Arriba, en la habitación que Rosa le había adjudicado antes de decirle que le enviaría un refrigerio y marcharse, Pau estudió el lugar en el que se encontraba. El dormitorio era muy grande, con altos techos y estaba decorado con pesados muebles de madera oscura que, sin duda, eran antigüedades de altísimo valor. La estancia era muy luminosa gracias a unas puertas francesas que daban a un jardín típicamente árabe, dividido en dos por una recta línea de agua que fluía desde una cascada que fluía desde el otro lado. Aromáticos rosales y árboles frutales se alineaban perfectamente, combinados con geranios en preciosas macetas de terracota. El patio tenía también un pequeño cenador con elegantes muebles de madera.
Paula cerró los ojos. Conocía tan bien aquel jardín... Su madre se lo había descrito, lo había dibujado para ella e incluso le había mostrado fotografías, lo que le hizo preguntar si aquélla habría sido la habitación de su madre. Sospechaba que no. Su madre le había dicho que Pedro y ella ocupaban habitaciones de la última planta cuando se alojaban en la ciudad.
La decoración era tan rica y tan cuidada en sus detalles, que estaba a años luz del minimalista apartamento que ella tenía en Inglaterra, pero, a pesar de todo, le gustaba. Si su padre no hubiera rechazado a su madre, a ella, Paula habría crecido conociendo bien aquella casa y su historia. Igual que le ocurría a Pedro.
Pedro. Lo odiaba tanto... Los sentimientos que tenía hacia él eran mucho más amargos y más llenos de ira de los que tenía hacia su padre. Éste, después de todo, no había tenido voz en lo ocurrido. Tal y como su madre le había explicado, Felipe se había visto obligado a renunciar a ellas y a volverles la espalda. No había abierto la carta que ella en su desesperación le había enviado y le había dicho que no se volviera a poner en contacto con él. Pedro había sido el causante de todo aquello.
Allí, en aquella casa, se habían tomado todas aquellas decisiones, que habían tenido un profundo impacto en sus padres y en ella del modo más cruel posible. De allí habían despedido a su madre. Allí le habían dicho que el hombre al que amaba estaba prometido en matrimonio con otra, una mujer elegida por su familia adoptiva, una mujer a la que, según le había jurado Felipe a la madre de Paula, no amaba y con la que no deseaba casarse.
Sin embargo, los deseos de Felipe no habían importado. Las promesas hechas a la madre de Pau habían sido efímeras. Sólo había habido tiempo para que los dos disfrutaran de un último instante de ilícita intimidad que había conducido a la concepción de Paula antes de separarse para siempre.
–Él me juró que me amaba, pero que también amaba a su familia adoptiva y no podía desobedecerlos –le había dicho a Paula su madre cuando ella le preguntó por qué su padre no había ido a Inglaterra tras ella.
Su pobre madre... Había cometido el error de enamorarse de un hombre que no había sido lo suficientemente fuerte como para proteger su amor y había pagado un alto precio por ello. Pau jamás permitiría que le ocurriera lo mismo a ella. Jamás permitiría que el amor la convirtiera en un ser vulnerable. Después de todo, ya había experimentado lo que se sentía, aunque sus sentimientos hacia Pedro hubieran sido simplemente los de una jovencita de dieciséis años sin experiencia alguna.
Sacudió la cabeza para olvidarse de tan dolorosos pensamientos y miró su pequeña maleta. Pedro le había dicho que su madre había insistido en que ella se alojara allí. ¿Significaba eso que la duquesa tenía la intención de recibirla formalmente? ¿Que tal vez le propusiera que cenaran juntas? No se había llevado ninguna prenda elegante. Sólo tenía unas cuantas mudas de ropa interior, un par de pantalones cortos, unas camisetas y un vestido muy sencillo, de punto color negro, del que se había enamorado durante un viaje a Londres.
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