sábado, 13 de marzo de 2021

TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 10

 


Arriba, en la habitación que Rosa le había adjudicado antes de decirle que le enviaría un refrigerio y marcharse, Pau estudió el lugar en el que se encontraba. El dormitorio era muy grande, con altos techos y estaba decorado con pesados muebles de madera oscura que, sin duda, eran antigüedades de altísimo valor. La estancia era muy luminosa gracias a unas puertas francesas que daban a un jardín típicamente árabe, dividido en dos por una recta línea de agua que fluía desde una cascada que fluía desde el otro lado. Aromáticos rosales y árboles frutales se alineaban perfectamente, combinados con geranios en preciosas macetas de terracota. El patio tenía también un pequeño cenador con elegantes muebles de madera.


Paula cerró los ojos. Conocía tan bien aquel jardín... Su madre se lo había descrito, lo había dibujado para ella e incluso le había mostrado fotografías, lo que le hizo preguntar si aquélla habría sido la habitación de su madre. Sospechaba que no. Su madre le había dicho que Pedro y ella ocupaban habitaciones de la última planta cuando se alojaban en la ciudad.


La decoración era tan rica y tan cuidada en sus detalles, que estaba a años luz del minimalista apartamento que ella tenía en Inglaterra, pero, a pesar de todo, le gustaba. Si su padre no hubiera rechazado a su madre, a ella, Paula habría crecido conociendo bien aquella casa y su historia. Igual que le ocurría a Pedro.


Pedro. Lo odiaba tanto... Los sentimientos que tenía hacia él eran mucho más amargos y más llenos de ira de los que tenía hacia su padre. Éste, después de todo, no había tenido voz en lo ocurrido. Tal y como su madre le había explicado, Felipe se había visto obligado a renunciar a ellas y a volverles la espalda. No había abierto la carta que ella en su desesperación le había enviado y le había dicho que no se volviera a poner en contacto con él. Pedro había sido el causante de todo aquello.


Allí, en aquella casa, se habían tomado todas aquellas decisiones, que habían tenido un profundo impacto en sus padres y en ella del modo más cruel posible. De allí habían despedido a su madre. Allí le habían dicho que el hombre al que amaba estaba prometido en matrimonio con otra, una mujer elegida por su familia adoptiva, una mujer a la que, según le había jurado Felipe a la madre de Paula, no amaba y con la que no deseaba casarse.


Sin embargo, los deseos de Felipe no habían importado. Las promesas hechas a la madre de Pau habían sido efímeras. Sólo había habido tiempo para que los dos disfrutaran de un último instante de ilícita intimidad que había conducido a la concepción de Paula antes de separarse para siempre.


–Él me juró que me amaba, pero que también amaba a su familia adoptiva y no podía desobedecerlos –le había dicho a Paula su madre cuando ella le preguntó por qué su padre no había ido a Inglaterra tras ella.


Su pobre madre... Había cometido el error de enamorarse de un hombre que no había sido lo suficientemente fuerte como para proteger su amor y había pagado un alto precio por ello. Pau jamás permitiría que le ocurriera lo mismo a ella. Jamás permitiría que el amor la convirtiera en un ser vulnerable. Después de todo, ya había experimentado lo que se sentía, aunque sus sentimientos hacia Pedro hubieran sido simplemente los de una jovencita de dieciséis años sin experiencia alguna.


Sacudió la cabeza para olvidarse de tan dolorosos pensamientos y miró su pequeña maleta. Pedro le había dicho que su madre había insistido en que ella se alojara allí. ¿Significaba eso que la duquesa tenía la intención de recibirla formalmente? ¿Que tal vez le propusiera que cenaran juntas? No se había llevado ninguna prenda elegante. Sólo tenía unas cuantas mudas de ropa interior, un par de pantalones cortos, unas camisetas y un vestido muy sencillo, de punto color negro, del que se había enamorado durante un viaje a Londres.





viernes, 12 de marzo de 2021

TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 9

 


Desde el vestíbulo, Pedro observó cómo Pau se daba la vuelta y seguía a Rosa por el siguiente tramo de escaleras. Si había algo de lo que él se enorgullecía, era del control que era capaz de ejercer sobre sus sentimientos y reacciones. Sin embargo, por alguna razón, su mirada, que normalmente era tan obediente a sus órdenes, se rebelaba para centrarse en las bien torneadas piernas de Pau.


