El silencio que se produjo en la sala fue como la paz que reina en el centro del huracán. Era como saber que el peligro estaba muy cerca y que no tardaría en aplastarla sin que pudiera huir a ninguna parte.
–¿Desearme, dices? ¿De este modo? –dijo Pedro suavemente.
La tomó bruscamente entre sus brazos y luego la inmovilizó contra él, atrapada entre su cuerpo y la pared que había a sus espaldas. Entonces, la unió a su cuerpo tan íntimamente que ella se sintió como si pudiera sentir los huesos y los duros músculos de aquel esbelto cuerpo. Al contrario que el suyo, el corazón de Pedro latía tranquilamente. Era el corazón de un ganador que, con éxito, había atrapado a su presa.
Pau sintió que los latidos de su corazón se aceleraban cada vez más, arrebatándole con ellos su capacidad de pensar o sentir racionalmente, convirtiéndola en una versión de sí misma que apenas reconocía.
Pedro sabía que no debería estar haciendo aquello, pero no podía detenerse. Tantas noches apartándose de sueños prohibidos en los que la tenía entre sus brazos así, de aquella manera. Paula ya no tenía dieciséis años. Ya no era una mujer prohibida para él por su código moral.
La muchacha de la mirada asombrada, llena de la inocencia de una adolescente, jamás había existido más que en su imaginación. Había pasado noches sin dormir, completamente atormentado, mientras que ella distaba mucho de ser casta.
Mientras inclinaba la cabeza hacia la de ella, sintió los latidos de su corazón y la cálida suavidad de los senos que se apretaban contra su torso, los senos que tanto había deseado liberar de la camiseta que los cubría para poder admirar su perfección. Para poder tocarlos, para poder sentir cómo los pezones se erguían bajo sus dedos. Para poder llevárselos a la boca y besárselos hasta que el cuerpo de ella se arqueaba deseando que él la poseyera.
¡No! No debía hacerlo.
Hizo ademán de soltarla, pero Pau tembló violentamente contra él. El sonido que emitió su garganta frustró la determinación que él había tomado.
Paula sabía que él no tardaría mucho en besarla. Sus labios se entreabrirían para protestar, no para aceptar la dominación que él le imponía y mucho menos porque lo deseara. Y, sin embargo...
Sin embargo, bajo la ropa, bajo la camiseta y el sencillo sujetador que llevaba puesto, sus senos habían empezado a experimentar sensaciones que parecían extenderse desde el punto en el que él le cubría la garganta con la mano hasta los pezones erectos. Ella tembló, admitiendo a su pesar que su cuerpo no rechazaba aquel contacto. El deseo le corría por las venas como si fuera placer líquido, un placer que anulaba su autocontrol y lo reemplazaba por un profundo anhelo sensual.
El aliento de Pedro le acariciaba la piel. Era limpio y fresco, pero ella notó algo más, algo primitivo y peligroso para una mujer cuya propia sensualidad había roto ya las barreras del autocontrol. El aroma a hombre, que la empujaba a pegarse más a él, le hacía también separar los labios un poco más.
Sus miradas se cruzaron un instante y, entonces, los labios de él apresaron los de ella. Su presión le excitó los sentidos salvajemente, causando una cálida explosión de placer que llenó la parte inferior de su cuerpo de deseo líquido.
Pau trató de oponerse a lo que estaba sintiendo. Emitió un sonido que tenía la intención de ser de protesta aunque sus oídos lo interpretaron como un escandaloso gemido de necesidad, una necesidad que se vio incrementada por el insistente contacto del cuerpo de Pedro con el suyo, por el modo en el que la lengua tomaba posesión la suavidad de su boca, enredándose con la suya, llevándola a un lugar de oscura sensualidad y de peligro. El cuerpo de Pau estaba ardiendo, vibrando con una reacción que parecía haber explotado dentro de ella. Cerró los ojos...