Pensar en lo mucho que habría sufrido su madre le causó un profundo dolor en el pecho. Recordó que, al final, Pedro, había tenido mucho que ver con el dolor y la humillación que había sufrido su madre. Se apartó inconscientemente de él, lo que provocó que resbalara sobre el empedrado del suelo, que se torciera el tobillo y que perdiera el equilibrio.
Inmediatamente, Pedro la sujetó agarrándola por la parte superior de los brazos. El instinto de Paula le decía que se apartara inmediatamente de él, que le obligara a soltarla y que le dejara muy claro lo poco bienvenidas que eran sus atenciones. Sin embargo, él se movió rápidamente y la soltó con un gesto de disgusto, como si tocarla lo manchara. La ira y la humillación se apoderaron de ella, pero no había nada que pudiera hacer más que darle la espalda. Se sentía atrapada y no sólo por estar en un lugar en el que no quería, sino también por su propio pasado y el papel que Pedro había representado en él. El desprecio de Pedro se transformaba en una prisión para la que no había escapatoria.
Pau pasó por delante de él y entró en la casa. Se quedó inmóvil en el fresco vestíbulo, desde el que se admiraba una magnífica escalera. Los retratos colgaban de las paredes, aristócratas españoles que, ataviados con lujosas ropas o con uniformes militares la contemplaban con rostros duros e inexpresivos. Tenían una profunda expresión de arrogancia y desdén, muy parecida a la de Pedro, su descendiente.
Una puerta se abrió para dejar paso a una mujer de mediana edad, baja estatura y regordeta figura. Tenía unos vivos ojos pardos que examinaron a Paula rápidamente. Aunque iba sencillamente vestida, su actitud recta y sus modales en general la delataban.
Se dio cuenta de que se había equivocado cuando Pedro dijo:
–Deja que te presente a Rosa. Está a cargo de la casa. Ella te mostrará tu dormitorio.
El ama de llaves se dirigió hacia Pau sin dejar de observarla. Entonces, se volvió de nuevo a mirar a Pedro y en español le dijo:
–Mientras que su madre tenía el aspecto de una palomilla, ésta tiene la mirada de un halcón salvaje que aún no ha aprendido a acudir al cebo.
La ira se reflejó en los ojos de Pau.
–Hablo español –anunció, casi temblando con la fuerza de su ira–. No hay cebo alguno que me pudiera tentar a acudir a mano alguna de los que habitan en esta casa.
Tuvo tiempo de ver la mirada de hostilidad que Pedro le dedicó antes de darse la vuelta y dirigirse hacia las escaleras, haciendo que Rosa tuviera que seguirla.
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