A la edad de dieciséis años, esas piernas eran tan esbeltas como las de una potrilla. Era tan sólo una niña convirtiéndose en mujer, con menudos y erguidos senos que se apretaban contra las estrechas camisetas que solía llevar. Tal vez se comportaba hacia él con fingida inocencia, que implicaba miradas robadas y mejillas sonrojadas. Sin embargo, no había tardado en ver la verdadera realidad de lo que era: una persona promiscua sin moral u orgullo algunos. ¿Sería así por naturaleza o porque se había visto privada de padre?


El sentimiento de culpabilidad jamás podía escapar a su conciencia. ¿Cuántas veces a lo largo de los años había deseado no pronunciar aquellas inocentes palabras que habían terminado por provocar un final forzado en la relación que había entre su tío y su niñera? Un sencillo comentario realizado a su abuela sobre el hecho de que Felipe se había reunido con ellos en una excursión a la Alhambra había sido el desencadenante de todo lo ocurrido después.


La duquesa jamás hubiera permitido que Felipe se casara con una mujer que ella no hubiera elegido. Jamás hubiera permitido que una niñera fuera la futura esposa de un hombre cuya sangre era tan aristocrática como la de su familia adoptiva.


A sus siete años, Pedro no había comprendido lo que podría ocasionar, pero se había dado cuenta muy rápidamente de las consecuencias de su inocencia cuando vio que la amable niñera inglesa a la que tanto quería era despedida y enviada a su casa. Ni la madre de Pau ni Felipe se opusieron a la autoridad de la anciana. Ninguno de los dos sabía que la joven había concebido un hijo, una niña cuyo nombre no se mencionaba nunca, a menos que lo hiciera la propia duquesa para recordarle a su hijo adoptivo la vergüenza que les había causado al rebajarse dejando embarazada a una niñera. ¡Qué justificada habría creído la anciana su acción si hubiera vivido lo suficiente para saber en lo que se había convertido la hija de Felipe!


Pedro se había apiadado de la madre de Paula cuando los dos regresaron de una cena en Londres y descubrieron que, no sólo Paula estaba celebrando una fiesta que no había sido autorizada, sino que también la joven estaba arriba, en el dormitorio de su madre, con un adolescente borracho.


Cerró los ojos y volvió a abrirlos. Había ciertos recuerdos que prefería no revivir: el día en que había delatado la aventura amorosa de su niñera; la noche que su madre entró en su dormitorio para decirle que el avión en el que viajaba su padre se había estrellado en América del Sur sin supervivientes; la noche en la que vio a Paula tumbada sobre la cama de su madre sin que le importara nada lo que había hecho… Sin que le importara nada él.


En aquel entonces, él tenía veintitrés años y se sentía abrumado por el efecto que Paula tenía sobre él. Le repugnaba el deseo que sentía hacia ella, atormentado por ello y por su propio código moral, un código que le decía que un hombre de veintitrés años no podía tener nada con una niña de dieciséis. La diferencia de siete años separaba la infancia de la edad adulta y representaba un abismo que no podía salvarse, igual que la inocencia de una niña de dieciséis años no podía robarse de aquella manera.


Siete años después, aún podía saborear la ira que le había amargado el corazón y abrasado el alma, una ira que la presencia de Paula en Granada estaba reavivando. Cuanto antes terminara todo aquel asunto y Paula estuviera de vuelta en un avión al Reino Unido, mucho mejor.


Cuando Felipe estaba agonizando y él le dijo a Pedro lo mucho que se arrepentía de algunas cosas de su pasado, éste lo animó a compensar a su hija a través del testamento. Sin embargo, lo había hecho por el bien de su tío, no por el de Paula.



TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 8

 


EN el rellano del primer piso, Rosa rompió el tenso silencio que había entre ellas.


–Entonces, ¿habla español?


–¿Y por qué no? –le desafió Pau–. A pesar de lo que Pedro quiera pensar, no tiene el poder de evitar que yo hable el que, después de todo, era el idioma de mi padre.


No iba a admitir delante de Rosa, ni de nadie más, que en su adolescencia, el sueño de poder conocer algún día a su padre la había llevado a trabajar repartiendo periódicos para pagarse unas clases de español que sospechaba que su madre no quería que tomara. De hecho, sabía que su madre había tenido miedo de que ella hiciera cualquiera cosas que le conectara con el lado español de la familia. Por eso, para no disgustarla, había tratado de que su madre no comprendiera lo mucho que ansiaba saber más de su padre y del país en el que él vivía. La quería demasiado como para hacerle daño.


–Bien, ciertamente no has sacado el espíritu de tus padres –le espetó Rosa–, aunque debería advertirte que es mejor que no levantes armas contra Pedro.


Pedro no tiene autoridad alguna sobre mí –replicó Paula con vehemencia–. Jamás la tendrá.


Un movimiento en el vestíbulo le llamó la atención. Se dio la vuelta y vio que Pedro seguía allí. Debía de haberla oído, lo que sin duda era la causa de la severa mirada que le estaba dedicando. Probablemente, querría tener cierta autoridad sobre ella para así haberle impedido viajar a España igual que años antes le había prohibido tener contacto alguno con su padre.


Recordó la escena ocurrida años atrás. Podía verlo en su dormitorio, con la carta que ella le había enviado a su padre semanas antes, una carta que él había interceptado. Una carta escrita desde la profundidad de un corazón de dieciséis años a un padre que ansiaba conocer.


Todos los sentimientos que había empezado a sentir hacia Pedro habían quedado rotos en pedazos en aquel mismo instante para convertirse en pedazos de ira y amargura.


–Pau, cariño, debes prometerme que jamás volverás a intentar ponerte en contacto con tu padre –le había advertido su madre con lágrimas en los ojos después de que Pedro hubiera regresado a España y las dos volvieran a estar solas.


Por supuesto, Paula se lo había prometido sin dudarlo. Quería demasiado a su madre para querer disgustarla.


¡No! No debía permitir que Pedro la devolviera a aquel lugar vergonzoso que había mancillado su orgullo para siempre. Su madre había comprendido lo que había ocurrido. Había sabido que Pau no era la culpable.


La madurez le había hecho comprender muchas cosas. Dado que su padre siempre había sabido dónde estaba, podría haberse puesto en contacto con ella muy fácilmente. El hecho de que no lo hubiera hecho era muy revelador. Después de todo, ella no era la única persona en el mundo que no quería ser reconocida por su padre. Cuando su madre murió, Paula decidió que había llegado el momento de seguir adelante con su vida y de olvidarse del padre que la había rechazado.


Jamás sabría qué era lo que había hecho que su padre cambiara de opinión. Jamás sabría si había sido el sentimiento de culpabilidad o de arrepentimiento por las oportunidades perdidas lo que lo había empujado a mencionarla en su testamento. Sin embargo, lo que Paula sí sabía era que en aquella ocasión no iba a permitir que Pedro dictara lo que podía o no podía hacer



TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 7

 


Pensar en lo mucho que habría sufrido su madre le causó un profundo dolor en el pecho. Recordó que, al final, Pedro, había tenido mucho que ver con el dolor y la humillación que había sufrido su madre. Se apartó inconscientemente de él, lo que provocó que resbalara sobre el empedrado del suelo, que se torciera el tobillo y que perdiera el equilibrio.


Inmediatamente, Pedro la sujetó agarrándola por la parte superior de los brazos. El instinto de Paula le decía que se apartara inmediatamente de él, que le obligara a soltarla y que le dejara muy claro lo poco bienvenidas que eran sus atenciones. Sin embargo, él se movió rápidamente y la soltó con un gesto de disgusto, como si tocarla lo manchara. La ira y la humillación se apoderaron de ella, pero no había nada que pudiera hacer más que darle la espalda. Se sentía atrapada y no sólo por estar en un lugar en el que no quería, sino también por su propio pasado y el papel que Pedro había representado en él. El desprecio de Pedro se transformaba en una prisión para la que no había escapatoria.


Pau pasó por delante de él y entró en la casa. Se quedó inmóvil en el fresco vestíbulo, desde el que se admiraba una magnífica escalera. Los retratos colgaban de las paredes, aristócratas españoles que, ataviados con lujosas ropas o con uniformes militares la contemplaban con rostros duros e inexpresivos. Tenían una profunda expresión de arrogancia y desdén, muy parecida a la de Pedro, su descendiente.


Una puerta se abrió para dejar paso a una mujer de mediana edad, baja estatura y regordeta figura. Tenía unos vivos ojos pardos que examinaron a Paula rápidamente. Aunque iba sencillamente vestida, su actitud recta y sus modales en general la delataban.


Se dio cuenta de que se había equivocado cuando Pedro dijo:

–Deja que te presente a Rosa. Está a cargo de la casa. Ella te mostrará tu dormitorio.


El ama de llaves se dirigió hacia Pau sin dejar de observarla. Entonces, se volvió de nuevo a mirar a Pedro y en español le dijo:

–Mientras que su madre tenía el aspecto de una palomilla, ésta tiene la mirada de un halcón salvaje que aún no ha aprendido a acudir al cebo.


La ira se reflejó en los ojos de Pau.


–Hablo español –anunció, casi temblando con la fuerza de su ira–. No hay cebo alguno que me pudiera tentar a acudir a mano alguna de los que habitan en esta casa.


Tuvo tiempo de ver la mirada de hostilidad que Pedro le dedicó antes de darse la vuelta y dirigirse hacia las escaleras, haciendo que Rosa tuviera que seguirla.




jueves, 11 de marzo de 2021

TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 6

 


Paula sintió ira, mezclada con algo más, algo doloroso y triste, en el pecho.


En una ocasión, hacía mucho tiempo o al menos eso le parecía, ella había sido una muchacha temblorosa, al borde de su primer enamoramiento de un hombre adulto. Veía en él todo lo que su romántico corazón ansiaba y sentía en él el potencial para llenar sus fantasías sexuales. Una rápida sensación, intensa y eléctrica, le recorrió la espalda, dejando más sensible su carne y poniéndole el vello de punta. Un nuevo temblor le recorrió el cuerpo. El pánico volvió a apoderarse de ella. Debía de ser el calor lo que le estaba provocando aquellas sensaciones. No podía ser Pedro. Imposible. No podía ser él quien fuera el responsable del repentino temblor físico que le recorría con sensualidad todo el cuerpo. Era una especie de aberración física, una manifestación indirecta de lo mucho que lo odiaba. Efectivamente. Seguramente se trataba de un temblor provocado por el odio y no por el deseo hacia un hombre tan viril. Era imposible que ella deseara a Pedro. Completamente imposible.


Para tranquilizarse, respiró profundamente el mágico aire de la ciudad, que la embriagó y la hipnotizó a la vez. Sí, por supuesto se notaba el olor del humo de los coches, pero lo más importante era que se notaba el aroma de un aire calentado por el sol e impregnado de esencias orientales, herencia de los poderosos soberanos árabes que en el pasado dominaron la ciudad. Ricos y sutiles perfumes. Aromáticas especias. Si cerraba los ojos, ella podría escuchar el sonido mágico del agua, tan apreciada por los árabes, y ver el rico brillo de las telas que viajaron a través de la Ruta de la Seda hasta llegar a la ciudad de Granada.


–Aquí está mi coche.


