sábado, 20 de marzo de 2021

TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 36

 


Una horrible sensación de vergüenza se apoderó de ella. Durante un minuto, Pau sintió la tentación de decirle que se marchara, pero la ira que había sentido anteriormente volvió a surgir dentro de ella y, con ésta, la necesidad de justicia.


Levantó la barbilla, se encogió de hombros y dijo en lo que esperaba que fuera una voz sugerente:

–¿No seguir adelante cuando me has... cuando te deseo tanto, Pedro?


¿Había esperado él que ella pusiera fin a aquello? ¿Que tuviera la fuerza de voluntad que sabía que ella no tenía? Vio la suave y rosada boca, henchida por los besos. Tenía los labios entreabiertos, los ojos medio cerrados, como si estuviera a punto de desmayarse por la presión de su propio deseo.


Pedro sintió ira y vergüenza contra sí mismo y contra Paula. Sin embargo, ninguno de los dos sentimientos fue lo bastante fuerte como para contener la necesidad que lo estaba empujando y que lo llevaba más allá de la lógica y del razonamiento a un lugar en el que lo único que existía era su anhelo por una única mujer.


Se hundió en su cuerpo lentamente. Necesitaba absorber cada segundo de algo que se le había negado durante mucho tiempo, sabiendo de antemano que sus cuerpos encajarían perfectamente.


No debería estar sintiéndose así. Sabía lo que ella era, después de todo, pero era como si algo dentro de él no quisiera reconocer esa realidad, como si una debilidad en sí mismo se negara a creerlo y deseara creer que lo que estaba ocurriendo entre ellos les pertenecía exclusivamente a ellos. Su cuerpo respondía a lo que estaba sintiendo. A lo que deseaba. A lo que necesitaba.


Su anterior enojo dio paso a un anhelo por olvidar el pasado y llevarlos a los dos a un lugar en el que pudieran empezar desde el principio Estaba perdiendo la capacidad de ver lo que era real. La ira y el desprecio que habían marcado sus creencias durante tanto tiempo se estaba rompiendo bajo la presión de la intimidad física con Paula. En lo más profundo de su ser, Pedro podía sentir el creciente anhelo de un sentimiento que no podía erradicar para que las cosas fueran diferentes, para que ellos fueran diferentes, para que lo que estaba ocurriendo en aquellos momentos entre ellos pudiera nacer del...


¿Se había olvidado del pasado? ¿De verdad importaba ese pasado? ¿No era mucho más importante el hecho de que ella estuviera allí, entre sus brazos, del modo que más había ansiado estar con ella? ¿Dónde estaba su orgullo? ¿De verdad estaba admitiendo ante sí mismo que la amaba?


Pedro no lo sabía. Sólo sabía que tenerla entre sus brazos de aquella manera estaba derribando las barreras que había levantado contra ella. Su orgullo podría decir que no debía amarla, pero, ¿y su corazón? Negación, ira, anhelo, pérdida... Experimentó todos aquellos sentimientos, un tormento de posibilidades que lo abrumaban.


Instintivamente, Pau sintió el cambio que se producía en Pedro y, antes de que pudiera resistirse, su propio cuerpo estaba respondiendo, dándole la bienvenida, deseándolo, deseándolo al tiempo que su anterior determinación daba paso a algo más elemental e irresistible. Quería que Pedro alimentara ese sentimiento, aquel nuevo e intenso deseo.


Era completamente incapaz de detener los sonidos de placer que le brotaban de la garganta mientras su cuerpo respondía a los movimientos rítmicos que el cuerpo de Pedro realizaba dentro del suyo propio, incrementando cada vez más el placer. Ese placer se apoderó de ella, llenándola por dentro, aprisionándola, demandando su sumisión, haciéndole olvidar la razón por la que estaba ocurriendo aquel acto de intimidad.


Perdido en la amarga dulzura de lo que podría haber sido, Pedro se tensó de incredulidad cuando notó el himen en el interior del cuerpo de Pau. Aquella sensación lo llenó de confusión. La miró, pero estaba perdida en su propio placer.


Ella no tardó en darse cuenta de que Pedro había detenido los deliciosos movimientos que le habían estado proporcionando tanto gozo. En la expresión de su rostro, Pau vio sorpresa y notó que estaba a punto de retirarse, algo que no deseaba.


–No...


Se aferró a él, animándolo a completar la sensual posesión que había iniciado, mirándolo para que se diera cuenta de que deseaba que él le diera lo que tanto ansiaba.


