EN el rellano del primer piso, Rosa rompió el tenso silencio que había entre ellas.
–Entonces, ¿habla español?
–¿Y por qué no? –le desafió Pau–. A pesar de lo que Pedro quiera pensar, no tiene el poder de evitar que yo hable el que, después de todo, era el idioma de mi padre.
No iba a admitir delante de Rosa, ni de nadie más, que en su adolescencia, el sueño de poder conocer algún día a su padre la había llevado a trabajar repartiendo periódicos para pagarse unas clases de español que sospechaba que su madre no quería que tomara. De hecho, sabía que su madre había tenido miedo de que ella hiciera cualquiera cosas que le conectara con el lado español de la familia. Por eso, para no disgustarla, había tratado de que su madre no comprendiera lo mucho que ansiaba saber más de su padre y del país en el que él vivía. La quería demasiado como para hacerle daño.
–Bien, ciertamente no has sacado el espíritu de tus padres –le espetó Rosa–, aunque debería advertirte que es mejor que no levantes armas contra Pedro.
–Pedro no tiene autoridad alguna sobre mí –replicó Paula con vehemencia–. Jamás la tendrá.
Un movimiento en el vestíbulo le llamó la atención. Se dio la vuelta y vio que Pedro seguía allí. Debía de haberla oído, lo que sin duda era la causa de la severa mirada que le estaba dedicando. Probablemente, querría tener cierta autoridad sobre ella para así haberle impedido viajar a España igual que años antes le había prohibido tener contacto alguno con su padre.
Recordó la escena ocurrida años atrás. Podía verlo en su dormitorio, con la carta que ella le había enviado a su padre semanas antes, una carta que él había interceptado. Una carta escrita desde la profundidad de un corazón de dieciséis años a un padre que ansiaba conocer.
Todos los sentimientos que había empezado a sentir hacia Pedro habían quedado rotos en pedazos en aquel mismo instante para convertirse en pedazos de ira y amargura.
–Pau, cariño, debes prometerme que jamás volverás a intentar ponerte en contacto con tu padre –le había advertido su madre con lágrimas en los ojos después de que Pedro hubiera regresado a España y las dos volvieran a estar solas.
Por supuesto, Paula se lo había prometido sin dudarlo. Quería demasiado a su madre para querer disgustarla.
¡No! No debía permitir que Pedro la devolviera a aquel lugar vergonzoso que había mancillado su orgullo para siempre. Su madre había comprendido lo que había ocurrido. Había sabido que Pau no era la culpable.
La madurez le había hecho comprender muchas cosas. Dado que su padre siempre había sabido dónde estaba, podría haberse puesto en contacto con ella muy fácilmente. El hecho de que no lo hubiera hecho era muy revelador. Después de todo, ella no era la única persona en el mundo que no quería ser reconocida por su padre. Cuando su madre murió, Paula decidió que había llegado el momento de seguir adelante con su vida y de olvidarse del padre que la había rechazado.
Jamás sabría qué era lo que había hecho que su padre cambiara de opinión. Jamás sabría si había sido el sentimiento de culpabilidad o de arrepentimiento por las oportunidades perdidas lo que lo había empujado a mencionarla en su testamento. Sin embargo, lo que Paula sí sabía era que en aquella ocasión no iba a permitir que Pedro dictara lo que podía o no podía hacer
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