La voz de Pedro la devolvió a la realidad, pero no con la suficiente rapidez como para que pudiera evitar de nuevo la mano sobre la espalda de la que había conseguido escapar no hacía mucho. Su calor parecía abrasarle la piel a través de la ropa. Sin saber cómo, se imaginó una mano masculina acariciando la curva de una espalda desnuda de mujer. Deliberada y eróticamente, esa mano bajaba para cubrir la redondeada curva del trasero de una mujer, volviéndola hacia él, carne oscura frente a la blanca palidez de la de ella. La respiración de la mujer se aceleraba mientras que la de él se hacía más profunda hasta parecerse a la de un cazador que acechaba con la intención de cobrarse una presa...


¡No! La cabeza y el corazón le vibraban mientras unos sentimientos encontrados se apoderaban de ella. Debía concentrarse en la realidad, pero, incluso sabiéndolo, le costaba un gran esfuerzo conseguirlo.


El coche que él había indicado era grande y negro, la clase de coche que suelen utilizar los ricos y poderosos como medio de transporte.


–Veo que no te importa el derroche energético, ¿verdad? –comentó Paula sin poder resistirse mientras que Pedro abría la puerta del copiloto y le quitaba la pequeña maleta que ella llevaba para colocarla en el maletero.


Pedro no se dignó en responder. Se limitó a rodear el coche y a ponerse al volante del vehículo.


Paula esperaba que el silencio de él significara que lo había incomodado. Quería ser como una espina para él, una espina que le recordara lo que le había hecho a ella. Pedro no había querido que ella fuera a España. Lo sabía. Habría preferido que ella simplemente permitiera a los abogados que se ocuparan de todo. Sin embargo, había preferido ir. ¿Para fastidiar a Pedro? ¡No! Buscaba sus raíces, no venganza. La esencia de aquel país le corría por las venas.


Granada, hogar de los últimos reyes moros y de la Alhambra, la fortaleza rojiza, un complejo de tal belleza, que el rostro de su madre relucía de felicidad cuando le hablaba sobre ella. Todo aquello formaba parte de su ser.


–¿Mi padre te llevó allí? –le había preguntado a su madre en una ocasión.


Sólo tenía siete años, pero jamás se había referido al hombre que la había engendrado como «papá». Los papás eran los hombres que jugaban con sus hijos y que los querían, no unos desconocidos que vivían en un lejano país.


–Sí –había respondido su madre–. En una ocasión, me llevé a Pedro a verla y tu padre nos acompañó. Pasamos un día maravilloso. Un día, tú y yo iremos juntas a visitarla, Pau.


Desgraciadamente, a pesar de la promesa de su madre, aquel día no había llegado nunca.


A través de los cristales tintados del coche, Paula podía ver la ciudad que se erguía ante ellos, con el barrio del Albaicín trepando por la ladera opuesta a la de la Alhambra. Muy cerca, estaba el barrio judío de la ciudad. Sin embargo, tal y como era de esperar, Pedro tomó una calle alineada con imponentes edificios del siglo XVI, erigidos después de que la ciudad fuera reconquistada por Isabel y Fernando, los Reyes Católicos. Aquellos edificios sugerían riqueza y privilegios.


Paula se sintió bastante sorprendida de que Pedro condujera su propio coche, pero no de que hiciera entrar el coche por unas imponentes puertas de madera, que daban paso a un soleado patio, de líneas perfectamente simétricas. En el centro del mismo, una ornada fuente de piedra llenaba el silencio con el chapoteo del agua.


La casa o, más bien el palacio, rodeaba el patio por los cuatro lados. A la derecha, un arco conducía a lo que parecía un hermoso jardín. Pedro había detenido el coche frente a unos escalones de piedra que conducían hacia una puerta de madera tachonada de clavos de hierro. El edificio, que era de tres plantas, contenía en el piso intermedio una galería. Las ventanas estaban cubiertas por sus contraventanas para impedir que el fiero sol de la tarde penetrara en las estancias. Sobre las ventanas, estaba esculpido en piedra la fruta que daba nombre a la ciudad, mientras que sobre la puerta principal aparecía el escudo de armas de la familia junto con una inscripción que se traducía por «Mantenemos lo que conquistamos». Paula conocía todos aquellos detalles no por su curiosidad como turista, sino por el hecho de que se había preocupado de leer todo lo que había podido sobre la historia de la familia de Pedro, que, por supuesto, era la de su padre.


–¿No te preocupa que esta casa fuera construida con dinero robado a un príncipe musulmán al que asesinó uno de tus antepasados? –desafió a Pedro.


–En la guerra el victorioso se queda con todo. Mi antepasado fue uno de los muchos castellanos que ganaron la batalla contra Boabdil, Mohamed XII, para Isabel y Fernando. El dinero con el que se construyó este palacio se lo dio Isabel y, lejos de permitir el asesinato de nadie, se decretó que todos los musulmanes de la ciudad tendrían libertad religiosa.


–Un decreto que se rompió no mucho más tarde, igual que tu antepasado rompió la promesa que le hizo a la princesa musulmana que secuestró.


–Te aconsejo que pases más tiempo repasando tus datos y menos repitiéndolos sin haberlo hecho.


Sin darle tiempo para responder, Pedro salió del coche y lo rodeó tan rápidamente, que Paula no tuvo tiempo de abrir su puerta. Ignoró la mano que él le ofrecía y bajó sola del coche decidida a no sentirse impresionada por lo que la rodeaba. Para ello, pensó en su madre. ¿Se había sentido ella intimidada por el imponente edificio? Su madre había disfrutado mucho del tiempo que pasó en España, a pesar de la tristeza que aquellos días habían terminado por provocarle. Los padres de Pedro la contrataron para ayudar a Pedro con su inglés durante las vacaciones de verano y su madre siempre había dejado muy claro lo mucho que había querido al muchacho que estaba a su cuidado.


¿Habría sido en aquella casa donde había visto por primera vez y se habría enamorado del tío adoptivo de Pedro? ¿Del hombre que era el padre de Paula? Tal vez había visto al guapo español allí mismo, en aquel patio. Guapo, pero no fuerte, al menos no lo suficiente para ponerse del lado de la madre de Paula y del amor que había jurado que sentía hacia ella.


Sabía que su madre sólo había visitado la casa familiar de la ciudad de Granada muy brevemente. Había pasado la mayor parte del tiempo en el castillo que tenían en la finca que daba nombre al ducado y que había sido la residencia principal de los padres de Pedro.



TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 5

 


Pedro estaba furioso. Sin embargo, en vez de sentirse intimidada, Pau se sintió más exaltada por las palabras de él. De repente, un sentimiento desconocido se apoderó de ella, provocándole un escalofrío por la espalda. Pedro era un hombre de fuertes pasiones, que mantenía sometidas a un fiero control. La mujer que pudiera desatarlas tendría que ser igualmente apasionada o se arriesgaba a verse consumida en aquel fiero calor. En la cama, Pedro sería...


Escandalizada, Paula cortó rápidamente aquel pensamiento. Sintió que el rostro le ardía. ¿Qué le estaba ocurriendo? ¿Cómo se había atrevido a pensar de ese modo sobre Pedro?


–No deberías haber venido a España, Paula.


–Lo que quieres decir es que no querías que viniera. Bien, pues tengo noticias para ti, Pedro. Ya no tengo dieciséis años y no me puedes decir lo que tengo que hacer. Ahora, si me perdonas, me gustaría marcharme a mi hotel. No había necesidad alguna de que vinieras al aeropuerto –le dijo, con la intención de obligarlo a que se marchara–. No tenemos nada que decirnos que no pueda esperar a mañana, durante la reunión con el abogado de mi difunto padre.


Paula hizo intención de marcharse, pero él extendió rápidamente la mano y le agarró el brazo. Parecía extraño que una mano tan elegante y tan bien cuidada tuviera tanta fuerza, pero así era.


–Suéltame.


–No hay nada que yo quisiera más, te lo aseguro, pero dado que mi madre espera que te alojes con nosotros y que estará esperando nuestra llegada, me temo que eso no es posible.


–¿Tu madre?


–Sí. Ha venido especialmente de su casa de campo para alojarse en la ciudad con la intención de darte la bienvenida a la familia.


–¿La bienvenida a la familia? –repitió ella, con incredulidad–. ¿Acaso crees que yo puedo desear algo así después del modo en el que la familia trató a mi madre sólo porque era niñera y, por lo tanto, no era lo suficientemente buena como para casarse con mi padre, después del modo en que se negaron a reconocer mi existencia?


Pedro ignoró las palabras de Paula y siguió hablando como si ella no hubiera pronunciado palabra.


–Deberías haber pensado en las consecuencias de venir aquí antes de animarte a hacerlo, pero, por supuesto, a ti no te parece importante pensar en las consecuencias de tu comportamiento, ¿verdad, Paula? Ni en las consecuencias ni el efecto que tienen en otros.


–No tengo deseo alguno en conocer a tu madre. Tengo una reserva de hotel...


–Que ha sido cancelada.


No, no podía. El pánico se apoderó de ella. Pau abrió la boca para protestar, pero era demasiado tarde. Pedro la llevaba rápidamente hacia el aparcamiento. Un repentino movimiento de las personas que la rodeaban la empujaron contra Pedro. Fue inmediatamente consciente de la fuerza masculina y del calor que emanaban de su cuerpo. Se tensó. Tenía la boca seca y el corazón le latía a toda velocidad, a medida que unos recuerdos que no podía soportar parecían burlarse por los intentos de su pensamiento para negarlos.


Los dos avanzaron rápidamente bajo el tórrido sol del verano, lo que seguramente explicaba por qué el cuerpo de Paula había empezado a arder de tal manera que podía sentir el calor de su propia sangre en el rostro.


–Deberías llevar puesto un sombrero –le dijo Pedro, observándole el acalorado rostro–. Tu piel es demasiado pálida para verse expuesta a un sol tan fuerte.


Pau sabía que no era el sol, pero agradeció en silencio que él no se hubiera dado cuenta de la verdadera causa.


–Tengo un sombrero en la maleta, pero dado que esperaba ir directamente a mi hotel desde el aeropuerto en vez de ver cómo me secuestran literalmente y me obligan a estar bajo el sol, no creí necesario llevarlo en la mano.


–La única razón por la que estamos al sol es porque tú prefieres ponerte a discutir. Mi coche está allí –replicó Pedro.


Su arrogancia hizo que Paula rechinara los dientes. ¡Qué típico era que no hiciera intento alguno por disculparse, sino que tratara de demostrar que ella era la culpable! Había levantado la mano, como si fuera a colocársela en la espalda para empujarla en la dirección correcta, pero la inmediata reacción de Paula fue apartarse precipitadamente de él. No podía soportar que Pedro la tocara. Hacerlo hubiera sido como una especie de traición a sí misma que no podía soportar. Además, él era demasiado... demasiado... ¿Demasiado qué? ¿Demasiado masculino?


–Es demasiado tarde para que te comportes como una virgen temerosa que tiene miedo del contacto de un hombre –le advirtió él.


–No estoy actuando –repuso ella–. Tampoco era miedo, sino repulsión.


–Perdiste el derecho de esa clase de casta reacción hace mucho tiempo y los dos lo sabemos.



TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 4

 


Mientras Paula pronunciaba las palabras «mi padre», sintió unos sentimientos contradictorios. Había sufrido mucho dolor, mucha confusión, mucha vergüenza a lo largo de los años nacida del rechazo que la familia de su padre siempre había sentido hacia su madre y hacia ella. Para Paula, Pedro personificaba ese rechazo. Pedro la había herido de muchas más maneras de lo que había hecho su padre.


Pedro. Trató de controlar los sentimientos que amenazaban con embargarla, temerosa de lo que podría ocurrir cuando lo hicieran. La verdad era que no estaba allí por ningún beneficio material que pudiera conseguir del testamento de su padre, sino porque se encontraba a la deriva emocionalmente y tal vez así pudiera encontrar la sanación espiritual que tanto ansiaba. Sin embargo, no había poder en la Tierra que la pudiera obligar a revelar esa verdad a Pedro.