¿Qué le estaba ocurriendo? ¿Dónde estaba la ira que debía estar sintiendo? ¿Cómo era posible que Pedro hubiera conseguido robársela y reemplazarla por aquella deliciosa dulzura? No lo sabía. No era capaz de razonar lógicamente. Sus sentimientos eran demasiado fuertes para eso. Sólo sabía que todo lo que siempre había deseado estaba allí, con Pedro.




TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 35

 


No hizo intento de resistirse cuando Pedro la tomó en brazos y la llevó a la cama, colocándola encima. La mirada de él absorbía todos los detalles del cuerpo desnudo de Pau, de tal modo que le resultaba imposible apartarla. Una sensualidad que Pau no había conocido que poseyera le hizo mover el cuerpo lánguidamente bajo esa mirada, sintiendo un placer tan femenino que la llevó a soltar un ligero gemido cuando Pedro se unió junto a ella sobre la cama. La abrazó, la moldeó con las manos, la poseyó con el beso más apasionado sin dejar de acariciar su cuerpo.


El roce de las yemas de sus dedos contra el estómago le provocó una intensa necesidad de que él la tocara más íntimamente. Su cuerpo se tensó, el aliento se le quedó en los pulmones cuando Pedro movió la mano un poco más abajo, cubriéndole el sexo, inyectándole un calor que le provocó un anhelo incontrolable hacia él. Ese deseo floreció húmedamente entre los delicados pliegues de su feminidad, que sentía cada más hinchados, como si estuviera abriéndose bajo la mano de él.


Pau lo deseaba desesperadamente. En su imaginación, ya podía sentirlo en el interior de su cuerpo y éste pulsaba frenéticamente bajo el estímulo de lo que estaba pensando. Lo deseaba tanto que lo que sentía le resultaba abrumador.


La respiración de Pedro era inestable. Su boca contra la piel de Pau era apasionada y urgente. El suave contacto de los dientes contra el pezón causó que el cuerpo de ella se convulsionara de puro placer.


Él le soltó el pezón lentamente y levantó la cabeza para mirarla. Vio en los ojos de Pau todo lo que necesitaba para saber que ella lo deseaba. Aquella mirada igualaba la anticipación de su cuerpo desnudo.


–Quítate la ropa –le dijo ella con voz ronca–. Quiero verte. Quiero sentir tu piel contra la mía, tu cuerpo contra el mío, sin nada que se interponga. Te quiero dentro de mí, poseyéndome como un hombre debería poseer a una mujer. Te deseo, Pedro.


Paula escuchó sus propias palabras, sus propios requerimientos con una vaga sensación de sorpresa, como si hubiera sido otra persona la que las hubiera pronunciado. Sin embargo, Pedro no parecía estar escandalizado ni siquiera sorprendido. Estaba haciendo lo que ella le había pedido sin dejar de mirarla, inmovilizándola prácticamente contra la cama mientras se quitaba la ropa.


Paula levantó una mano para trazar la línea de oscuro vello que dividía en dos su torso, deteniéndose tan solo cuando llegó al ombligo. Sin decir ni una sola palabra, Paula se incorporó y procedió a retomar el sendero trazado por los dedos con una línea de dulces besos que se fueron haciendo gradualmente más intensos. Sin embargo, Pedro le inmovilizó la mano y la cabeza, impidiéndole llegar a su objetivo.


–No puedo dejar que sigas. Ahora no, no cuando mi cuerpo ansía la intimidad con el tuyo tan desesperadamente.


–Sí, Pedro..


Cuando él la soltó y se apartó de ella, se levantó de la cama para tomar los pantalones que había arrojado al suelo. Pau trató de abrazarlo, de protestar, pero se detuvo al ver que él sacaba la cartera y la abría.


Pedro pensó que era una suerte que hubiera tomado medidas para protegerse por si terminaba en la cama con Mariella. Pau no tardó en darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Lejos del cuerpo de Pedro, los preparativos que él estaba llevando a cabo sirvieron para romper el embrujo bajo el que se encontraba. La realidad de lo que estaba ocurriendo era muy diferente a la fantasía que ella se había creado. Sin duda, aquél era el momento de detenerse, de ser sincera y contarle a Pedro la verdad. ¿Cómo podía hacerlo?


Respiró profundamente y le dijo con voz ronca:

–No hay necesidad de que hagas esto porque...


Había tenido la intención de decirle que era virgen, pero antes de que pudiera hacerlo, Pedro la interrumpió.


–Podría no ser capaz de controlar el deseo que despiertas en mí, Paula, pero no soy tan necio como para correr los riesgos para mi salud sexual que la intimidad contigo podría acarrearme si no uso preservativo. Por supuesto, si prefieres no seguir adelante...



TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 34

 


La completa exploración a la que la sometió la lengua de Pedro provocó el estallido del deseo que, en estado líquido, pareció ir vertiéndose por todo su cuerpo. Cuando él retiró la lengua para lamerle los labios, Paula se aferró a él. Se sentía a la deriva en un mar interior de salvaje intensidad sexual.


La razón por la que estaban juntos ya no importaba. Se había evaporado como la bruma de la mañana bajo el calor del sol.


Después, fue Pau la que atrapó la lengua de Pedro, absorbiéndola profundamente hacia el interior de su boca para acariciarla con la de ella. Estaba en brazos de Pedro y se estaban besando como si el vínculo entre ellos hubiera surgido como una fuerza invisible que los unía.


Le gustaban las caricias posesivas de las manos de Pedro sobre sus pechos desnudos. Todo su cuerpo tembló de puro gozo cuando él comenzó a apretarle los pezones entre los dedos proporcionándole unas eróticas sensaciones que hicieron que ella clavara las uñas sobre los fuertes músculos de los brazos de él.


Pedro no necesitaba que ella le dijera lo que le estaba haciendo sentir o lo que quería que le hiciera. Parecía comprenderla instintivamente. Ella por su parte, no tenía voluntad más que la de someterse al placer que le estaba dando. Se sentía perdida en un intenso calor que la envolvía, poseyendo sus sentidos, sus pensamientos y su fuerza de voluntad igual que Pedro estaba poseyendo su cuerpo. Deseaba lo que estaba ocurriendo más de lo que había deseado nunca nada en toda su vida. Era su destino. Una sensación que tenía el poder de hacer que se sintiera plena.


Las manos de Pedro moldeaban y le acariciaban los senos mientras volvía a besarla, los dedos acariciaban la ansiosa dureza de los pezones e igualaban el rítmico movimiento de la lengua contra la de ella. Todo ello creó una rápida y creciente oleada de sensaciones, que produjo un anhelo que recorrió el cuerpo de Pau. Como si su deseo hubiera estado preparado sólo para responder a las caricias de Pedro, el cuerpo se movió al ritmo que él imponía. La luz de la lámpara le daba a la piel desnuda un suave brillo dorado que quedaba aún más destacado con el rubor que la excitación le había producido en pecho y garganta.


Una voz en el interior de la cabeza de Pedro lo animaba a detenerse, diciéndole que era su deber negarse el placer que le estaba proporcionando el deseo que sentía hacia ella, pero ese deseo era demasiado primitivo como para que pudiera resistirse a él. Lo había sentido desde el primer momento que la vio. Era algo que superaba toda lógica y que respondía a algo dentro él que no se había dado cuenta de que existía: la necesidad masculina de conquistar, de poseer, de ser dueño de la mujer a la que abrazaba y acariciaba. Aquel deseo de posesión tenía todo el poder de la fuerza del agua, que destruye todo lo que se interpone en su camino.


Era un instinto tan antiguo como el tiempo, que lo obligó a posar las manos sobre la temblorosa carne del vientre de Pau y luego a agarrarle las caderas para pegarla contra su cuerpo y hacer que ella pudiera sentir la excitación que había despertado en él. Sobre la pared, sus sombras conjuntas revelaban la intimidad de su abrazo, detallando el arco de la espalda de Pau mientras se inclinaba sobre el brazo de Pedro, reflejando la unión de sus cuerpos hasta convertirlos en uno solo.


Pau se sentía completamente perdida. El duro pulso de la erección de Pedro a través de la ropa que él llevaba puesta la llenaba de un deseo compulsivo, insoportable, de sentir su cuerpo desnudo contra el de ella, poder tocarlo, conocerlo y sentir su fuerza.



TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 33

 


Durante un instante, se miraron el uno al otro, pero ninguno de los dos dijo nada. La respiración de Paula se había acelerado mientras los sentidos registraban la tensión sexual que había entre ellos. Pedro levantó la mano y, durante un segundo, Paula pensó que iba a tocarla. Dio un paso atrás, pero se olvidó de que había una mesa baja justo a sus espaldas.


Oyó que Pedro lanzaba una maldición mientras ella se tambaleaba, pero incluso entonces ella levantó las manos para impedir que él la agarrara. Prefería caerse que sentir que Pedro la tocaba. Desgraciadamente, no consiguió su propósito. Él la agarró por los brazos y le miró el escote abierto de la bata.


