viernes, 19 de marzo de 2021

TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 30

 


Sintió primero el brazo y luego todo el cuerpo ardiéndole con el calor que le producía la proximidad a él. Sería insoportable que él supiera el efecto que ejercía sobre ella. Pau se imaginaba perfectamente lo mucho que disfrutaría humillándola por ello.


Furiosa consigo misma, combatió con el desdén su vulnerabilidad sensual hacia Pedro y su propia incapacidad para controlarla.


–Supongo que el hecho de ir andando a la casa queda más allá de tu dignidad como duque.


Pedro la miró con desprecio y le dijo muy fríamente:

–Dado que hay más de dos kilómetros hasta la casa por la carretera, creo que sería más fácil utilizar el coche. Sin embargo, si prefieres ir andando...


Mientras pronunciaba aquellas palabras, miró las delicadas sandalias de Pau haciendo que ella tuviera que reconocer que Pedro había ganado aquel combate dialéctico entre ambos.


Habían recorrido parte de la distancia en un silencio pleno de hostilidad cuando él tomó la palabra.


–Tengo que advertirte sobre un posible flirteo con Ramón.


–Yo no estaba flirteando con él –le espetó ella escandalizada.


–Dejó muy claro que te encontraba atractiva y tú le permitiste que lo hiciera. Por supuesto, los dos sabemos lo mucho que te gusta acomodarte a los deseos de cualquier hombre que desee expresártelos.


–Y por supuesto, me lo tenías que decir. Te morías de ganas por hacerlo, ¿verdad? Pues bien, para tu información...


–Para tu información, no voy a consentir que satisfagas tu promiscuo apetito sexual con Ramón.


No debía permitir que lo que él estaba diciendo la afectara. Si lo hacía, la destruiría. Sabía que Pedro jamás la escucharía si tratara de explicarle la verdad. Quería pensar lo peor de ella porque no quería escucharla. Para él, ella era alguien que no se merecía un trato compasivo.


–No puedes impedir que tenga un amante si así lo deseo, Pedro.


Sin mirarla, Pedro respondió secamente:

–Ramón está casado y es padre de dos hijos pequeños. Desgraciadamente, su matrimonio está pasando por un momento de dificultad en estos instantes. Todo el mundo sabe que a Ramón le gustan mucho las chicas guapas y que a su esposa no le agrada ese comportamiento. No tengo deseo alguno de ver cómo ese matrimonio se desmorona y que esos niños se quedan sin padre. Te prometo, Paula, que haré lo que haga falta para asegurarme de que eso no ocurra.


Pedro se apartó de la carretera principal y tomó un sendero. Al final del mismo, entre naranjos y limoneros, se erguía una casa de tejado rojo. Eso le dio a Paula la excusa perfecta para no responder al hiriente comentario de Pedro y refugiarse en un digno silencio.


Pedro avanzaba por lo que parecía un túnel de ramas. El sol se colaba entre las hojas. Entonces, Pau vio la casa bien por primera vez. Sintió que se le hacía un nudo en la garganta y que el corazón le daba un vuelco por la emoción. Si era posible enamorarse de una casa, ella acababa de hacerlo.


Tenía tres plantas, las paredes encaladas y un aspecto absolutamente encantador. Los balcones de hierro forjado contaban con delicados detalles, además de los brochazos de color de las macetas de geranios. Lo más extraño era que el estilo de la casa resultaba muy británico. Pau se sintió muy emocionada cuando Pedro detuvo el coche frente a la puerta.


–Es muy hermosa –dijo ella sin poder contenerse.


–Originalmente, se construyó para la amante cautiva de uno de mis antepasados, una inglesa a la que habían atrapado en un combate en alta mar entre el barco de mi antepasado y uno inglés en los días en los que los dos países estaban en guerra.


–¿Era una prisión?


–Si quieres considerarla de ese modo, pero yo diría más bien que era el amor que se profesaban lo que les aprisionaba. Mi antepasado protegió a su amante alojándola aquí, lejos de los rumores de la sociedad, y ella protegió el corazón que él le había entregado permaneciendo fiel a él y aceptando que el deber de él hacia su esposa significaba que jamás podrían estar oficialmente juntos.


Después de lo que Pedro le había contado, Pau esperó que la casa rezumara tristeza y desolación, pero no fue así. Era como si la casa estuviera esperando algo, tal vez a alguien... ¿A su padre?


No olía a cerrado. Era como si alguien la aireara regularmente, pero a Pau le pareció que aún se podía oler el suave aroma de una colonia masculina. Una inesperada tristeza se apoderó de ella, de tal magnitud que tuvo que parpadear para no dejar que se notaran sus sentimientos. Realmente había creído que había llorado todas las lágrimas posibles por su padre, por el hombre que jamás había conocido


–¿Vivió... vivió mi padre aquí solo? –le preguntó a Pedro.


–Sí, aparte de Anabel, que era su ama de llaves. Ella ya se ha jubilado y vive en el pueblo con su hija. Ven. Te mostraré la casa y, cuando hayas satisfecho tu curiosidad, te llevaré de vuelta al castillo.


Pau notó la impaciencia que Pedro estaba tratando de contener.


–No querías que viniera aquí, ¿verdad? Aunque mi padre me dejara a mí esta casa.


–No, no quería –afirmó Pedro–. Ni veía ni veo motivo para hacerlo.


–Igual que no viste el motivo de que yo escribiera a mi padre. De hecho, en lo que a ti se refiere, habría sido mejor que yo no hubiera nacido, ¿verdad?


Sin esperar a que Pedro respondiera, dado que ella misma conocía la respuesta a su propia pregunta, siguió recorriendo la casa


Aunque era más sencilla en estilo y decoración que el castillo, estaba igualmente amueblada con lo que sospechaba eran valiosas antigüedades.


–¿Cuál era la habitación favorita de mi padre? –preguntó ella, después de que hubieran recorrido un bonito salón, un elegante comedor, una salita y un pequeño despacho situado en la parte trasera de la casa.


Durante un instante, Pau pensó que Pedro no iba a responder. De repente, se volvió a ella y le dijo:

–Ésta.


Abrió la puerta de una pequeña biblioteca.


–A Felipe le encantaba leer, escuchar música... A él le gustaba pasar las noches aquí, escuchando música y leyendo sus libros favoritos. El sol se pone por este lado de la casa y por la tarde esta habitación resulta muy agradable.


La imagen que Pedro estaba pintando era la de un hombre solitario, tranquilo, tal vez incluso solitario, que se sentaba allí contemplando lo que la vida podría haberle dado si las cosas hubieran sido diferentes.


–¿Pasabas tú mucho tiempo con él? –susurró ella con un nudo en la garganta. Se llevó la mano al cuello, enredándola con la cadena de oro que había pertenecido a su madre, como si tocándola pudiera en cierto modo aliviar el dolor que estaba sintiendo.


–Él era mi tío. Se ocupaba de los huertos de la familia. Por supuesto que pasábamos mucho tiempo juntos.



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