su abrazo, detallando el arco de la espalda de Pau mientras se inclinaba sobre el brazo de Pedro, reflejando la unión de sus cuerpos hasta convertirlos en uno solo.


Pau se sentía completamente perdida. El duro pulso de la erección de Pedro a través de la ropa que él llevaba puesta la llenaba de un deseo compulsivo, insoportable, de sentir su cuerpo desnudo contra el de ella, poder tocarlo, conocerlo y sentir su fuerza.



TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 33

 


Durante un instante, se miraron el uno al otro, pero ninguno de los dos dijo nada. La respiración de Paula se había acelerado mientras los sentidos registraban la tensión sexual que había entre ellos. Pedro levantó la mano y, durante un segundo, Paula pensó que iba a tocarla. Dio un paso atrás, pero se olvidó de que había una mesa baja justo a sus espaldas.


Oyó que Pedro lanzaba una maldición mientras ella se tambaleaba, pero incluso entonces ella levantó las manos para impedir que él la agarrara. Prefería caerse que sentir que Pedro la tocaba. Desgraciadamente, no consiguió su propósito. Él la agarró por los brazos y le miró el escote abierto de la bata.


Uno de ellos emitió un pequeño sonido. Pau no estaba segura de si había sido Pedro o ella. Levantó el pecho por la urgente necesidad de expandir los pulmones y de aspirar más oxígeno. El tiempo pareció detenerse. Paula ciertamente estaba conteniendo la respiración. Los dos se miraron en silencio. ¿Fue ella la primera en romper el contacto visual por mirar la boca de Pedro? No lo sabía. Pero estaba segura de que, cuando miró a los ojos de Vidal, ardían con la profunda sensualidad de un hombre que sabía que la mujer que estaba a su lado lo deseaba.


–No.


Pronunció aquella palabra suavemente, con desesperación, pero Pedro no le prestó atención. La mirada se le había oscurecido. Pau sintió que se le aceleraba el corazón y observó cómo él bajaba la cabeza hasta el punto de que sus labios estuvieron a punto de tocar los de ella. El aliento de Pedro suponía una insoportable caricia contra su piel. Incapaz de contenerse, se acercó a él.


–¡Maldita seas!


Pedro la empujó lejos de él. El colgante quedó sobre el suelo, entre ambos. Instintivamente, ella dio un paso al frente para recogerlo, pero se quedó atónita cuando Pedro volvió a agarrarla de nuevo.


–No puedes contenerte, ¿verdad? Te sirve cualquier hombre, cualquier hombre que sea capaz de darte esto.


Comenzó a besarla. Pau sintió su desprecio. Lo saboreó. Pedro quería humillarla, destruirla y ella quería... Quería que él viera que se equivocaba sobre ella. Quería castigarlo por haberla juzgado mal. Quería ver cómo su orgullo se hacía pedazos sobre el suelo al darse cuenta de que todo lo que había creído sobre ella era incierto. En aquel momento podía hacerlo. Podía convertir aquella airada pasión en su propia salvación. El sacrificio de su creencia de que la intimidad sexual debería ser algo nacido del amor mutuo conduciría a la humillación total de Pedro.


Lenta y deliberadamente, como si su cuerpo estuviera drogado, se acercó a él y apretó deliberadamente la parte inferior de su cuerpo contra la de él, con un movimiento que había visto en las películas. Llevó una mano a los botones de la camisa de Pedro y fue desabrochándoselos mientras la lengua de él peleaba furiosamente contra la de ella. Las sensaciones la inundaron, pero decidió ignorarlas. No se trataba de su propio deseo, sino de las ganas de librarse de todo lo que la había unido a él.


Tras desabrocharle la camisa, rompió lenta y deliberadamente el beso y, del mismo modo, dejó que su albornoz cayera al suelo. Entonces, dio un paso hacia Pedro y volvió a colocar los labios sobre los de él y las manos sobre los hombros.


Oyó que él gruñía y sintió que él le agarraba con fuerza la cintura. Un sentimiento de repugnancia hacia sí misma se adueñó de ella. ¿Qué estaba haciendo?


Pedro sabía que no podía dejar que ocurriera aquello. Estaría maldito para siempre si cedía a los atractivos de Paula, pero, si no lo hacía, se vería atormentado para siempre. Su cuerpo ansiaba el de Pau. Llevaba siete años frustrado con el deseo que ella despertaba en él. La miró y sintió cómo se echaba a temblar violentamente mientras se oponía a lo que ella le estaba ofreciendo. Como si tuvieran voluntad propia, las manos abandonaron la cintura para colocarse sobre los senos, rotundos y erguidos, con los pezones ya erectos apretándose contra sus palmas.


–¡Ah! –exclamó ella, ante el placer que le proporcionaban las manos de Pedro sobre los senos. No había esperado algo así. ¿Deseo? Su cuerpo temblaba.


¿Estaba mal desearlo o era parte de lo que debía ocurrir?


Pedro podía ver y sentir la excitación de Pau. Ella lo deseaba. Comprender aquel hecho le hizo perder definitivamente el control. El instinto le decía que Paula era suya, que siempre debería haber sido suya y que siempre lo sería


Bajo la posesiva presión del beso de Pedro, Pau se tensó de puro placer. No servía de nada tratar de controlar el deseo que estaba cobrando vida en su vientre. ¿Por qué intentar lo imposible? ¿Por qué resistirse a lo que seguramente venía dictado por el destino?