Uno de ellos emitió un pequeño sonido. Pau no estaba segura de si había sido Pedro o ella. Levantó el pecho por la urgente necesidad de expandir los pulmones y de aspirar más oxígeno. El tiempo pareció detenerse. Paula ciertamente estaba conteniendo la respiración. Los dos se miraron en silencio. ¿Fue ella la primera en romper el contacto visual por mirar la boca de Pedro? No lo sabía. Pero estaba segura de que, cuando miró a los ojos de Vidal, ardían con la profunda sensualidad de un hombre que sabía que la mujer que estaba a su lado lo deseaba.


–No.


Pronunció aquella palabra suavemente, con desesperación, pero Pedro no le prestó atención. La mirada se le había oscurecido. Pau sintió que se le aceleraba el corazón y observó cómo él bajaba la cabeza hasta el punto de que sus labios estuvieron a punto de tocar los de ella. El aliento de Pedro suponía una insoportable caricia contra su piel. Incapaz de contenerse, se acercó a él.


–¡Maldita seas!


Pedro la empujó lejos de él. El colgante quedó sobre el suelo, entre ambos. Instintivamente, ella dio un paso al frente para recogerlo, pero se quedó atónita cuando Pedro volvió a agarrarla de nuevo.


–No puedes contenerte, ¿verdad? Te sirve cualquier hombre, cualquier hombre que sea capaz de darte esto.


Comenzó a besarla. Pau sintió su desprecio. Lo saboreó. Pedro quería humillarla, destruirla y ella quería... Quería que él viera que se equivocaba sobre ella. Quería castigarlo por haberla juzgado mal. Quería ver cómo su orgullo se hacía pedazos sobre el suelo al darse cuenta de que todo lo que había creído sobre ella era incierto. En aquel momento podía hacerlo. Podía convertir aquella airada pasión en su propia salvación. El sacrificio de su creencia de que la intimidad sexual debería ser algo nacido del amor mutuo conduciría a la humillación total de Pedro.


Lenta y deliberadamente, como si su cuerpo estuviera drogado, se acercó a él y apretó deliberadamente la parte inferior de su cuerpo contra la de él, con un movimiento que había visto en las películas. Llevó una mano a los botones de la camisa de Pedro y fue desabrochándoselos mientras la lengua de él peleaba furiosamente contra la de ella. Las sensaciones la inundaron, pero decidió ignorarlas. No se trataba de su propio deseo, sino de las ganas de librarse de todo lo que la había unido a él.


Tras desabrocharle la camisa, rompió lenta y deliberadamente el beso y, del mismo modo, dejó que su albornoz cayera al suelo. Entonces, dio un paso hacia Pedro y volvió a colocar los labios sobre los de él y las manos sobre los hombros.


Oyó que él gruñía y sintió que él le agarraba con fuerza la cintura. Un sentimiento de repugnancia hacia sí misma se adueñó de ella. ¿Qué estaba haciendo?


Pedro sabía que no podía dejar que ocurriera aquello. Estaría maldito para siempre si cedía a los atractivos de Paula, pero, si no lo hacía, se vería atormentado para siempre. Su cuerpo ansiaba el de Pau. Llevaba siete años frustrado con el deseo que ella despertaba en él. La miró y sintió cómo se echaba a temblar violentamente mientras se oponía a lo que ella le estaba ofreciendo. Como si tuvieran voluntad propia, las manos abandonaron la cintura para colocarse sobre los senos, rotundos y erguidos, con los pezones ya erectos apretándose contra sus palmas.


–¡Ah! –exclamó ella, ante el placer que le proporcionaban las manos de Pedro sobre los senos. No había esperado algo así. ¿Deseo? Su cuerpo temblaba.


¿Estaba mal desearlo o era parte de lo que debía ocurrir?


Pedro podía ver y sentir la excitación de Pau. Ella lo deseaba. Comprender aquel hecho le hizo perder definitivamente el control. El instinto le decía que Paula era suya, que siempre debería haber sido suya y que siempre lo sería


Bajo la posesiva presión del beso de Pedro, Pau se tensó de puro placer. No servía de nada tratar de controlar el deseo que estaba cobrando vida en su vientre. ¿Por qué intentar lo imposible? ¿Por qué resistirse a lo que seguramente venía dictado por el destino?





viernes, 19 de marzo de 2021

TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 32

 



LA velada había terminado y Pau regresó a su dormitorio. La desnudez de su cuello contra el suave albornoz que se había puesto después de ducharse le recordaba lo que había perdido y la llenaba de una profunda tristeza.


