Pedro miró la oscuridad tratando de encontrar el modo de avanzar a tientas. El dormitorio quedaba iluminado por una tenue luz. La oscuridad que tenía que dominar era la que había en su interior, en su negligencia por no haber sabido reconocer la verdad.
–¿Me equivoco al pensar que... la intimidad que acabamos de compartir estaba, al menos por tu parte, buscada por la necesidad de castigarme? ¿De demostrarme que me equivocaba sobre ti?
–No me he pasado los últimos siete años creando un plan para que me sedujeras, si es eso a lo que te refieres –replicó Pau.
Estaban inmóviles en la cama. Por mucho que a Pau le hubiera gustado levantarse y protegerse volviéndose a vestir, sospechaba que, si lo hacía, Pedro sabría inmediatamente que lo hacía porque se sentía vulnerable.
Vulnerable porque su cuerpo se sentía encantado con Pedro y demasiado preparado para explorar la posibilidad de experimentar una repetición del placer que él acababa de darle. Era como si, a cambio de su virginidad, Pedro le hubiera hecho descubrir una necesidad que sólo él pudiera satisfacer. Si eso era cierto...
No. No debía empezar a pensar así. Debía recordar cómo se había sentido antes de ese placer. Debía recordar por qué había sido tan importante para ella que Pedro se enfrentara a la realidad de su virginidad.
–No hay más juegos, Paula –dijo Pedro con voz controlada y vacía de sentimiento–. Me animaste a robarte tu virginidad no para darme placer a mí o a ti misma, sino para castigarme. No se trataba de un acto de intimidad, sino de venganza.
Pau sabía que Pedro sólo estaba tratando de que ella sintiera que se había equivocado. Y lo estaba haciendo porque no quería admitir que era él quien lo había hecho.
–Te equivocaste sobre mí en el pasado y veo que sigues equivocándote –le recordó ella–. Sigues echándome en cara un supuesto pasado. Yo no he planeado deliberadamente nada de lo ocurrido, si eso es lo que crees, pero cuando se presentó la ocasión, sí, efectivamente quise que ocurriera.
–Podrías haber parado cuando te diste cuenta de que yo me había percatado de que eras virgen.
Pau sintió un escalofrío de aprensión. ¿Se habría dado cuenta él de que ella había terminado deseándole tanto que el propósito original de lo que estaba haciendo había dejado de importar? Eso significaría nuevas humillaciones para ella. Tenía veintitrés años, no dieciséis, y no estaba preparada para pensar en la posibilidad de llevar deseándolo todos esos años.
–Tal vez sentí que, si lo hacía, siempre estaría la cuestión sobre... sobre la prueba real y que tú después podrías pensar que te habías imaginado que yo era virgen.
–¿Tal vez?
Pau se encogió de hombros.
–¿De qué servía dejar las cosas en aquel punto? Tú siempre has sentido una gran antipatía hacia mí, Pedro –añadió, antes de que él pudiera responder–. Los dos lo sabemos. Yo quería asegurarme de que los dos conocíamos la verdad.
–¿Significa eso que seguiste siendo virgen por si surgía la oportunidad de enfrentarme a la verdad?
Pedro se estaba burlando de ella. Pau estaba completamente segura. Ella sintió que, poco a poco, iba perdiendo el control.
–¿Tienes idea de lo que se siente al ser etiquetada como tú me etiquetaste a mí? No sólo por lo que pensabas de mí, sino... sino por el modo en el que afectó a lo que yo sentía sobre mí misma. Tengo veintitrés años. ¿Cómo crees que me sentía sobre el hecho de tener que explicar a un hombre del que podría enamorarme que no había tenido relaciones sexuales? Él habría pensado que yo era un bicho raro.
–Entonces, ¿es culpa mía que fueras aún virgen?
–Sí. No. Mira, no veo de qué puede servir que los dos discutamos esto. Yo sólo quiero seguir con mi vida. Como te he dicho, sé que tú jamás has sentido simpatía alguna por mí. Lo demostraste cuando no me dejaste escribir a mi padre.
–Tú me deseabas.
–No, sólo quería justicia.
–Yo te excitaba. Mis caricias...
–No. Me excitaba el hecho de saber que tú te verías obligado a admitir que te habías equivocado. Después de todo, yo ni siquiera te gusto, pero tú... tú... No quiero volver a hablar al respecto –dijo ella. Temía que Pedro volviera a tocarla, a tomarla entre sus brazos. Si lo hacía como había hecho antes...–. Sólo quiero que te vayas.
Eso no era cierto. Quería que Pedro se quedara. Quería que él la tomara entre sus brazos y... y ¿qué? ¿Que la amara? Ya no tenía dieciséis años.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario