Pedro cerró los ojos. ¿Por qué estaba haciendo aquello? ¿Qué estaba esperando? ¿Obligarla a decirle que lo amaba del mismo modo que él se había visto aceptado a admitir que se había equivocado con ella? ¿Era ésa de verdad la clase de hombre que él era, un hombre cuyo orgullo exigía que ella lo amara simplemente porque él la amaba a ella? Pedro sintió un sabor amargo en la boca, un peso en el corazón. ¿No le había hecho ya bastante daño a Pau?
Ella oyó que Pedro suspiraba. No podía ser una señal de arrepentimiento, por supuesto. Ero era imposible. No se creía que pudiera darse la vuelta y mirarlo cuando sabía que él se disponía a abandonar la cama. No lo miró tampoco mientras se vestía y cuando, por fin, se marchó del dormitorio.
Su anterior euforia se había esfumado por completo. Se sentía agotada y vacía, hueca emocionalmente aparte del desgraciado anhelo que existía en su corazón. Lo que deseaba más que nada era que Pedro la tomara entre sus brazos y saber que lo que habían compartido era especial. ¿De verdad era tan necia? ¿Era eso lo que en realidad había esperado, que, como en un cuento de hadas, su beso lo transformara todo e hiciera que Pedro se enamorara perdidamente de ella?
¿Qué se enamorara perdidamente de ella? Eso no era lo que quería en absoluto. ¿O sí?
¿Acaso no estaba escondido en su interior el germen de la jovencita de dieciséis años que había sido, con todos sus sueños e ilusiones románticas?
Enterró el rostro entre las manos. El cuerpo le temblaba mientras trataba de decirse que todo iba a salir bien. Que estaba a salvo y que no amaba a Pedro
En su dormitorio, Pedro estaba inmóvil y silencioso. Debería ducharse, pero aún tenía el aroma de Paula sobre la piel y, dado que eso era lo único que tendría de ella a partir de aquel momento, aparte de sus recuerdos, lo mejor que podría hacer sería aferrarse a aquella esencia todo el tiempo que pudiera, como si fuera un adolescente abrumado por su primer amor de verdad.
O un hombre conociendo a su único amor.
Ya no podía ocultarse la verdad. Jamás había dejado de amar a Paula. Allí era donde le habían llevado los celos y la pasión. Al lugar del odio hacia sí mismo y del arrepentimiento, un verdadero desierto del corazón en el que se sentiría para siempre atormentado por el espejismo de lo que podría haber sido. No le reconfortaba ni le satisfacía saber que Pau también lo había deseado a él o que su deseo, el que él había despertado en ella, había terminado por borrar toda idea de venganza o castigo que ella pudiera tener. Pedro sabía lo suficiente sobre el poder del verdadero deseo para reconocerlo inmediatamente en él y en ella. Si hubiera sido más valiente, la habría forzado a admitir el deseo que sentía hacia él, pero, ¿Qué satisfacción le habría dado eso?
Se había equivocado terriblemente con ella y no había excusas para mitigar ese error ni modo alguno de enmendarlo. Tendría que vivir con eso durante el resto de su vida. Un peso insoportable que debía añadir al que ya llevaba, al que cargaba desde hacía siete años: el peso de amarla sin razón o lógica y tan completamente que en su vida no habría sitio para otra mujer. Ya estaba. Lo había admitido. La había amado entonces y seguía amándola en el presente. Jamás había dejado de amarla. Jamás dejaría de amarla. Nunca.
Sin embargo, era el peso que cargaba la propia Paula el que más pesaba sobre su conciencia y sobre su corazón. Por orgullo y celos, había creído que guardando la inocencia de Pau hasta que fuera lo suficientemente madura para que él pudiera cortejarla, podría ganarse el corazón de la muchacha de quien se había enamorado. No había podido soportar el hecho de que otro hombre pudiera tener lo que él había deseado y se había negado. Se había sentido furioso con Paula por elegir a otro hombre, la había juzgado mal y la había castigado por ello.