Su madre siempre había reverenciado aquel colgante. Pau no tenía ni un solo recuerdo de la familia en la que no lo hubiera visto colgando del cuello de su madre y ella lo había perdido por un descuido. En cierto modo, aquella pérdida le dolía casi tanto como la muerte de su madre o los sentimientos de inseguridad y tristeza que había experimentado de niña al preguntarse por qué ella no tenía padre. El colgante era lo que había unido a sus padres y lo que los unía a ambos con ella, el único vínculo material compartido por los tres y había desaparecido. El vínculo se había roto.


Sin embargo, aún le quedaba otro vínculo con su padre. Aún tenía la casa que él le había dejado. «Sólo por el momento», se recordó. Pedro le había dejado muy claro que esperaba que ella se la vendiera.


Pau estaba a punto de quitarse el albornoz para meterse en la cama cuando alguien llamó a su puerta. Rápidamente, se volvió a atar el cinturón y fue a abrir la puerta pensando que sería una de las doncellas.


Era Pedro, que entró rápidamente en el dormitorio y cerró la puerta.


–¿Qué es lo que quieres? –le preguntó ella con una gran ansiedad en la voz.


–No a ti, si es eso lo que estás esperando. ¿Un hombre, cualquier hombre te serviría para satisfacer el deseo que probablemente esperabas saciar con Ramón? ¿Es eso lo que esperabas que yo podría ser, Paula?


–Claro que no.


Sin maquillaje, con el cabello revuelto y los pies desnudos, además del hecho de que estaba completamente desnuda bajo el albornoz, Pau era consciente de que estaba en desventaja con respecto a Pedro, que aún llevaba puesto el traje que había lucido durante la cena. Sin embargo, era su vulnerabilidad emocional hacia él lo que la ponía más en desventaja.


–Mentirosa. Te conozco bien, ¿recuerdas?


–Eso no es cierto. No me conoces en absoluto. Si has venido aquí tan sólo para insultarme...


–¿Acaso es posible insultar a una mujer como tú? –repuso él. El insulto resultó tan doloroso, que a Pau le pareció como si él estuviera clavándole un cuchillo en el corazón–. Te he traído esto –añadió, cambiando de tema. Entonces, abrió la mano para revelar la cadena y el colgante que tanto significaban para ella.


Al verlos, Pau se quedó sin palabras. Tuvo que parpadear para asegurarse de que no se lo estaba imaginando.


–Mi colgante... –susurró–. ¿Dónde...?


Pedro se encogió de hombros. Su aspecto era casi aburrido.


–Recordé que lo llevabas puesto cuando fuimos a la casa, por lo que me pareció lógico pensar que podrías haberlo perdido allí. Después de despedirme de Blanca y de Ramón, me dirigí hasta allí. Recordaba que habías estado jugueteando con la cadena cuando estuvimos en la biblioteca de Felipe, por lo que empecé a buscar por allí. Lo encontré enseguida. Estaba sobre el suelo, al lado del escritorio.


–¿Hiciste eso por...?


«Por mí». Eso era lo que había estado a punto de decir, pero se alegraba de no haberlo hecho.


–Sé lo mucho que significaba ese colgante para tu madre.


Pedro trató de no percibir la vulnerabilidad que notaba en la voz de Pau. No quería verla como una mujer vulnerable o digna de compasión porque, si la veía así, eso significaría...


«No significaría nada», se aseguró Pedro.


Pau asintió.


–Sí, así era.


Por supuesto, no había ido a buscar el colgante tan sólo por ello. Pedro nunca haría nada por ella.


–Me alegro de que lo hayas encontrado –añadió.


Cuando extendió la mano para tomarlo de la de Pedro, tuvo que retirarla porque no quería tocarlo. Tenía miedo. ¿De qué? ¿De tocarlo? ¿De que cuando lo hiciera no pudiera detenerse?


Pedro no debería haber ido al dormitorio de Pau. ¿Por qué lo había hecho? ¿Para poner a prueba su autocontrol? ¿Para demostrar que era capaz de andar sobre fuego? ¿Para sufrir el tormento que estaba experimentando en aquellos momentos? Sabía que bajo el albornoz Paula estaba completamente desnuda. Sabía que, dada su historia amorosa, lo promiscua que era, podría extender la mano y poseerla allí mismo, saciarse de ella, con ella, hasta que la necesidad que lo corroía por dentro cesara por completo.


–Tómalo –le dijo a Paula extendiendo la mano con el colgante sobre la palma.





TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 31

 


Pedro se estaba dando la vuelta. Pau soltó la cadena y miró al escritorio. Le llamó la atención un pequeño marco de plata. Un impulso que no pudo controlar la empujó a tomarlo y a darle la vuelta. El corazón comenzó a golpearle con fuerza contra las costillas al ver que se trataba de una fotografía de su madre con un bebé en brazos.


Con la mano temblorosa, volvió a dejar la fotografía en su sitio.


El teléfono móvil de Pedro comenzó a sonar. Mientras él se alejaba para contestar la llamada, Pau volvió a estudiar la fotografía. Su madre parecía tan joven, tan orgullosa de su bebé. ¿Qué habría pensado su padre mientras observaba la fotografía? Pau jamás conocería la respuesta.


Había tenido aquella fotografía sobre su escritorio, lo que significaba que, al menos, la veía todos los días. Paula trató de apartar el profundo sentimiento de tristeza que la embargó.


Pedro terminó la llamada.


–Tenemos que regresar al castillo –le dijo–. Ramón me ha concertado una cita con el ingeniero. Tenemos que tomar una decisión sobre un problema con el suministro de agua. Podemos volver por la mañana si deseas ver lo de arriba.


–¿Se enteró mi padre de la muerte de mi madre?


–Sí.


–¿Cómo lo sabes?


–Lo sé porque yo fui el que tuvo que darle la noticia.


–Y él... ¿Nadie pensó que yo podría necesitar tener noticias de él, de mi único pariente con vida, de mi padre?


Revivió todo el dolor que experimentó al perder a su madre con dieciocho años.


–Fuiste tú... tú el que nos mantuvo separados –acusó a Pedro.


La mirada que se reflejó en los ojos de Pedro la silenció.


–La salud de tu padre se resintió mucho cuando se vio separado de tu madre. Su médico creyó más conveniente que llevara una vida tranquila, sin presiones emocionales. Por esa razón, en mi opinión...


–¿En tu opinión? ¿Quién eras tú para tomar decisiones y juicios que me implicaran a mí? –preguntó ella amargamente.


–Era y soy el cabeza de esta familia. Como tal, es mi deber hacer lo que crea más conveniente para esta familia.


–Y evitar que yo viera a mi padre, que lo conociera, fue lo que tú consideraste lo más conveniente, ¿verdad?


–Mi familia es también tu familia. Cuando tomo decisiones al respecto, las tomo con la debida consideración a todos los que forman parte de ella. Ahora, si puedes dejarte de tanto sentimentalismo infantil, me gustaría regresar al castillo.


–Para ver a ese ingeniero porque el agua para regar tus cosechas es más importante que considerar el daño que has hecho y afrontarlo –comentó Pau con una risotada amarga–. Por supuesto, debería haberme dado cuenta de que eres demasiado arrogante y frío de corazón como para pensar en hacer algo por el estilo.


Sin esperar a que él respondiera, Pau se dirigió hacia la puerta.


Pau observó la comida que tenía en el plato con tristeza y se llevó la mano a la garganta, donde debería haber estado el colgante de su madre. Aún sentía la profunda desesperación que había sentido al mirarse en el espejo del dormitorio y ver que simplemente no estaba allí.


Lo había buscado por todas partes, pero no había encontrado el valioso recuerdo de su madre, por lo que se había visto obligada a reconocer la verdad. Había perdido el colgante que representaba un vínculo tan fuerte con su madre y también con su padre.


Su tristeza era demasiado profunda para poder aliviarse con las lágrimas. Sin ganas, se cambio para la cena y se puso su vestido negro y trató desesperadamente de entablar una conversación cortés con Blanca, la esposa de Ramón.


El capataz y su esposa habían sido invitados a cenar con ellos, tal vez para subrayar la advertencia que Pedro le había hecho aquella tarde con respecto a Ramón. Si era ésa la razón, no había necesidad alguna. Incluso sin su esposa presente, jamás hubiera sentido deseo de animar a Ramón a flirtear con ella. Por muy agradable que resultara la presencia del capataz, no provocaba ningún sentimiento que pudiera ser comparable a los que le inspiraba Pedro.


Trató de negar lo que acababa de admitir y centró su atención en Blanca para distraerse de sus propios pensamientos. La esposa de Ramón era una mujer atractiva, de unos treinta años. Dado lo que Pedro le había contado sobre Ramón, no era de extrañar que los modales de Blanca hacia ella mostraran una cierta reticencia. Ella no tenía muchas ganas de hablar, pero los buenos modales que su madre y sus abuelos le habían enseñado la animaron a hacerlo.