–No había necesidad alguna de que vinieras por el testamento de Felipe, Paula. La carta que su abogado te envió dejaba los términos perfectamente claros. Tu presencia aquí no es necesaria.


–Igual que, a tus ojos, ni mi madre ni yo éramos necesarias en la vida de mi padre. ¡Qué arrogante eres, Pedro, al pensar que tienes el derecho de emitir tales juicios! Se te da muy bien juzgar actos y hechos que pueden afectar la vida de los otros, ¿verdad? Crees que eres mucho mejor que el resto de la gente, pero no es así. A pesar de quién eres, a pesar de la arrogancia y el orgullo que reclamas por tu sangre castellana, eres en realidad menos merecedor de ellos que el mendigo más pobre de las calles de Granada. Desprecias a otros porque crees que eres superior a ellos, pero la realidad es que eres tú el que debería ser tratado con desprecio. Eres incapaz de tener compasión o comprensión. Eres incapaz de tener verdaderos sentimientos, Pedro. Incapaz de saber lo que de verdad significa ser humano –le espetó Pau, lanzándole las palabras para así poder aliviar los sentimientos que había reprimido después de tanto tiempo.


–Tú no sabes nada de lo que soy yo –repuso él. No se podía creer que fuera precisamente ella quien se atreviera a hacerle tales acusaciones.


–Al contrario. Lo sé muy bien. Eres el duque de Fuentualba, una título que te corresponde desde tu nacimiento, incluso antes, dado que tus padres se casaron por imposición de sus familiares para salvaguardar la pureza de su línea de sangre. Eres dueño de grandes extensiones de tierra, tanto aquí como en América del Sur. Necesitas que otros se sometan a tu poder y crees que eso te da derecho a tratarlos con desprecio y desdén. Por ti y por lo que eres, yo jamás tuve la oportunidad de conocer a mi padre con vida.


–¿Y ahora has venido para buscar venganza? ¿Es eso lo que estás intentando decirme?


–No necesito buscar venganza –le dijo Pau refutando así su acusación–. Tú te ocasionarás por tu propia naturaleza esa venganza, aunque estoy seguro de que ni siquiera lo reconoces por lo que es. Tu forma de ser, tu forma de ver la vida, te negarán exactamente lo que tú les negaste a mis padres: una relación feliz, amante y duradera que se mantiene exclusivamente por el hecho de que dos personas se aman la una a la otra. Mi venganza será saber que tú nunca sabrás lo que es la verdadera felicidad porque no estás genéticamente preparado para conocerla. Jamás tendrás el amor de una mujer y peor de todo es que ni siquiera te darás cuenta de lo que te estás perdiendo.


El silencio de Pedro resultaba enervante por sí solo, sin tener en cuenta la mirada que él le estaba dedicando. Sin embargo, Paula no era su madre que, amable y vulnerable, se sentía temerosa e insignificante ante un hombre tan arrogante como él.


–¿No te ha dicho nunca nadie que puede ser peligroso expresar tales opiniones?


–Tal vez no me importa enfrentarme al peligro cuando digo la verdad. Después de todo, ¿qué más daño podrías hacerme que el que ya me has hecho?


–Déjame que te diga una cosa –replicó él midiendo cuidadosamente cada una de sus palabras–. En lo que se refiere a mi matrimonio, la mujer que se convierta en mi esposa no será alguien...


–¿Como yo?


–Ningún hombre, si es honrado, querría como esposa suya a alguien cuya moralidad sexual es cero. La naturaleza del hombre es ser protector de las virtudes de la compañera que ha elegido, querer que la intimidad que comparte con esa mujer sea exclusiva. Un hombre jamás puede saber con certeza si el hijo que su compañera lleva en su vientre es suyo, por lo tanto busca una mujer que vaya a ser sexualmente leal hacia él. Cuando yo me case, mi esposa sabrá que tiene mi compromiso para toda una vida y esperaré la misma clase de compromiso a cambio.