Sin embargo, en varias ocasiones se llevó la mano al cuello para buscar el colgante perdido. Una sombra le cubría los ojos al notar su ausencia.


Mientras Pedro le estaba llenando la copa con un vino dulce para acompañar el postre, le dijo inesperadamente.


–No llevas puesto tu colgante.


El hecho de que él se hubiera dado cuenta fue suficiente para sorprender a Pau. De algún modo, consiguió controlar sus sentimientos y admitir que lo había perdido. ¿Fue imaginación suya el modo en el que la mirada de Pedro pareció quedársele prendida en su garganta antes de disponerse a llenar la copa de Ramón y luego la suya propia?


Desesperada por no pensar en su colgante perdido y en las reacciones contradictorias que tenía hacia Pedro, Pau volvió a centrar su atención en Blanca. Le preguntó sobre sus hijos. La mujer le dedicó la primera sonrisa sincera de toda la noche y comenzó a relatarle lo maravillosos que eran sus dos hijos.


Al escucharla, Pau no pudo evitar preguntarse lo que se sentiría al tener un hijo y ser madre. Sentir la alegría y el orgullo maternal que podía ver en aquellos momentos en Blanca. Ella le mostró una fotografía de los pequeños, que parecían imágenes en miniatura de su padre.


Contra su voluntad, miró a Pedro, que estaba charlando animadamente con Ramón sobre las recomendaciones del ingeniero sobre el problema del agua. Por supuesto, no tenía que intentar imaginarse cómo serían los hijos de Pedro. Después de todo, había visto fotografías de él de niño. Por supuesto, la madre también aportaría sus genes y ella sería...


Sería todo lo que ella no era. La mano le temblaba cuando tomó la copa de vino. ¿Por qué diablos debía importarle con quién se casara Pedro, el aspecto que tuvieran sus hijos o incluso el hecho de que tuviera descendencia? ¿Por qué?


Igualmente, ¿por qué tenía esa curiosa sensación de anhelo mezclado con pérdida en lo más profundo de su corazón?




TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 30

 


Sintió primero el brazo y luego todo el cuerpo ardiéndole con el calor que le producía la proximidad a él. Sería insoportable que él supiera el efecto que ejercía sobre ella. Pau se imaginaba perfectamente lo mucho que disfrutaría humillándola por ello.


Furiosa consigo misma, combatió con el desdén su vulnerabilidad sensual hacia Pedro y su propia incapacidad para controlarla.


–Supongo que el hecho de ir andando a la casa queda más allá de tu dignidad como duque.


Pedro la miró con desprecio y le dijo muy fríamente:

–Dado que hay más de dos kilómetros hasta la casa por la carretera, creo que sería más fácil utilizar el coche. Sin embargo, si prefieres ir andando...


Mientras pronunciaba aquellas palabras, miró las delicadas sandalias de Pau haciendo que ella tuviera que reconocer que Pedro había ganado aquel combate dialéctico entre ambos.


Habían recorrido parte de la distancia en un silencio pleno de hostilidad cuando él tomó la palabra.


–Tengo que advertirte sobre un posible flirteo con Ramón.


–Yo no estaba flirteando con él –le espetó ella escandalizada.


–Dejó muy claro que te encontraba atractiva y tú le permitiste que lo hiciera. Por supuesto, los dos sabemos lo mucho que te gusta acomodarte a los deseos de cualquier hombre que desee expresártelos.


–Y por supuesto, me lo tenías que decir. Te morías de ganas por hacerlo, ¿verdad? Pues bien, para tu información...


–Para tu información, no voy a consentir que satisfagas tu promiscuo apetito sexual con Ramón.


No debía permitir que lo que él estaba diciendo la afectara. Si lo hacía, la destruiría. Sabía que Pedro jamás la escucharía si tratara de explicarle la verdad. Quería pensar lo peor de ella porque no quería escucharla. Para él, ella era alguien que no se merecía un trato compasivo.


–No puedes impedir que tenga un amante si así lo deseo, Pedro.


Sin mirarla, Pedro respondió secamente:

–Ramón está casado y es padre de dos hijos pequeños. Desgraciadamente, su matrimonio está pasando por un momento de dificultad en estos instantes. Todo el mundo sabe que a Ramón le gustan mucho las chicas guapas y que a su esposa no le agrada ese comportamiento. No tengo deseo alguno de ver cómo ese matrimonio se desmorona y que esos niños se quedan sin padre. Te prometo, Paula, que haré lo que haga falta para asegurarme de que eso no ocurra.


Pedro se apartó de la carretera principal y tomó un sendero. Al final del mismo, entre naranjos y limoneros, se erguía una casa de tejado rojo. Eso le dio a Paula la excusa perfecta para no responder al hiriente comentario de Pedro y refugiarse en un digno silencio.


Pedro avanzaba por lo que parecía un túnel de ramas. El sol se colaba entre las hojas. Entonces, Pau vio la casa bien por primera vez. Sintió que se le hacía un nudo en la garganta y que el corazón le daba un vuelco por la emoción. Si era posible enamorarse de una casa, ella acababa de hacerlo.


Tenía tres plantas, las paredes encaladas y un aspecto absolutamente encantador. Los balcones de hierro forjado contaban con delicados detalles, además de los brochazos de color de las macetas de geranios. Lo más extraño era que el estilo de la casa resultaba muy británico. Pau se sintió muy emocionada cuando Pedro detuvo el coche frente a la puerta.


–Es muy hermosa –dijo ella sin poder contenerse.


–Originalmente, se construyó para la amante cautiva de uno de mis antepasados, una inglesa a la que habían atrapado en un combate en alta mar entre el barco de mi antepasado y uno inglés en los días en los que los dos países estaban en guerra.


–¿Era una prisión?


–Si quieres considerarla de ese modo, pero yo diría más bien que era el amor que se profesaban lo que les aprisionaba. Mi antepasado protegió a su amante alojándola aquí, lejos de los rumores de la sociedad, y ella protegió el corazón que él le había entregado permaneciendo fiel a él y aceptando que el deber de él hacia su esposa significaba que jamás podrían estar oficialmente juntos.


Después de lo que Pedro le había contado, Pau esperó que la casa rezumara tristeza y desolación, pero no fue así. Era como si la casa estuviera esperando algo, tal vez a alguien... ¿A su padre?


No olía a cerrado. Era como si alguien la aireara regularmente, pero a Pau le pareció que aún se podía oler el suave aroma de una colonia masculina. Una inesperada tristeza se apoderó de ella, de tal magnitud que tuvo que parpadear para no dejar que se notaran sus sentimientos. Realmente había creído que había llorado todas las lágrimas posibles por su padre, por el hombre que jamás había conocido


–¿Vivió... vivió mi padre aquí solo? –le preguntó a Pedro.


–Sí, aparte de Anabel, que era su ama de llaves. Ella ya se ha jubilado y vive en el pueblo con su hija. Ven. Te mostraré la casa y, cuando hayas satisfecho tu curiosidad, te llevaré de vuelta al castillo.


Pau notó la impaciencia que Pedro estaba tratando de contener.


–No querías que viniera aquí, ¿verdad? Aunque mi padre me dejara a mí esta casa.


–No, no quería –afirmó Pedro–. Ni veía ni veo motivo para hacerlo.


–Igual que no viste el motivo de que yo escribiera a mi padre. De hecho, en lo que a ti se refiere, habría sido mejor que yo no hubiera nacido, ¿verdad?


Sin esperar a que Pedro respondiera, dado que ella misma conocía la respuesta a su propia pregunta, siguió recorriendo la casa


Aunque era más sencilla en estilo y decoración que el castillo, estaba igualmente amueblada con lo que sospechaba eran valiosas antigüedades.


–¿Cuál era la habitación favorita de mi padre? –preguntó ella, después de que hubieran recorrido un bonito salón, un elegante comedor, una salita y un pequeño despacho situado en la parte trasera de la casa.


Durante un instante, Pau pensó que Pedro no iba a responder. De repente, se volvió a ella y le dijo:

–Ésta.


Abrió la puerta de una pequeña biblioteca.


–A Felipe le encantaba leer, escuchar música... A él le gustaba pasar las noches aquí, escuchando música y leyendo sus libros favoritos. El sol se pone por este lado de la casa y por la tarde esta habitación resulta muy agradable.


La imagen que Pedro estaba pintando era la de un hombre solitario, tranquilo, tal vez incluso solitario, que se sentaba allí contemplando lo que la vida podría haberle dado si las cosas hubieran sido diferentes.


–¿Pasabas tú mucho tiempo con él? –susurró ella con un nudo en la garganta. Se llevó la mano al cuello, enredándola con la cadena de oro que había pertenecido a su madre, como si tocándola pudiera en cierto modo aliviar el dolor que estaba sintiendo.


–Él era mi tío. Se ocupaba de los huertos de la familia. Por supuesto que pasábamos mucho tiempo juntos.